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Los festejos de la coronación se celebrarían en Moscú el 14 de mayo, y en todas partes se veían dos letras grandes: la N de Nicky y la A de Alix. Hubo que erigir incontables tarimas para los espectadores, así como fachadas falsas para ocultar los edificios más feos del itinerario. La ciudad estaba inundada de visitantes de muchos países. Los que vivían en la ruta del desfile alquilaban su vivienda a espectadores. El alquiler de una ventana a la calle desde el amanecer hasta el ocaso podía costar 200 rublos. Los carruajes acompañados de cocheros costaban 1200 rublos al mes. De nada servía alegar que sólo lo querías para una semana, ¡o que por ese precio podías comprar diez buenos caballos! Incluso obtener una vista limitada en un espacio estrecho sobre una tarima de construcción endeble costaba 10 ó 15 rublos: pobres obesos. Por un balcón pedían 500.

Tampoco en los hoteles había muchas habitaciones disponibles. El gobierno se había reservado pisos enteros para príncipes extranjeros, representantes diplomáticos, nobles, artistas renombrados, nababs, magnates y plutócratas. Los franceses, determinados por razones de Estado a dejar su impronta sobre el acontecimiento, se gastaron 200 000 rublos, una manera de proclamarse los grandes y buenos aliados del zar. Puesto que antaño este papel había correspondido a los alemanes, sus diplomáticos replicaron alquilando un palacio en los bosques, a las afueras de Moscú, que sólo costaba 7000 rublos, una joya modesta, pero los alemanes no tenían un baile, sino tan sólo una velada musical. Quizás hubiesen hecho apuestas sobre el mal tiempo. De ser así, perdieron. Cielos magníficos presidieron la procesión inaugural del 9 de mayo.

El desfile tenía que ser comparable a los más espléndidos eventos reales del pasado. Nicky y Alix recorrerían el camino hasta la puerta Spassky del Kremlin desde su residencia provisional en el parque Petrovsky, a unos diez kilómetros de distancia. Como no era un secreto que el acontecimiento pretendía igualar la entrada majestuosa de Luis XVI en Reims en 1654, la caravana buscaba mostrar al mundo los extraordinarios recursos del imperio ruso. Primero desfilaron los cosacos, con túnicas escarlatas, charreteras plateadas, pantalones azules y botas negras; después, príncipes de regiones impronunciables de Asia, luciendo atavíos nunca vistos en Europa, pero que eran los representantes de remotas tierras bárbaras conquistadas por los rusos a lo largo de varios siglos.

Les seguían el gran maestro de las ceremonias de la coronación, doce chambelanes, veinticinco gentileshombres de cámara, mariscales de la corte y miembros del consejo imperial, precediendo a los regimientos del ejército real.

Pronto en esta comitiva aparecía Nicky, nacido, como susurraban demasiadas personas, el 6 de mayo. Miles de rusos se transmitían esta información, pues era la fecha de la festividad ortodoxa del Santo Job, el paciente, una de las fechas más siniestras del calendario. Nadie querría repetir los sufrimientos de Job.

Nicky lo sabía perfectamente. Las primeras semanas de los esponsales, había creído su deber advertir a Alix, quien contestó que el suyo consistía en estar a su lado. Unidos los dos vencerían el aciago presagio. Era una prueba a la que Dios les sometía. Así lo entendía ella. Dios quería que se amaran tanto que no tuvieran que sufrir como Job, siempre que estuvieran dispuestos a amar a Dios aún más que el propio Job.

Supe todo esto el día en que los dos entraron en el Kremlin. Por fin había conseguido penetrar en la mente de Nicky, y nunca en mi experiencia vi tantos ángeles alrededor de un ser humano. Pero aquel día, mientras desfilaba, montado sobre su pálida yegua inglesa, a lo largo de todo el recorrido desde el parque Petrovsky hasta la puerta Spassky del Kremlin, pude aproximarme a sus pensamientos. Era, desde luego, una entrada angosta, pero al menos el acceso no estaba totalmente obstruido. ¡Hosannas al Maestro! Diez años atrás, cuando el zarevich era un cadete de dieciocho años, había tenido una serie de encuentros concupiscentes con uno de nuestros demonios. Se le había presentado en forma de una prostituta gitana. Como el asunto había sucedido años antes de que los Cachiporras empezaran a dedicarle ingentes esfuerzos para protegerle, el Maestro había conseguido hallar un ingreso indefenso aunque estrecho a la mente de Nicky.

Ahora, elegido para utilizar aquel pasaje tan arduamente conquistado, seguí a la comitiva por la calle Tverskaya hasta el Kremlin y capté algunos de los pensamientos que pasaron por la regia cabeza.

Hubo sorpresas. En el trayecto, su memoria se remontó a la época en que había sido un joven coronel de la Guardia Real, y se confesó a sí mismo —sólo por un momento— que su vida actual quizás fuese más feliz si aún ostentara aquel rango. El entusiasmo de las tropas, su rugido de alegría al verle despertaron su nostalgia.

Los recuerdos de Nicky se volvieron libidinosos. El demonio que implantaron en su joven experiencia era una puta que aún le solicitaba. Cada vítor de las tropas le excitaba las ingles. La yegua inglesa, tan elegante, tan pálida, debió de percibir su agitación, porque empezó a cambiar los pasos. ¡Qué cabriolas hacía!

Sin embargo, no más de un minuto después, el buen ánimo compartido por el corcel y la montura se hundió en la melancolía. Nacido el día del Santo Job, el paciente. ¿Qué habría pretendido Dios?

Pero con la misma rapidez recobró el buen talante. Me esforcé en seguirle. Los pensamientos de Nicky se embarullaron, se llenaron de estrépito y ecos, y ni siquiera un humor sombrío habría podido durar mucho tiempo en aquel desfile. Colgaban adornos en las fachadas de los edificios de la calle Tverskaya. Aquella mañana, Moscú poseía el esplendor de una vieja dama que nunca había estado tan hermosa, y la gloria de la luz indujo a Nicky a pensar en sus mejores días de caza, cuando Alejandro III había juzgado oportuno felicitarle por sus proezas. Nicky se había sonrojado al recibir de su padre un cumplido tan insólito, y procedió de inmediato a atribuir el mérito a sus perros. A lo cual el zar Alejandro III había respondido: «A un hombre se le mide por sus perros».

Sí, que el Todopoderoso le viera como el más fiel de Sus perros. Nicky conocía a los animales, los conocía bien. Casi siempre, al beber la sangre de un ciervo recién abatido, aún vivo en el bosque el eco del último disparo, se sentía cerca de Dios. El ciervo, de una forma tan inmaculada, acababa de perder la vida. ¿Por qué? ¿A manos de quién? Para Nicky la respuesta era simple pero profunda. La muerte de aquel bello animal estrecharía el entendimiento entre Dios y el hombre. Pues era Dios quien había concedido a los humanos el derecho de arrebatar la vida a aquellas criaturas exquisitas. Nicky recordó ahora una blasfemia que una vez le había ardido en la garganta. Se le ocurrió mientras bebía la primera taza de sangre de ciervo. Había pensado: «Esta sangre debe de ser como la de Cristo. Si no, ¿cómo se explica este sabor tan puro?». Recordar una blasfemia semejante le produjo una punzada de dolor. También le hizo pensar en las obligaciones venideras. Aunque se sintiera cercano a Dios, aunque se sintiera próximo a los hermosos animales, ahora había a su alrededor ministros ansiosos de verle, ávidos de utilizarle. Su lealtad, sin embargo, dependía en gran medida del engrandecimiento de su cargo. Llevaban el engaño en la punta de los dedos. Y el interés personal en la piel.

Sabría controlarlos. O eso se dijo él. Le protegía la trinidad de valores que guiaron a su padre: honor, tradición, servicio. Pero mantenerse fiel a los tres principios exigiría una fortaleza inquebrantable. El honor podía incurrir en deshonor, la tradición tornarse rigidez y el servicio consumirte. No era un hombre capaz de afrontar infinidad de intrigas. Vigilar a ministros así era como caerse por el hueco de una escalera. Matar a un animal, por el contrario, conocer la compasión por un animal…, ¡era tuétano para el alma!

En aquel momento, la yegua se encabritó. ¿Tuvo acaso una visión de la sangre del ciervo? Un grito de miedo se elevó de entre el público. La yegua se alzaba sobre las patas traseras. Pero entonces la multitud aplaudió. De las decenas de miles de personas que presenciaron aquel instante desde las calles, las ventanas, los balcones, los tejados de la calle Tverskaya, surgió un gran aplauso. Nicky, con mucho garbo, se mantuvo en su silla y calmó al caballo. El sonido del júbilo popular recorrió toda la distancia hasta la puerta Spassky. Otros miles de espectadores aún lejos en el itinerario del desfile no vieron este episodio y no sabían la causa de la aclamación, pero también ellos empezaron a aplaudir. Nicky estaba exultante.

No por mucho tiempo: aún le esperaba su deber futuro. Estaba condenado a trabajar con sus ministros y ellos nunca le respetarían. Estaban acostumbrados a la fuerza del padre. De nuevo le invadió la desazón.

Cinco días después recibiría la corona y estaría abrumado de obligaciones. Las opiniones de sus ministros prevalecerían sobre las suyas. Sabían más que él. Nicky ni siquiera había organizado aquella procesión. Lo habían hecho ellos. Le habían dicho que su prolongada entrada en el Kremlin sería su triunfante presentación en el mundo. Por eso tenía que ser un desfile tan largo. Era crucial que le viesen encabezar los muchos kilómetros de comitiva. Pero para mantener vivas las expectativas del público, a su madre y a Alix sólo se las vería al final, en sus carruajes dorados. Los ministros insistieron en que aquel arreglo era el modo más drástico de demostrar la magnitud del poder ruso.

Alix, sin embargo, había querido estar más cerca de él. Nicky intentó explicarle las intenciones de sus ministros. Ella guardó silencio. Una cosa era que Nicky se sintiera como un perro delante de Dios y otra muy distinta experimentar este mismo sentimiento delante de su mujer. Nada hay peor para un animal valiente que el ojo de su amo le diga que es sólo una criatura tímida y posiblemente innoble.

El castillo en el bosque
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