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En mayo del año siguiente, 1904, además de obtener otro boletín de notas mediocres, Adolf suspendió francés. Otro examen le aguardaba en otoño. Le pusieron aprobado, pero el director se mantuvo inflexible respecto al episodio con Herr Schwamm. Declaró que si Adolf Hitler quería cursar su último año en la Realschule, no sería en Linz donde lo hiciera. En represalia, Adolf se dijo: «Nunca permitiré que esta escuela vuelva a insultar mi inteligencia».

Klara resolvió el problema enviándole a una ciudad llamada Steyr, a unos veinticuatro kilómetros de Leonding. Allí pudo terminar sus estudios en la Realschule. Gracias la pensión, Klara pudo sufragarle el alquiler de una habitación en vez de tener que pagarle el viaje diario de ida y vuelta en tren. Así que desde la noche del domingo hasta la tarde del viernes Adolf vivía en casa de una mujer que también alojaba a otros cuatro estudiantes. Era cometido de Frau Sekira que sus pupilos estuvieran razonablemente bien alimentados y que hicieran sus deberes escolares. De hecho era maternal con ellos. Adolf siempre se dirigía a ella de un modo formal y luego se iba a su cuartito a leer y dibujar. Sin embargo, sus notas en la Realschule de Steyr no fueron mejores que en Linz y al final incluso volvió a suspender francés. En otoño de 1905 tendría que pasar un examen de repesca para graduarse.

El verano siguiente, Klara llevó a Paula y a Adolf de nuevo a Spital, pero en septiembre él se desplazó a Steyr para su examen de francés. Esta vez aprobó y recibió su certificado de graduación. Para celebrarlo, él y algunos de los nuevos huéspedes de Frau Sekira decidieron organizar una fiesta. Uno de los chicos había llevado cuatro botellas de vino de su casa y tuvo la generosidad de compartirlas.

—Mi padre dijo que es bueno comportarse como un cerdo una vez al año. Es lo que dijo mi padre: hazlo una vez, no dos.

Todos aplaudieron al progenitor ausente.

Aquella noche los estudiantes trasnocharon y al final Adolf declaró: «Estoy tan borracho como mi padre estaba siempre», y se quedó dormido en el suelo. Por la mañana no encontró su certificado. Lo llevaba guardado en el bolsillo, pero había desaparecido. Como aquel día, más tarde, volvería a casa, tenía que llevar algo que enseñar a su madre. Ella no creería que se había graduado si no le mostraba el certificado. Buscando una explicación, pensó en que podría decirle que en el tren había desdoblado aquel precioso papel para regocijarse mirándolo, pero como hacía calor había abierto la ventanilla del vagón. ¡Sin más, una ráfaga de viento se lo había arrebatado de las manos! Pero cuando salió a la calle para despejarse, comprendió que no bastaría una historia semejante. Resultó que hacía frío aquel día.

Cuando se disponía a despedirse de Frau Sekira, le mencionó su problema. Ella le sugirió que no intentase engañar a su madre.

—No es nada aconsejable —dijo—. Si se cree tu historia te sentirás muy culpable. Y si tu madre lo descubre será todavía peor.

Durante el año escolar, sólo había sido una mujer que le servía la comida todos los días y le cambiaba las sábanas todas las semanas. Ahora se había convertido en un singular y deferente ser humano. Angustiado, él preguntó:

—¿Qué hago?

—Oh —dijo ella—, di en la escuela lo que te ha pasado. Quizás no estén muy contentos, pero sin duda te darán una copia.

Así que Adolf volvió a una escuela a la que pensó que nunca volvería y el rector le hizo esperar. Al fin y al cabo, era día de matriculaciones. Pero cuando el rector le hizo pasar, fue para abrir un armario cerrado con llave y sacar una pesada bolsa de papel. Tras lo cual dijo:

—Tu certificado está aquí dentro. Lo han roto en cuatro pedazos. Enseguida verás cómo ha quedado. —Miró fijamente a Adolf—. Una cosa es que un alumno celebre su graduación cuando se alegra de haber aprobado. Por fin puede permitirse pensar que ha dado un paso importante hacia su futuro. Otra cosa, sin embargo, Herr Hitler, es incurrir en una embriaguez que culmina en actos infames. —Sacudió la cabeza—. Veo por la falta de comprensión en su cara que ni siquiera recuerda el acto vil que cometió.

Aquello se estaba asemejando a cuando estuvo delante del cura de nariz larga que le había pillado fumando.

—Señor, ¿qué he hecho? —alcanzó a decir—. Tenga la bondad de decírmelo.

—Mi querido Herr Hitler, tendré exactamente la bondad de decírselo. ¡Cogió este documento y depositó su suciedad encima! —Con las manos temblorosas de asco, entregó la bolsa a Adolf—. No consigo creer que algún alumno de su escuela haya cometido una bestialidad semejante. Hará bien en pensar que pasará por la vida sin aprender nunca a controlar sus impulsos malsanos. ¿Debo escribir a su madre? No, no lo haré. Lo más probable es que sea una buena mujer que no merece tan apestosa vergüenza. En cambio, va a jurarme usted que a partir del momento en que salga de este despacho, no volveré a verle la cara. Asegúrese de no abrir la bolsa hasta que haya abandonado los muros de esta escuela.

Adolf asintió. Ahora ya se acordaba. Sí, había cogido el certificado y se había limpiado el culo con él. El momento revivía. ¡Se había sentido investido de tal grandeza interior! Cómo le habían aplaudido sus compañeros de farra. El culo de Adolf era ya superior a toda aquella estupidez académica.

Lo que empeoró las cosas fue tener que preguntarse cómo lo habría descubierto el rector. Sólo había una explicación. Se lo habría contado uno de los cuatro estudiantes con los que había estado bebiendo. Pero ¿cuál de los cuatro? No quería averiguarlo. Una confrontación de este tipo aumentaría su vergüenza. ¿Y si el chivato era uno de los dos chicos más grandes que él? Era lo más probable.

Ya en casa de Frau Sekira pasó un largo rato en el lavabo limpiando y secando el certificado. Después pegó los pedazos en otra hoja de papel. Así tendría una prueba de que había aprobado el examen. Encontraría alguna explicación que darle a Klara.

«Oh, madre, cuanto más lo miraba más cuenta me daba de cuánto te has sacrificado por mí y lo poco que yo lo había comprendido. Lo rompí para no echarme a llorar como un bebé». Sí, se dijo Adolf, esto colaría.

Sin embargo, hubo de seguir preguntándose cuál de los cuatro estudiantes había sido el traidor. ¡Podrían haber sido los cuatro! Decidió que nunca volvería a beber. «El alcohol es para los traidores», se dijo. Olió muchas veces el documento para cerciorarse de que ya sólo olía a polvos de talco.

Tengo que decir que ningún suceso desde la muerte de Alois había estado tan cerca de quebrar el sentido de personal importancia que tenía Adolf. No obstante, yo había erigido una empalizada tan protectora alrededor de su visión de sí mismo que ni siquiera este episodio representó un desastre.

El castillo en el bosque
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