6

Para mejorar aún más su situación económica, Klara vendió la casa de Leonding y la familia se mudó a un apartamento en Urfahr, justo en la ribera de enfrente de Linz. Durante el día, rara vez Adolf abandonaba el piso nuevo. No veía ningún modo rentable de incorporarse a las huestes de empleados. En realidad, no tenía ganas de trabajar para otros. Además se sentía un poco tísico, lo suficiente para mantener a Klara en un estado de terror reprimido. ¿Moriría Adolf, como Alois, de una hemorragia pulmonar? No era difícil convencerla de que en aquel momento no sería juicioso pensar en una carrera. Tal como él se lo exponía, algún día sería considerado un gran pintor, un gran arquitecto o muy posiblemente ambas cosas. Quedándose en casa por el momento, aún podría ampliar su educación: leía y dibujaba. No necesitaba decir nada más. Al cabo de cinco años sufriendo los rigores de la Realschule, era sin duda capaz de disfrutar de su nueva vida en la Humboldtstrasse de Urfahr. Su madre pagaba las facturas y Paula limpiaba el cuarto de baño. Adolf se dejó bigote. No era frecuente que tomara el sol. Sólo por la noche daba un paseo a lo largo del Danubio, desde Urfahr a Linz, para pasar por delante de la ópera. Klara le había comprado ropa nueva y él se aventuraba a salir con un buen traje oscuro, un sobretodo oscuro y un sombrero de fieltro negro, empuñando un bastón con mango de plata, su bien más preciado. Le tomarían, pensaba, por un joven miembro de la pequeña nobleza de Linz. Cada vislumbre que captaba reflejada en los escaparates confirmaba este efecto.

Su necesidad de quedarse en casa durante el día sólo era comparable a su amor a la oscuridad. No todos los tópicos sobre el demonio son falsos. La mayoría de humanos no empieza a comprender la hondura que tiene la suposición general de que lo normalmente condenado como el Mal busca, en efecto, la negrura. Con razón. La noche es más propicia a la evocación.

Klara, por supuesto, estaba muy orgullosa del aspecto de Adolf. Sabía que en cuanto se sintiera preparado surgirían las oportunidades. No sólo era un muchacho muy singular, sino que seguramente necesitaba de momento aquel tipo de ocio.

El modo de masturbarse de Adolf también había cambiado. Su costumbre en el bosque había consistido en eyacular sobre las hojas más cercanas. (Le encantaban las hojas y le encantaba rociarlas). Ahora, encerrado con llave detrás de la puerta de su habitación, tenía un pañuelo a mano. Pero antes de dejar que sus pensamientos se descontrolaran, se ejercitaba en mantener el brazo en el aire durante un largo rato, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados. Se acordaba de las veces que había exhibido esta proeza ante otros estudiantes en los urinarios de la Realschule. Por más que ellos tuvieran dos testículos y él sólo uno, él podía mantener el brazo erecto en el aire y ellos no. Claro que había muchísimas otras ocasiones en que el interés general se dirigía hacia otra dirección. Los chicos se habían congregado alrededor de los mingitorios para comparar el tamaño de los genitales. Había sido un episodio curioso. Siempre temían que apareciese un profesor. Las erecciones, por consiguiente, decaían muy deprisa ante el menor sonido, y la capacidad de Adi de mantener el brazo en alto no era más que otra distracción. Ahora, en su cuarto, descubrió, sin embargo, que mantenía la erección mientras tenía el brazo levantado. Pensar en la gran diversidad de dotaciones personales que había visto entre los estudiantes bastaba para que afluyera un tropel de suculentos recuerdos.

Pero subsistía una nube en su vida de entonces. Era el marido de Angela, Raubal. No podía hablar con Adolf sin soplarle al oído:

—Tienes que empezar a ganarte la vida, amigo. Te sentirás mal hasta que empieces. Creo que se debe a que te deprime pensar que todos tus parientes de Spital piensan que eres un inútil. Sabemos que no es verdad, pero tienes que abandonar tu ocupación actual, que consiste en no hacer nada.

Adolf salía de la habitación. Angela se sentía consternada. ¡Qué grosero era con su marido! Klara, al oírlo todo, guardaba silencio, pero era sólo por respeto a Angela. Aquel zoquete, Leo Raubal, a fin de cuentas, era el marido de su querida hijastra. En consecuencia no se entrometía. No sería ella la suegra que creaba problemas a un joven matrimonio. Aquello podía ser hasta peor que tener que escuchar cómo regañaba a su hijo aquel nuevo yerno que tenía una idea sumamente exagerada del valor de sus consejos. Klara se dijo a sí misma: «Adolf no es un holgazán. Se queda en casa, pero trabaja de firme cuando dibuja. Además no le gusta beber y no fuma. Eso no es un haragán. No pierde el tiempo. No va detrás de las chicas malas. No tengo que preocuparme por las chicas. Quizás llegue a ser todavía un gran artista. ¿Quién sabe? Es tan serio. Cuando está solo y trabaja, es muy fuerte y está muy orgulloso de sí mismo. Está convencido de que también él saldrá adelante. En este sentido es igual que Alois. O quizás aún más. Alois quería demasiadas cosas a la vez». Y una vez más repetía:

—Adolf no pierde el tiempo con chicas. No hay chicas malas en su vida.

Ni las habría. No durante un largo tiempo. Más le habría valido a Klara inquietarse por los enredos amorosos venideros con hombres y chicos, algunos de ellos incluso hombres malos.

Como Klara veía a Adolf entonces con todo el amor de su corazón, apenas se paraba a pensar qué tendría él en la cabeza cuando se masturbaba. De hecho, ¿cómo iba a adivinarlo? No tenía constancia de que lo hiciera. Él se cuidaba de enjuagar los pañuelos. No, ella no sabía que mientras él se acariciaba y se acercaba cada vez más al momento de ser disparado por su propio cañón, se preguntaba si habría alguna conexión entre su negativa a trabajar en la aduana y la última hemorragia de su padre. De ser así, habría arrancado el cuero cabelludo a dos personas: a Edmund y a Alois. Y este pensamiento, junto con recuerdos de alumnos de la Realschule en los urinarios, excitaba tanto sus compresiones, cada vez más rápidas, que ya no lograba contenerlas y ¡zas!, ya estaba. Consumado el acto, se quedaba feliz y extenuado por todo lo que le había bullido dentro.

El castillo en el bosque
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