13

Si el joven Alois hubiera sido un cliente, le habría ordenado que no se levantara. Le habría endosado a su padre una culpa que el chico habría podido explotar durante un año. Pero como yo no tenía jurisdicción en el caso, el chico corrió hacia el padre, le agarró de las piernas y, a su vez, le derribó. Golpe por golpe.

Sabiendo que su vida estaba en una encrucijada, cometió el error de ayudar a su padre a levantarse. Tuvo que hacerlo. Sintió un terror inconmensurable en el momento después de tumbarle, porque vio allí a su padre postrado y con aspecto de viejo. Así pues, el hijo le levantó.

Que te derribaran ya era desagradable, pero ¿que te ayudase a ponerte en pie un jovenzuelo con un grano abierto en la cara y un incipiente y ridículo bigotito castaño? Como sólo le habían brotado unos pocos pelos lacios, el bigote en sí era un insulto. Empezó a golpear al chico hasta que éste cayó de rodillas, y le siguió aporreando incluso cuando estuvo tendido en el suelo.

Klara ya había salido de la casa. Suplicó a su marido que se detuviera. Lloró. Menos mal que lo hizo. Alois hijo ya no se movía. Estaba inconsciente en el suelo y Klara seguía gritando.

Creyó que estaba aullando a los muertos.

—¡Oh, Dios —logró exclamar—, no puedo creer que hayas permitido esto!

Vi un hueco extraño. No estaba su ángel de la guarda; no había ni un Cachiporra cerca. Los ángeles a menudo huyen de personas que gritan demasiado fuerte; saben lo cerca que están los humanos de nosotros en esos momentos, y se ven en inferioridad numérica. Porque los demonios acuden velozmente a atender esas protestas. Por si hubiera poco alboroto, Adi dio rienda suelta a la más penetrante serie de chillidos.

Y Klara estaba vulnerable. Vi mi oportunidad. Toqué sus pensamientos, alcancé su corazón. Creía que el chico estaba muerto y que su padre pasaría en la cárcel el resto de sus días. Era culpa de ella, todo culpa suya. Le había dicho al marido que se aproximara al chico, aun cuando sabía que sería inútil. Como la suma de su experiencia le enseñaba que la mayoría de las oraciones a Dios no obtenían respuesta, ahora nos rezó directamente a nosotros, invocó al diablo, le imploró. ¡Sólo los piadosos creen que el Maligno tiene estos poderes!

—¡Salva la vida del chico —suplicó—, y estaré en deuda contigo!

Así que era nuestra en lo sucesivo. No como cliente. Simplemente nos había cedido su alma. Por desgracia, estos cambios nunca son completos e inmediatos. Pero al menos ahora teníamos cierta influencia sobre ella.

Klara fue un verdadero triunfo. En cuanto Alois hijo empezó a moverse, ella se convenció de que había recibido nuestra respuesta directa. Sintió toda la pesadumbre de haber formulado un juramento innegociable. A diferencia de tantos otros con los que traficamos, Klara era la responsabilidad por excelencia. Sentía, por lo tanto, el corazón mutilado y estaba consternada por la pena que debía de haberle causado a Dios. ¡Qué gran monja habría sido!

Nuestra ganancia más importante fue Adi. Había visto a su padre derribar a golpes al joven Alois. Había oído a su padre proferir un gemido notable por la profundidad de su aflicción. Después, cuando el chico empezó a moverse, Adi vio a su padre entrar trastabillando en el bosque, con arcadas de estómago y el pastel de manzana de Klara saliéndole por las narices. En consecuencia, como no podía respirar, Alois tenía que evacuar del esófago una bala de cañón. El almuerzo del mediodía le subía y bajaba en el gaznate. Pero una vez en el bosque, en cuanto cesaron las arcadas, comprendió que no podía volver a la casa. Necesitaba un trago. Era domingo, pero encontraría algo en Fischlham.

Ya hemos gastado tiempo de sobra en Alois. Mi atención se centraba en Adi. El niño lo había evacuado todo: orina, heces, comida. Le tenía desquiciado el miedo de que su padre regresara y le tumbase a golpes en el suelo. Yo no podía desaprovechar una ocasión tan directa de ejercitar algunas mañas. Grabaría aquella zurra en la memoria de Adi. Una y otra vez, envié a su mente las mismas imágenes, hasta que —dada su certeza de que cuando volviera su padre todo estaría perdido también para él— logré imprimirle una visión clara de sí mismo tendido a las puertas de la muerte a causa de la paliza que le había propinado su padre. No sólo le dolían los miembros, sino la cabeza. Era como si acabara de levantarse del suelo donde le habían tumbado.

Años después, en el apogeo de su poder, Adolf Hitler seguiría creyendo que había recibido una paliza casi mortal. Muchas noches de la Segunda Guerra Mundial, en el cuartel general de Prusia oriental para el frente ruso, contaría el episodio a sus secretarios sentados a la mesa después de la cena. Hablaba con elocuencia.

—Por supuesto, merecía una tunda —decía—. Le causaba verdaderos problemas a mi padre. Recuerdo que mi madre estaba deshecha. Me quería tanto, mi querida madre.

De sí mismo recordaba que había sido tan valiente como Alois hijo; sí, se había enfrentado a su padre.

—Creo que por eso tuvo que pegarme. Debí de merecerlo. Le dije cosas terribles, palabras tan espantosas que no puedo repetirlas. Es probable que me tuviera merecida aquella paliza. Mi padre era un hombre excelente, fuerte, honesto, un austriaco que era un alemán auténtico. Aun así, no sé si un padre debe golpear a su hijo hasta dejarlo al borde de la muerte… Estuvo en un tris de matarme.

Sí, contaba tales historias de su infancia que a sus oyentes se les saltaban las lágrimas y se les entristecía el corazón. No surgió de repente, aquel lecho de roca inmaculado de una mentira que yo grabé en los pliegues del cerebro donde la memoria está en estrecho contacto con la falsedad. Mi arte consiste en suplantar un recuerdo auténtico por otro falso, y cuyas exactitudes vengan a eliminar un antiguo tatuaje con el fin de sustituirlo por otro.

Además, aquella falacia me permitiría desarrollar la futura incapacidad de Adi para decir la verdad. Para cuando inició su carrera política, estaba en posesión de una madeja de mentiras tan complejas que satisfacían hasta la necesidad más nimia. Sabía sortear la verdad por un pelo o subvertirla totalmente.

Trabajar a un cliente como es debido es, como digo, un proceso lento, y llevó muchos años convertir aquel particular entramado de su psique en un tinglado completo de mendicidades múltiples. El adulto habría estado dispuesto a morir con la certeza de que estaba diciendo la verdad cuando contó que su padre había estado a punto de matarle a golpes. De vez en cuando, todavía me tomo la molestia de reforzar el soporte de esta mentira absoluta. Valía la pena. El Maestro, en efecto, muchas veces destacó mi labor en esta materia:

—Este método es la mejor manera de usurpar los servicios de un gran dirigente político —nos dijo—. No tienen que distinguir entre la verdad y determinadas mentiras. Nos son de una utilidad notable cuando ni siquiera saben que están mintiendo, porque la mentira es vital para sus necesidades.

El castillo en el bosque
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