6

Tras la partida de Klara, fue Fanni la que más sufrió. Se habían ido también las confidencias mutuas que se habían hecho. Las dos habían aprendido mucho: eran tan amigas y tan distintas. Todo acabó, sin embargo, porque Klara no sabía mentir. Se ponía colorada como un tomate cuando Fanni sugería lo que había entre ella y el tío Alois. (Como Klara le llamaba tío, a Fanni se le había contagiado).

—Confiesa —decía Fanni— que tú también quieres acostarte con el tío.

—No —respondía Klara, y sentía como si se le mancharan las mejillas si no decía la verdad—. Sí, hay veces que sí, por Dios, me apetece. Pero debes saber que no lo haré, no lo haré nunca.

—¿Por qué?

—Porque está contigo.

Ach —dijo Fanni—, a mí eso no me detendría ni un minuto.

—Quizás a ti no —dijo Klara—, pero yo recibiría un castigo.

—¿Eso es algo que sabes?

—Lo sé, sí.

—Quizás no —dijo Fanni—. Le dije al tío que me moriría si le dejaba hacerme un hijo, pero ahora lo veo de otra manera. Quiero un bebé, estoy cerca de tenerlo.

—Lo tendrás —dijo Klara—. Y confía en mí. Yo nunca estaría con el tío Alois. Tú eres su mujer. Es mi juramento.

Se besaron, pero hubo algo en el aroma del beso que a Fanni le inspiró desconfianza. Los labios de Klara eran firmes y llenos de temperamento, pero no del todo. Aquella noche Fanni soñó que Alois hacía el amor con Klara.

Antes de marcharse, Klara lloró sólo un poco.

—¿Cómo puedes echarme? —preguntó—. Te lo juré.

—Dime en qué se basa esa promesa tan sagrada —dijo Fanni.

—Lo juro por la paz de mis hermanos y hermanas difuntos. No era la mejor respuesta. Fanni tuvo la idea súbita de que Klara también podría estar ocultando a una bruja en su interior; en definitiva, quizás había detestado a sus hermanos, al menos a algunos de ellos.

A través de la inspección de finanzas, Alois hizo trámites pertinentes para Klara en Viena. Obtendría un empleo limpio y retribuido en la casa de una anciana pudibunda. (Alois estaba resuelto a proteger la castidad de Klara). O sea que al cabo de cuatro años de trabajo bueno y honrado en la fonda, durmiendo cada noche en el más pequeño de los cuartos de la servidumbre, Klara metió sus posesiones en el mismo arcón modesto con el que había llegado y dejó la Gasthaus rumbo a su nuevo empleo en Viena.

Aunque Fanni estaba ahora más a gusto con Alois, el mejor estado de ánimo podía, no obstante, desvanecerse en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cómo podía estar segura de que su desconfianza hacia Klara había sido un temor sincero? ¿Y si procedía de un despecho tan cruel como un dolor de muelas? Sabía que estaba llena de despecho. Por eso se llamaba bruja a sí misma.

Tal como había previsto, estaba ya embarazada. El hecho la satisfacía, pero los remordimientos persistían. Había despedido a la chica más dulce que conocía, y en ocasiones estaba a punto de pedirle a Klara que volviera, pero entonces pensaba: ¿y si Alois llega a preferirla? Entonces la chica quizás no fuera fiel a su juramento. ¡Qué injusto sería con el hijo en camino!

Catorce meses después de que Anna Glassl recibiera la sentencia de separación, Fanni dio a luz a un niño al que su padre, sin vacilar, llamó Alois. Sin embargo, aún no podían llamarle Alois hijo. El nombre tenía que ser todavía Alois Matzelberger, cosa que disgustaba a Alois Hitler. Atravesó un período en que recordaba lo que se había esforzado en olvidar: que un niño podía sentirse tan vacío como un estómago cuando tenía que andar por el mundo sin más apellido que el de su madre. Ahora Alois padre se acostaba todas las noches maldiciendo a Anna Glassl.

No era un hombre que se entregara a una maldición. Para él era lo mismo que gastar una cantidad de oro personal. Sin embargo, lanzaba su maldición cada noche, y en ella había veneno. En suma, no le sorprendió tanto la muerte de Anna Glassl. ¡Que fue de lo más repentina! Este curioso suceso no ocurrió hasta catorce meses después del nacimiento de Alois y cuando Fanni estaba otra vez en avanzado estado de gestación, pero Alois seguía pensando que su anatema podría haber surtido efecto. Lo veía como un pago cuantioso por una conclusión necesaria: cuantioso porque siempre podía haber consecuencias imprevistas.

En realidad, el certificado de defunción de Anna decía que se desconocía la causa de la muerte. Esto convenció a Alois de que se había suicidado. No le gustó la idea. No era un hombre supersticioso, no al menos, comparado con su incredulidad en la presencia cercana de Dios y del demonio. Más bien, como explicaba de buen grado tomando una jarra de cerveza, depositaba su fe en los procesos sólidos e inteligentes de unas formas fidedignas de gobierno. Dios, por muy augusto y remoto que fuera, indudablemente miraba al gobierno del mismo modo que Alois: como el cumplimiento humano de la voluntad divina, siempre que dicha voluntad la ejerciesen funcionarios tan escrupulosos como él. Alois no había extraído esta idea de Hegel, no había leído una palabra de este autor, pero ¿qué falta le hacía? Él y Hegel estaban de acuerdo; el poder de este concepto tenían que respirarlo todos. Para Alois era una evidencia.

Con arreglo a esta premisa, Alois prefería, en consecuencia, que la muerte tuviese una causa netamente definida. Podía causarla un apéndice perforado o la tuberculosis, de la que, sin ir más lejos, había muerto su madre Anna Maria. El suicidio, por el contrario, le intranquilizaba: le gustaba quedarse dormido enseguida (como les decía a sus compañeros de bebida), «con un pedo y un ronquido». Le desvelaba la idea de que Anna Glassl se hubiese suicidado. Habría ido al funeral, pero no quiso someter aquel nuevo desasosiego nocturno a la visión de la cara de Anna en el féretro. Y no asistió a la ceremonia. Lo cual fue otra sabrosa comidilla para la ciudad.

En cualquier caso, al margen de cómo hubiese muerto Anna Glassl, lo importante era que ella ya no estaba. Por consiguiente, él podía casarse con su barragana, su nueva mujer, Franziska Matzelberger, y así lo hizo. El segundo hijo llevaba ya sus buenos siete meses en el útero y la barriga de Fanni empezaba a parecer tan grande como el melón premiado en una exposición agrícola. Alois tenía cuarenta y seis años, ella veintidós y la boda se celebró en otra ciudad, Ranshofen, situada a unos seis kilómetros de Braunau y a otros seis más, incómodos, de vuelta para la novia encinta.

Ella había jurado que el casamiento no se celebraría en Braunau. No sólo a causa de que la miraban las mujeres. Los jóvenes se reían por lo bajinis al verla pasar.

Alois estaba enfadado. Era un coste extra transportar en un carruaje alquilado a los dos funcionarios de aduana a los que había invitado. No era un dispendio excesivo, pero aun así era superfluo. Además, Fanni le había decepcionado. Su nueva esposa no estaba tan dispuesta a afrontar a la gente como debía.

Por añadidura, era una madre nerviosa. Insistió en tener a su segundo bebé en Viena. Le dijo a Alois que una comadrona no sería allí tan desdeñosa. En su situación, alegó Fanni, ¿quién se fiaría de una mujer de Braunau? Más gastos.

Anna Glassl, a pesar de todos sus defectos, había sido una señora: a regañadientes decidió que nunca podría decir lo mismo de Fanni. Tampoco lo esperaba de ella, la hija de un granjero, pero algo había progresado en aquel sentido. Ahora todo iba hacia atrás. Cuando la conoció, Fanni se movía bien, era rápida, encantaba a los huéspedes de la fonda cuando les servía. Alois pensaba que era de lo más ingeniosa para ser una camarera. Ahora gritaba a los criados: toda su fogosidad se había concentrado en el mal genio. Las habitaciones que ocupaban estaban descuidadas. Cuando él sugirió que llamaran a Klara, Fanni no calló en toda la noche.

—Sí —dijo ella—, y así le podrás hacer lo que me hiciste a mí.

¡Pobre Anna Glassl!

¡Pobre Anna Glassl! Llegó a comprender que Fanni debía de soñar con Anna. ¿No podían avanzar como marido y mujer? Llegó a la conclusión de que el suyo no era el mejor matrimonio posible. No era cuestión de librar la misma pelea todas las noches.

Fanni pasó dos semanas en Viena antes de que naciera su hija Angela, y durante ese tiempo Alois tuvo que pagar a una niñera para que atendiese a Alois hijo. Antes de terminar la semana, el padre había seducido a la niñera. Era quince años mayor que Fanni, maciza e incansable en la cama, pero él podía dormir porque ella se levantaba sin queja en mitad de la noche cuando el niño llamaba a su madre llorando.

Hasta entonces Alois le había sido fiel a Fanni. Ahora la única manera de que la niñera resultase más tolerable era alternarla con la cocinera. Fanni volvió de Viena con aspecto débil y cansado y no tardó mucho en enterarse de todo. No le gritó a su marido. Lloró. Confesó que no se encontraba bien y él, por su parte, no tenía paciencia para aguardar a que un enfermo se recuperase. Era una bestia, le dijo Fanni.

Habían vivido juntos casi tres años hasta que pudieron casarse, pero cuando Angela cumplió su primer año Fanni estaba gravemente enferma. Mostraba todos los síntomas de una dolencia cada vez más profunda. Pasaba de accesos de malhumor a la histeria, y de aquí a perder el interés por su marido, amén de una incapacidad para ocuparse de sus dos hijos. Un médico le dijo que padecía un principio de tuberculosis. Llamaron a Klara a Viena para que atendiese a Alois hijo y a Angela mientras Fanni abandonaba la fonda para trasladarse a una pequeña ciudad llamada Lach, en medio de un bosque denominado Lachenwald, «Risa en el bosque», pero ni el nombre ni el buen aire forestal lograron restablecerla. Pasó en Lach los diez meses que le quedaban de vida.

El castillo en el bosque
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