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La mañana del 3 de enero de 1903, Alois no se encontraba muy bien y en su paseo diario a través de Leonding decidió detenerse en la Gasthaus Steifer para tomar un vaso de vino. Para animarse, evocó un antiguo recuerdo.
Un día, en la aduana, muchos años atrás, se encontró con una caja de puros cuyo precinto había sido cuidadosamente retirado y luego vuelto a encolar. Lo dedujo gracias a un fino ribete de pegamento en el borde del sello. Acto seguido, abrieron la caja para examinarla y descubrieron un diamante escondido debajo de los puros. Estuvo incluso tentado de quedárselo. El contrabandista —un viajero bien vestido— estaba dispuesto a cualquier arreglo para que no le detuvieran. Alois, sin embargo, se temió una trampa. Además, tenía a gala su honradez. Nunca había incurrido en artimañas semejantes. Aun cuando aquella vez tuvo una tentación —la piedra preciosa parecía valiosa—, la entregó a las autoridades. El gesto, sin duda, contribuyó a adelantar su ascenso.
Había utilizado más de una vez este recuerdo como un tónico para su estado de ánimo, pero ahora, en la Gasthaus Steifer, no experimentó el placer que esperaba con el primer sorbo de vino. Por el contrario, se desplomó, para consternación de los pocos bebedores presentes aquella mañana de sábado. Su último pensamiento fue en latín: Acta est fabula. Lo dijo en voz alta y perdió el conocimiento, orgulloso de haber recordado las últimas palabras de César: «¡La obra ha terminado!».
El posadero y su dependiente le llevaron a un cuarto lateral vacío. El camarero quiso llamar a un sacerdote, pero el dueño de la taberna dijo:
—¡No creo que Herr Alois quiera uno!
—Señor —dijo el camarero—, ¿se puede estar seguro en estas cosas?
El posadero movió la cabeza.
—Muy bien, ve a buscarle.
Pero sucedió que el cliente ya estaba muerto cuando llegó el cura, muerto de una hemorragia pleural que un médico certificó poco después.
Klara llegó con los niños unos minutos más tarde y Angela empezó a sollozar. Fue la primera que vio el cuerpo de su padre. Extendido en la mesa, parecía de cera. Adolf rompió a llorar. Estaba aterrado. Había soñado con la muerte de su padre tantas veces que cuando el camarero llegó corriendo a la casa, Adolf no creyó la noticia. Estaba seguro de que su padre simplemente simulaba estar muerto. Sería su manera de despertar un poco de compasión en su familia. En efecto, incluso cuando corrían por las calles hacia la Gasthaus, Adolf siguió convencido. Sólo se sintió abrumado cuando vio el cadáver. Lloró muy alto y sin parar. Su necesidad inmediata era ocultar cada último deseo que había abrigado de que se produjera el fallecimiento paterno. Era como si cuanto más llorase más creería Dios que lamentaba la pérdida. (Estar seguro del interés de Dios por él era ya una piedra angular de su vanidad; una de mis mayores aportaciones).
El 5 de enero, el día del funeral, lloró en la iglesia. Para entonces, sin embargo, se había convertido en un esfuerzo conseguir que brotasen lágrimas suficientes para impresionar a los hombres y mujeres que pudieran estar observándole. Yo, por mi parte, tuve que persuadirle de que Dios no estaba enfadado con él. En consecuencia, me presentaba de nuevo como su ángel de la guarda. Aunque en ocasiones podemos aliviar el temor del Señor aumentando la conciencia que tiene nuestro cliente de que el poder superior le ama, es una tarea peliaguda, ya que cuanto más nos empeñamos en ella tanto mayor es el riesgo que corremos de que el cliente reaccione con la piedad necesaria para atraer la atención de los Cachiporras, que a su vez serán especialmente vengativos con nosotros porque nos hemos atrevido a imitarles.
Por ejemplo, en una ocasión en que actué como ángel de la guarda de otro cliente, uno de los Cachiporras me arrojó escaleras abajo de piedra. Quizás cueste imaginarlo, pero los espíritus también pueden sufrir una mala caída. Como por entonces yo no era corpóreo, no hubo piel que pudiera magullarse, pero, oh, ¡qué paliza para mi presencia íntima! El acero y la piedra son materias duras cuando entran en contacto con el espíritu. Por eso las prisiones están construidas con esos materiales.
Pero no debo desviarme del funeral. Tuve que preparar a Adolf para impostar un buen número de facsímiles de aflicción. Era evidente que afrontábamos una exigencia totalmente distinta del primer acceso de llanto cuando vio a su padre muerto. Ahora, para emitir algunos sollozos, tuvo que arrancar briznas de recuerdo de las pocas conversaciones buenas que había tenido con Alois. Ayudó que admiraba (aunque de mala gana) su forma de hablar. Pero quizás no fuera suficiente para estimular el pozo seco de una tristeza tan empobrecida. Por fin, optó por pensar en el día en que fueron por primera vez a la casa de Der Alte. De esta evocación brotaron lágrimas, pero fueron por la muerte de Der Alte.
Así pues, el llanto, a la vista de todo el mundo en la iglesia, hubo de convivir con inhibiciones persistentes. Los sollozos cesaban cada vez que rememoraba el cuerpo de Alois en la Gasthaus Steifer, y sólo pudo llorar en serio al pensar en lo atroz que había sido para Der Alte morir solo y que no le encontraran durante varias semanas. Habida cuenta de estos impedimentos, estuvo muchas veces al borde del hipo.
Klara se sentó al lado de Adolf en aquella ocasión, pero su sensibilidad materna, nunca muy alejada de la telepatía, captó que su hijo pensaba en abejas. Recordó cómo Adolf hablaba en Hafeld a las cajas Langstroth las noches en que Alois estaba en la taberna de Fischlham. Se preguntó si podría al menos depositar una corona sobre la colmena vacía que aún perduraba al fondo de la casa de Leonding. La última y pequeña colmena de Alois sólo les había dado una rentabilidad escasa, pero en Hafeld, siguiendo las viejas costumbres de Spital y Strones, ella se había obstinado en hablar a las colmenas y contarles lo que acontecía en la familia. En su infancia le habían dicho que daba mala suerte no hablar con tus abejas. Ellas esperaban esta atención. Pero si tenías el infortunio de ver a un enjambre posarse en una planta muerta, caramba, entonces iba a morir un miembro de tu familia.
Cuando Alois instaló en Leonding la colmena nueva, ella le había hablado de esta práctica y le preguntó si le gustaría que ella les hablara. Él se rió.
—Le vería sentido si se tratara de una auténtica casa de abejas como la que tenía Der Alte. Cuando has hecho una gran inversión evitas cualquier cosa que la ponga en peligro. Así que, por supuesto, unas supersticiones no hacen daño, ¿y cómo saber que no ayudarán? Pero si insistes, suéltales un discurso a las abejas y cuéntales todo lo que se puede saber de nosotros. Intentarán transmitir estos chismes a los periódicos —dijo, y la sonora hilaridad por su propia broma bastó para que ella se arrepintiera de habérselo dicho.
Klara se acordó de que, sólo seis meses antes, Alois había maldecido amargamente cuando su colmena se alejó volando. Había sido el fin de aquella empresa en Leonding. El sueño infeliz que él había tenido en Hafeld seis años atrás de que sus abejas le abandonarían se había cumplido en el verano de 1902.
En el funeral, medio año después, ella estaba convencida de que aquella deserción de las abejas había contribuido a provocarle la hemorragia pulmonar. Lo sabía. Alois había tenido miedo de trepar al árbol donde ellas se habían congregado. De hecho, sabía en qué árbol se habían instalado, pero fingió que lo ignoraba. Sí, Klara lo sabía. Fue porque él no se sentía capaz de subir a un árbol. Por tanto, para compensarlo, había optado por bajar al sótano todo el cargamento de carbón. ¡Qué acción más estúpida! La desilusión de Alois con Adolf, su desengaño con respecto a Paula… No, no debía rememorar todo esto, ni por un momento. ¡Ni atreverse a pensar en Edmund! Pestañeó ahuyentando una pena insondable. Había que llorar decentemente en un funeral, y ella tenía ganas de gritar.
El panegírico del sacerdote resultó aceptable. Klara había decidido no decirle nada de lo irreligioso que era su marido, aun cuando sabía que él debía de haber oído muchos rumores. De todos modos, aquel cura hizo una descripción digna del servicio prestado por Alois al imperio. Lo cual, dijo el cura, también podría ser deseo de Dios.
Más tarde, después del funeral, cuando la gente acudió a visitar la Garden House, Klara intentó convencerse de que la congoja de Adolf era sincera. De nuevo optó por decidir que había amado a su padre. Era sólo que los dos habían estado demasiado ensimismados en su orgullo respectivo, y éste tenía por fuerza que convertirse en animadversión. Eran hombres. La cólera era natural en ellos. Pero por debajo había amor. Un amor que no podía expresarse fácilmente. Sin embargo, en años venideros, volutas de pena vagarían por el alma de Adolf, una pesadumbre que poseería toda la ternura de una bruma. Así lo había decidido Klara.
Si bien la ceremonia tuvo lugar un día glacial en que las carreteras estaban heladas, los árboles pelados y los cielos oscuros, prácticamente todas las personas que conocían en Leonding habían asistido, así como los colegas del difunto del servicio aduanero de Linz. Karl Wesseley se había desplazado desde Praga. Habló con Klara un ratito y dijo:
—Oh, nos chinchábamos sin misericordia, Frau Hitler, y cómo nos reíamos. Alois, como sabe, adoraba la cerveza y yo prefería el vino. «No eres más que un austriaco», le decía yo, «y por eso bebes cerveza como un alemán, pero nosotros los checos somos tan civilizados que disfrutamos el vino». Cómo bromeábamos. «Ach! Vosotros los checos», me decía entonces él, «sois crueles con las uvas. Las pisoteáis con vuestros sucios pies y cuando las pobres están agriadas por semejante maltrato les añadís azúcar y os las dais de entendidos. Sorbéis el zumo agrio y el azúcar y procuráis no hacer muecas. La cerveza, por lo menos, se hace con cereales. No tiene sentimientos tan tiernos». —Se reía al contárselo a Klara—. Su marido sabía hablar. Lo pasábamos bien juntos.
Mayrhofer mencionó el día horrible en que tuvo que informar a Alois de que su hijo estaba encarcelado.
—Querida Frau Hitler —dijo—, desperté por la noche y me reprendí yo mismo por haber sido portador de ese mensaje. El Linzer Tages Post también publicó una necrológica.
Embargados por la más honda pesadumbre, nosotros, en nuestro propio nombre y en nombre de todos sus familiares, anunciamos la defunción de nuestro querido e inolvidable marido, padre, cuñado y tío Alois Hitler, alto funcionario de las Aduanas del Real Imperio, jubilado, que falleció el sábado, 3 de enero de 1903, a las diez de la mañana, a los 65 años de edad, y súbita y apaciblemente se quedó dormido en el Señor.
En el cementerio, la lápida de Alois mostraba su fotografía protegida por un marco de cristal, y debajo había la siguiente inscripción:
AQUÍ DESCANSA EN EL SENO DE DIOS
ALOIS HITLER
ALTO FUNCIONARIO DE ADUANAS Y PADRE DE
FAMILIA
FALLECIÓ EL 3 DE ENERO DE 1903, A LOS 65
AÑOS
Adolf decidió que su madre era una hipócrita criminal. ¡Vaya que sí honraba la memoria de su marido! ¡O sea que «Descansa en el seno de Dios»! Lo único que quedaba de su padre era su foto descansando en un marco depositado sobre la lápida del cementerio, con el cristal del marco protegiendo el retrato de la cólera del clima, el pelo de Alois muy corto, sus ojillos saltones, tan redondos y brillantes como los de un pájaro, y sus patillas como las de Francisco José. Sí, allí yacía un hombre que había servido a su emperador, pero ¿cómo podía decir alguien que descansaba en el seno de Dios?
A Klara, sin embargo, la reconfortó la reseña que el Linzer Tages Post dedicó al funeral:
Hemos sepultado a un buen hombre; bien podemos decirlo de Alois Hitler, Alto Recaudador, jubilado, del Servicio de Aduanas Imperial, que hoy ha sido trasladado aquí, a su última morada.
Estaba muy orgullosa de esta reseña. No era una esquela. El diario lo había publicado por su cuenta, el periódico con mayor tirada de la Alta Austria. La leyó y releyó. Las frases revivían cada momento del funeral. Volvía a ver a Adolf llorando y experimentó un consuelo considerable. Se dijo a sí misma: «Amaba a su padre, después de todo», y tuvo que asentir con la cabeza para reafirmar el pensamiento.