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Un extraño asunto me aguardaba a mi regreso a Hafeld. Tenía que convencer a Der Alte de que quemara una de sus colmenas. Había sufrido picaduras tan graves de sus abejas que le encontré en la cama, con la cara cruelmente hinchada. Tenía varias picaduras cerca de los ojos.

Habida cuenta de la pericia de Der Alte, no acertaba a explicarse cómo había sucedido un incidente tan penoso mientras examinaba una de sus mejores colmenas. Cuando intentaba sustituir a la reina —que estaba mostrando los primeros signos inequívocos de fatiga terminal—, su séquito le había atacado. Der Alte logró sofocar la rebelión con el puro que por casualidad estaba fumando en aquel momento, pero hacía años que no presenciaba una revuelta parecida de sus criaturas. Despertó mi paranoia (que siempre está al acecho, pues es preferible a una escasa facultad de previsión). Tuve que conjeturar que los instigadores del ataque habían sido los Cachiporras, y en consecuencia había que destruir la colmena.

Al recibir mi orden —que le transmití en su sueño—, Der Alte no la cumplió de inmediato. Transcurrieron unos días. De nuevo le infiltré el pensamiento en el sueño, pero esta vez hice el suficiente hincapié para que no pudiera considerarlo onírico, sino un imperativo, lo que dejó consternado a nuestro anciano. «Hazlo», le repetí mientras dormía, «te será beneficioso. Mañana es domingo. Eso aumentará el buen efecto. Los domingos reportan un valor doble. Pero no emplees una bomba de azufre. Podrían sobrevivir muchas abejas. Mejor empapa de queroseno la colmena. Luego le prendes fuego, con caja y todo».

Él gruñó en sueños.

—No puedo —dijo—. La Langstroth me costó mucho dinero.

—Quémala.

Der Alte cumplió mis órdenes. Tuvo que hacerlo. A su edad sabía lo profundamente que estábamos infiltrados en él. No quería vivir con los terrores que podíamos infundirle, miedos tan reales para su cuerpo como una úlcera. La muerte estaba presente en sus pensamientos, tan próxima a veces como una fiera enjaulada en la habitación contigua. Todo esto, sin embargo, a mí me dejaba indiferente. Cuesta no sentir desprecio por los clientes viejos. Son tan sumisos… Por supuesto, obedeció. Facilitó las cosas que en gran medida siguiera enfurecido por el ataque de las abejas. Su sentido de lo existente se vio trastornado. Las viejas costumbres admiten algunas conmociones.

La mañana del domingo depositó la colmena en el suelo y la roció. Se sintió mejor contemplando la agitación que hervía entre las llamas. Yo estaba en lo cierto. Sí había sido beneficioso para él. Pero Der Alte sudaba como un caballo. Al fin y al cabo, le apenaba la incineración, porque violaba sus instintos profesionales. Esperaba llorar por todas las pobres inocentes que morían abrasadas junto con las culpables pero, para su sorpresa, una insólita dulzura retornó a sus ingles. Era el primer almíbar de este tipo que su cuerpo había conocido durante años. Como en otros tantos viejos, su lujuria había estado limitada a su cabeza. Hacía largo tiempo que la reacción a un pensamiento libidinoso había sido más memorable que una punzada en la ingle.

Mencionaré que Adi estuvo presente en la quema. Él también había recibido un mensaje en sueños que acató sin esfuerzo. Se escabulló de Klara y Angela cuando ellas se preparaban para ir a la iglesia. Su deserción tampoco inquietó sobremanera a Klara. No era plato de su gusto llevar a Adolf a la iglesia. Si no estaba revolviendo en su asiento, empezaba un torneo con su hermanastra para ver quién conseguía pellizcar al otro. A hurtadillas.

Sí, estar a solas con Angela la mañana del domingo permitió a Klara sentirse un poco más cercana a su hijastra. A decir verdad, también le complacía no haber llevado a Edmund ni estar obligada a sostener a Paula contra el pecho durante todo el oficio, confiando en todo momento en que el bebé no quisiera mamar. Alois había dicho esa mañana que se quedaría con los dos pequeños. Klara apenas dio crédito a tanta generosidad. ¿Se estaba ablandando Alois? ¿Sería posible? Ciertamente, era una cuestión que quizás yo tuviera que explorar. Pero antes hablaré de la emoción de Adi durante la quema de las abejas. Los dedos de los pies le hormigueaban, el corazón se le agitaba en la caja torácica, no sabía si gritar o partirse de risa. Los ardores de la vida en Rusia me habían dejado, sin embargo, una pizca indolente. Aún no estaba ansioso de redescubrir las complejidades de aquel niño de seis años. Como he dicho, mi moral estaba en excelente estado, pero no quería ponerla a prueba tan pronto. En realidad, al reanudar tareas modestas en aquella región de Austria, no me importó que fuera una existencia más sencilla. Hafeld incluso quizás se dispusiera a ofrecer sus propias revelaciones, y entretanto me autorizaba a dedicarme a ocupaciones más nimias y livianas. Pude, por ejemplo, presenciar algunos cambios en el ánimo de Alois. Esto bastó para interesarme.

Por ejemplo, Klara se había equivocado. Alois no se estaba ablandando; no exactamente. A ella le había dicho que le vendría bien pasar un rato con los pequeños de vez en cuando, pero en cuanto Klara se fue, depositó a Paula en su cuna con ruedas y le dijo a Edmund que se quedara en el cuarto y se asegurase de que el bebé no se despertaba. Sabía que Adolf se habría ido por su cuenta y que Alois hijo estaría con Ulan en el otro lado de la colina. Lo cierto era que quería estar solo. Quería meditar sobre el percance de Der Alte. El incidente le había reconfortado. Una expectativa atroz se había disipado. Siempre había pensado que sería él el ferozmente agredido por las abejas.

A lo largo de mayo, a medida que mejoraba el clima, Alois había abrigado el temor recurrente de perder sus colonias. Veía una imagen vívida de él, en lo alto de un árbol, un árbol altísimo, intentando convencer a un enjambre enloquecido de que volviera a su colmena. Lo triste era que, tras haberse alimentado bien durante todo el invierno, se sentía tan relleno como un hombre

que ha comprimido ciento trece kilos en un saco de noventa.

No era muy sorprendente, pues, que aquel domingo se dispusiera a destensar la cara, dejar que las tripas le hicieran ruido y el esfínter liberase flatulencias. Había habido demasiadas semanas durante el invierno, y hasta en los comienzos de la primavera, en que se había llegado a convencer de que iba a fracasar en una actividad seria que aniquilaría una parte importante de su amor propio. Aunque este desenlace hubiese parecido improbable antaño, porque su vanidad lo prohibía, esta misma vanidad enérgica (que había edificado desde la juventud pedazo a pedazo, episodio tras episodio venturoso) parecía estar desvaneciéndose. ¿Dónde estaba su antigua confianza? Aquel domingo, como cualquier otro, no había ido a la iglesia. Por supuesto que no, si podía evitarlo. Pero ya no sabía si podía continuar así. Aquel domingo concreto hasta había pensado en acompañar a Klara.

Era un pensamiento odioso. ¡Escuchar tonterías sentado en un banco! Hacer esto anularía el concepto que tenía de sí mismo como un hombre que no temblaba como otros. Pero poseer abejas le había metido el miedo en el cuerpo. ¿Se habría aflojado el año anterior la piedra angular de su orgullo? No conocía a nadie que se hubiese burlado más que él de los malos augurios. No era un mérito ordinario en alguien que había nacido campesino.

Pero una semana antes las manos le habían temblado al leer en el periódico un artículo sobre la muerte de un apicultor. El hombre no se había recuperado de una insurrección en una colmena.

Con el fin de aplacar estos temores, Alois hizo una visita a Der Alte. Fue cuando el viejo aún seguía en la cama, más débil que nunca. De hecho, rompió a llorar mientras contaba el percance. A Alois le produjo la sensación de virtud torcida que tiene un hermano más joven al ver llorar al mayor.

Después, durante unos días, decreció su miedo. No sabía por qué, pero el infortunio de Der Alte se lo había aliviado. Ahora resurgía. No se sentía bien desde que Alois hijo había regresado. Se dijo a sí mismo que no podía ser tan insensato de temer a sus abejas porque no se encontraba a gusto con su hijo. ¡No obstante, bien podía ser así! Los seres humanos tenían cantidad de subterfugios. Lo había aprendido en las aduanas. Recordaba a una mujer que envolvía sus regalos en los pliegues de su ropa interior negra. Una mujer bonita. Cuando Alois la descubrió, tuvo la ordinariez de sonreír y decir:

—Eres muy listo. Los demás aduaneros tenían miedo de tocar mis prendas íntimas.

—Eso es porque casi todos mis colegas van a la iglesia —le dijo él—. Esta mañana no has tenido suerte.

Ella se rió. Él estuvo tentado de dejarla pasar. De perdonarle el pago de la multa a cambio de meterle a él de matute entre sus muslos. Pero no se lo consintió a sí mismo. No incumplía normas tan serias.

En todo caso, este recuerdo le indujo a cavilar sobre la naturaleza del subterfugio. En los tiempos en que todavía disfrutaba de un paseo a caballo, solía haber una u otra montura que le privaba de su seguridad; algo en su forma de andar, como si, si ella quisiera, descubrieses que debajo tenías cinco patas en lugar de cuatro. No tenías puñetera idea de cómo controlar a un animal así.

Sí, lo mismo pasaba con Alois hijo.

Por otra parte, quizás estuviese emitiendo un juicio demasiado severo sobre su hijo mayor. Klara repetía que Alois no parecía el mismo chico que el que se había ido a trabajar para Johann Poelzl. Los padres de ella debían de haberle mejorado el carácter. Ahora tenía buenos modales. No daba la impresión de juzgarte a todas horas. Klara dijo que antes de marcharse era como un amigo afectuoso cuando lo tienes delante, pero que dice algo feo de ti en cuanto le das la espalda. No tenía pruebas, pero juraría que Alois hijo había sido así. Algo en él había mejorado. Quizás. Todavía pasaba muchísimo tiempo montando a Ulan. Pero, como Klara anunció a Alois, estaba dispuesta a tolerar esto. Más valía andar cabalgando por la cuesta que ponerse a coquetear con su propia hermana.

—¿Qué has sabido tú en tu vida de estas cosas? —preguntó Alois padre.

—Nada —dijo Klara—. Pero vi algunas cuando era joven. En ciertas familias. No es algo de lo que se hable.

En su voz no era evidente que ella y Alois tuviesen algo más amplio y más privado de que hablar. Sólo se sonrojó un poco al decirlo.

Esta capacidad de encerrar entre cuatro paredes los hechos más desagradables sobre uno mismo siempre suscitará mi admiración renuente. No sé si la construcción interna de esos muros iguala en dificultad, pongamos, a escalar los Alpes, pero en todo caso el mérito es del Dummkopf. Él estableció la prohibición del incesto —no, desde luego, nosotros— y después se impuso la tarea secundaria de proteger a los humanos, si llegaban a hacerlo, de recordar lo que habían hecho.

Desde entonces perdemos algunas ventajas. La mayoría de los seres humanos son incapaces de afrontar verdades desagradables. Sólo poseen la capacidad que les ha dado Dios de ocultárselas a sí mismos. Por tanto pude observar cómo Klara, sin reconocerlo, estaba preocupadísima por Alois hijo y Angela, y que no se le ocurriera ni por un momento pararse a pensar en si su marido era su padre en vez de su tío.

El castillo en el bosque
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