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La misma noche de abril en que durmieron por primera vez en la casa de Hafeld, Klara se quedó embarazada. Hasta entonces había permanecido con los niños en Passau. Edmund estaba enfermo, y era invierno. Además, Alois no podría reunirse con ellos en la granja definitivamente hasta que se jubilase, a finales de junio. En abril, sin embargo, Klara decidió afrontar las dificultades y, justo después de Pascua, acompañado de Angela, Adolf, Edmund y el conjunto de sus pertenencias, realizó la mudanza a Linz. La dificultó aún más el hecho de que Alois hijo no pudo ayudarla con el equipaje: había tenido que quedarse alojado en casa de una vecina hasta el fin del curso escolar. Pero Angela le sirvió de gran ayuda. Había insistido en no terminar su curso y acompañar a Mara.
—La escuela no es tan importante —dijo Angela—. El año que viene compensaré el tiempo que he perdido, pero ahora me necesitas en la granja. Quiero estar allí contigo.
Tenía razón. Klara lo sabía, y se conmovió. Yo diría que fue el momento en que empezó a querer a Angela como a una verdadera hija. Klara era lo bastante sagaz en su inocencia para saber que la niña era sincera. Le gustaba la escuela pero le preocupaba más el bienestar de Klara, y ésta a su vez se convirtió en algo más, mucho más que su madrastra.
Pese a los contratiempos, subieron temprano a un tren en Passau y el marido la esperaba en la estación de Linz con un carro y dos caballos de tiro para transportar los baúles, maletas, cajas de embalaje y paquetes a lo largo de los cerca de cincuenta kilómetros que faltaban hasta Hafeld.
Este recorrido duró desde el mediodía hasta la noche, pero el día había sido caluroso y Alois, para sorpresa de todos, distrajo a los niños con una canción tras otra: tenía una voz potente y Klara, que tenía un timbre claro, aunque delicado, de soprano, le acompañaba cuando conocía la letra. Alois estaba de un humor extraño, y orgulloso de su destreza con los caballos y el carro. Hacía años que no había montado en una calesa y a punto había estado de alquilar un cochero, pero en vista de sus responsabilidades inminentes de labrador asumió el transporte él mismo.
El propietario anterior —tal como era la usanza del lugar— había llenado cada chimenea de leños y astillas, y las habitaciones no tardaron en caldearse. Un bote de sopa de patatas, pan y paté de hígado les proporcionó una cena suficiente. Se acostaron contentos. Alois pasaría con la familia el día siguiente, antes de llevar de vuelta a Linz el carro alquilado.
La primera noche, sin embargo, también se dispuso a tomar posesión de la vivienda. A la luz de la lámpara de gas del dormitorio, vio que Klara lucía un buen color, nada pálido, y cuando se lo dijo ella se rió alborozada.
—Tú también, tío —dijo—. El sol te ha puesto la nariz muy roja.
—Ach —dijo él—, sigues llamándome tío. Hace diez años que nos casamos y ¿qué soy yo para ti, todavía? ¿El tío Alois? ¿Te refieres al bueno del tío Alois?
—No —dijo ella—, estamos muy orgullosos de ti. Hoy. Muchísimo. Los caballos y el carro. Tú lo has hecho todo. Y qué bien. Algo que nunca habías hecho.
—Bueno, sé hacer un montón de cosas que tú no sabes. No soy tan simple como crees.
—No creo que seas simple —dijo ella—; no, no lo pienso.
—Sí, dímelo. ¿Qué piensas, sobrinita?
No era frecuente que ella se atreviera a hablarle con tanta franqueza, pero aquella noche, que en definitiva era excepcional, le dijo:
—No sé por qué nunca me dices que me quieres.
—Quizás —contestó él— porque sigues llamándome tío.
Para asombro de Alois, la respuesta de Klara fue lo más cerca que ella había estado de hablar de una forma que sin la menor duda era propia de otro tipo de mujeres.
—Quizás te llamo tío —dijo ella— porque eres un grande y saludable pedazo de tío.
A él esto no le pasó inadvertido. El sabueso tiró al instante de la correa.
—¿Cómo sabrías cuál es el tamaño de un tío sano? —preguntó.
—No lo sé. Pero soy libre de imaginarlo. Eres un tío grandísimo.
Así se quedó embarazada. Él se excitó tanto que la poseyó junto a la cama, los dos de pie, medio vestidos, y después otra vez en la cama. Rebosaba de amor, primero por él mismo y por su proeza: qué hermosa fuerza a su edad. Luego sintió cierto amor por ella, amén de un grado considerable de amor por la granja. Era una hermosa parcela. Hasta le complacía la idea de acercarse un poco más a sus hijos, es decir: se veía trabajando a su lado en los campos. A punto de dormirse, pensó, en cambio, en abejas explorando los prados en verano. Estaba insólitamente encantado con la potencia que aún poseía su pelvis. Con encontrarla allí integra aquella noche, justo cuando empezaba a tener dudas.
Incluso estrechó a Klara en sus brazos, cosa que raras veces hacía, y cuando despertó para atender a las urgencias de la vejiga, estuvo a punto de derribar el orinal de una patada. Trastabillaba en la oscuridad, extraviado en el nuevo dormitorio, y Klara se reía. Después le rodeó con los brazos cuando él volvió a la cama.
—Soy feliz —dijo ella—. Creo que éste será nuestro sitio.
—¡Silencio! —bramó él—. ¡No seas gansa! No se hacen predicciones idiotas.
Sí, Alois sentía la tierra de la granja, aquellos tres acres que les circundaban por delante y por detrás, y se sintió tan supersticioso como cualquier campesino de su infancia. Una persona no debía airear como Klara felices presentimientos en el aire vacío de la noche. ¡Al menos, no en voz alta! ¿Era una noche tan vacía, de todos modos? ¿Quién sabía si habría alguien escuchando?
Por la mañana, Klara intuyó la impaciencia con que Alois quería terminar de deshacer el equipaje. Quería salir a recorrer sus tierras. Por tanto, ella asumió la mayor parte de las tareas inmediatas mientras él llevaba a los niños a visitar el establo, Adi y Edmund acurrucados contra su padre ante la inmanencia animal de los dos caballos, la vaca y la cerda que habían sido incluidos en el precio de compra. Eran animales enormes y la cerda despedía un olor inaguantable.
Bueno, Alois dijo a Adi y a Edmund que volvieran a la casa para ayudar a su madre. Era una broma. Klara tendría que ordeñar la vaca, alimentar a la puerca, almohazar al caballo y ocuparse del gallinero, pero él necesitaba recorrer sus tierras solo. Tenía que tomar bastantes decisiones. De modo que una vez más examinó el estado de los nogales y los árboles frutales. La última vez que los había visto había bastante nieve en el suelo, pero los árboles parecían sanos y las grandes ramas aparentaban poseer integridad, fuerza, una derechura aceptable, no demasiadas formas torturadas que indicaran secuelas de tormentas tremendas cuando los árboles eran jóvenes.
Comprendió que en verdad apenas había inspeccionado el lugar antes. Le bastó con que el precio fuera razonable y con que la casa tuviera una hermosa vista. Había tenido que apresurarse: no podía pasar días yendo y viniendo de Linz.
No obstante, la compra no le satisfacía tanto como había previsto. Al recorrer los prados y subir el único repecho de su nuevo dominio, descubrió que el terreno era menos extenso de lo que recordaba, eran exactamente nueve acres, un buen tamaño para un desfile de tropas. De otro lado, tres o cuatro acres valdrían para un campo de patatas decente y manejable. ¿Plantaría remolachas en otro acre? ¿Podría plantar aquel año? Ahí estaba el problema. No podría empezar hasta el final de junio, o a principios de julio, pero por esas fechas ya habría vuelto Alois hijo, terminado su curso, y sí, quizás pudiesen comenzar algún arado tardío.
Mientras tanto se sintió decepcionado. Tuvo que reconocer —una vez más— que aquel verano aún no podría criar abejas. El grueso del proyecto tendría que esperar. La recogida de miel comenzaba en abril y apenas duraba hasta septiembre. Había que estar allí desde el principio. Debía esperar, en suma. De acuerdo, disponía de nueve meses para prepararlo todo, a partir, como mínimo, del momento en que volviera allí para quedarse permanentemente, en junio, a fines de junio, y le asaltó al pensarlo un inesperado y muy desagradable escalofrío anticipatorio. ¿Sabía lo que estaba haciendo? Era un pensamiento que tuvo que relegar a la trastienda de su cerebro. Llevaba muchos años controlando sus sentimientos, y no estaba dispuesto a perder el control.