10

Al volver a Leonding en el último trolebús, Alois no estaba más contento que su hijo. Después de haber obsequiado con Lohengrin a Adolf, tenía que encontrar una forma de pasarle factura. ¿Estaría el chico dispuesto a acompañarle a la aduana? Llevaba meses sopesando todas y cada una de las profesiones que Adolf pudiese ejercer y había llegado a la conclusión de que la mejor alternativa era la aduana. Como mínimo, sería comparable con ingresar en un oficio estimado de una buena familia.

Sin embargo, cada vez que la conversación viraba hacia este tema, Adolf hablaba de ser un artista. Alois entonces le sugería:

—Puedes ser las dos cosas. Sin asomo de duda. ¿No he hecho yo más de una cosa en la vida?

Pues bien, aquí el chico asentía con una resignación melancólica, como si fuese obligatorio rendir homenaje a las repeticiones de un padre. Con el tiempo, Alois ya no hablaba del servicio aduanero. El parco fruto obtenido le dejó irritable.

Pero la ligera mejoría en las notas de Adolf recordaron a Alois que un padre tenía que atender cualquier atisbo de un cambio positivo en un hijo adolescente. Por tanto, había que hacer otro esfuerzo para dar al chico un vida honorable. Le llevaría a visitar la aduana.

Así pues, una noche determinada Alois lanzó uno de sus monólogos en la mesa familiar y sintió que el espíritu de las Buergerabends le facultaban para desplegar más dotes retóricas que nunca.

—Hay un socio de nuestro club que insiste, y debo admitir que es una opinión interesante, en que está disminuyendo la brecha que separa a los ricos de los pobres.

—¿Es verdad eso? —preguntó Klara, deseosa de entablar conversación.

—Desde luego. Hemos tenido grandes debates al respecto. Se debe a nuestro sistema ferroviario. Seas rico o seas pobre, ¡da igual! Viajas a la misma gran velocidad. Oh, te digo a ti, y os digo a vosotros, niños, prestad atención, tú, Angela, y tú, Adolf. Recordad esta predicción: estas noches he oído hablar en las Buergerabends de campesinos tan pobres que…, emplearé una expresión que ahora ya sois mayores para entender. Son gente tan pobre que —tuvo que susurrar el resto— usan las manos para lavarse.

—¡Oh, papá! —exclamó Angela.

Alois no pudo resistirse.

—Y después se raspan los dedos con tierra.

A lo cual Angela gritó de nuevo: «¡Oh, papá! ¡Oh, papá!», pero se reía de lo fácil que al padre le resultaba ser repulsivo y de lo bien que la conocía a ella. Era verdad. Sabía cómo hacerle reír.

—Oh —dijo Alois—, así era antes. Pero ahora algunos de estos empobrecidos en otro tiempo son lo bastante despiertos para saber lo que se avecina. Hasta oigo hablar de campesinos tan listos que venden sus tierras a los hombres que proyectan construir fábricas en esos lugares tan pronto como lleguen las carreteras. Sí —dijo—, todo corre hacia delante, y hasta los granjeros participan en esta carrera. Pero tú, Adolf, con tu inteligencia, bueno, he llegado a la conclusión de que eres potencialmente un hombre muy inteligente y aún vas a instruirte. Así que yo te pondría sobre aviso. Estos cambios en la sociedad van a alterar la naturaleza del trabajo que hacemos. La educación llega y prevalecerá sobre todo lo demás. Hasta los tontos sabrán leer y escribir. Por supuesto, también es importante que no todo el mundo se eduque tan bien que perdamos toda distinción de lo que significa que te llamen Herr Doktor. Adolf, si estudias con ahínco en la escuela, sí, es sólo la Realschule, no el Gymnasium, pero podrás seguir y hacerte ingeniero, ojalá así sea, y te llamarán, en cuanto obtengas tu doctorado, sí, ése será el gran día para ti y para todos nosotros, porque entonces a ti también te llamarán Herr Doktor. Te aseguro que me habría gustado que me llamaran así y en consecuencia haber disfrutado de un nivel de respeto más alto en la comunidad que el que ahora tengo. —Levantó una mano—. Aunque no me quejo, desde luego. En absoluto. Pero si yo hubiera sido Herr Doktor, a tu madre la habrían llamado Frau Doktor aunque nunca haya visto las puertas de entrada de una universidad. —En este punto Alois se rió y Klara se puso roja—. Sí, es posible que te intereses por los negocios. En mi época era algo imposible para alguien de mi origen. Pero ahora no es como cuando yo era joven. Ahora quizás valgas para el comercio o la tecnología. Y, sin embargo, no te veo como un ingeniero o un empresario porque en todos estos éxitos hay un fallo: no te queda tiempo para ti. Un empresario no conoce descanso. Se lleva el trabajo a casa. Lo mismo hace un ingeniero. ¿Y si el puente se derrumba? —Alois hizo una pausa, respiró hondo y continuó—: Si decidieras trabajar en la aduana, siempre dispondrás de tus noches y tus fines de semana, para disfrutarlos a tu gusto. Tendrás tiempo para dedicarlo a tu arte.

Pese a todo, sus palabras estaban causando efecto. Intranquilizaron el estómago de Adolf. Pero se debía a que ya no sabía con certeza si su padre era un majadero o si quizás valía la pena escucharle. En este último caso, podría ser que hubiese por delante algunas opciones de lo más desdichadas y nada más que gente horrible con la que vivir y trabajar. ¿Y si no estaba destinado a ser un gran artista o un gran arquitecto? ¿Y si no era Wagner? Algo podía alegarse en favor de la aduana, y su padre lo había señalado: te permitía tener una vida aparte del trabajo.

Así que fueron al servicio de aduanas. No obstante todas las disertaciones de Alois, la visita no fructificó. Lo peor fue que entraron en la oficina de contabilidad donde los empleados estaban trabajando. Un olor desagradable despedía el conjunto general de cuerpos de mediana edad reunidos bajo lámparas de gas y con viseras en la frente. Naturalmente, a su padre no le molestaba aquel aroma. De joven había fabricado botas y había tenido que oler los pies de los oficiales durante las pruebas. No, él, Adolf, no se pasaría la vida en un mausoleo lleno de los olores rancios de viejos sentados unos encima de otros, como monos en sus cubículos.

Después de la visita, Alois hizo otro intento.

—Muchísimos de mis colegas son ahora excelentes amigos —dijo—. Si quisiera, podría visitar a buenas amistades en toda la Alta Austria, a colegas que todavía están en Breslau y Passau.

Adolf se preguntó dónde estarían. Rara vez había visto a alguien que viniera de visita, ni siquiera a Karl Wesseley, mencionado a menudo como el mejor amigo de su padre. Pero éste prosiguió:

—Hay muchas ventajas, sí. Las pensiones, el tiempo que tienes para ti. Te aseguro que la seguridad y una buena pensión permiten a un hombre vivir sin sobresaltos después de jubilarse. No tiene que preocuparse por la falta de fondos. Te advierto, Adolf, de que nada crea más discordia en una familia que la falta de dinero. Por eso en la nuestra no hay discusiones horribles. No hacen falta.

Como este discurso lo pronunció en la mesa, Angela no pudo contenerse. Pensaba en la partida súbita de Alois hijo. ¡No había discusiones horribles! ¿Cómo podía su padre decir esto? Al pasar por detrás de él, le sacó la lengua. Klara la vio pero no dijo nada. Ya bastaba con que Alois comprendiera más tarde que sus bellas palabras no servían de nada. En efecto, así fue. A medida que transcurrían los meses, Alois renunció a la idea de la aduana. Su hijo no iba a seguir consejos útiles. Pero aquello enturbió más de un estado de ánimo.

Se lo levantó, sin embargo, enterarse de un estupendo negocio en el vecindario. Un pequeño comerciante de carbón que vivía cerca necesitaba vender un cargamento para pagar unas deudas. Como los clientes eran escasos en verano, Alois obtuvo un precio muy bueno por la compra.

Empero, hizo caso omiso del consejo de Klara. Ella le dijo que contratase a un ayudante para la tarea de bajar todo aquel carbón a los cubos del sótano. Él tampoco escuchó la sugerencia de que se lo pidiera a Adolf. Alois no quería compartir un trabajo con el chico: forzosamente acabarían riñendo.

Aun así, las propuestas de Klara tuvieron cierto peso. Tras haber comprado el carbón a mitad de precio, intentó negociar con el vendedor.

—Espero —le dijo— que me bajará todo esto a los cubos.

—Oh, ustedes los ricos —contestó el otro—. Siempre intentando que sigamos siendo pobres. No, señor, no puedo bajarle el carbón al sótano. No por el precio que me ha impuesto.

De modo que Alois optó por hacerlo él mismo.

—Tal vez no sea tan rico como usted me cree —le dijo al hombre—, pero desde luego soy más fuerte de lo que parezco.

Ergo, acarreó al sótano media tonelada de carbón. Le llevó dos horas subiendo al sol y bajando al polvo del sótano. Completado el trabajo, se desplomó con una hemorragia.

El castillo en el bosque
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