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Adolf sufría un verdadero tormento. Se había atrevido a enseñar sus dibujos al profesor de arte. Había supuesto que la entrega sería seleccionada al instante para presidir la pared de corcho reservada a los alumnos. Hasta había meditado sobre el modo de expresar una respuesta silenciosamente digna a las alabanzas que recibiría. Aquellos hermosos momentos compensarían las malas notas de su primer boletín escolar.
Admitiré que influí en el resultado. Aunque Adolf tenía talento, no era nada del otro mundo; yo veía de un vistazo que nunca sería un artista muy prometedor. (Pablo Picasso, por ejemplo, era ya en 1901 un joven que nos interesaba mucho). En cambio, los dibujos que producía el joven Adolf Hitler sólo eran buenos para clavarlos en el corcho.
—Impídelo —fue la instrucción que me impartió el Maestro—. Sólo nos faltaba otro artista amargado por falta de un amplio reconocimiento. Yo digo que es mejor sumirlo en una auténtica depresión.
Yo estaba en condiciones de cumplir esta orden. El profesor de arte de Adolf era cliente nuestro. (De hecho, se asemejaba mucho a la descripción que el Maestro había hecho de la mediocridad). Por medio de un altercado entre el profesor y su mujer, le insuflé un terrible dolor de cabeza. Vio la obra de Adolf a través de los leves rayos de una migraña. No escogió ninguno de los dibujos.
Él no podía creerlo. En aquel momento renunció para siempre a la idea de volver a intentar el éxito escolar. Aprendería a apañarse por su cuenta.
Por supuesto, no abandonaría el hogar, como Alois hijo: no hacía falta. El «chico de la toga» aún le causaba sudor en la espalda. No, seguiría viviendo con los demás hasta que desarrollase, sin que nadie lo supiera, una voluntad férrea.
Continuó sacando malas notas. El boletín del primer curso completo, que entregó a su padre en junio, mostraba un fracaso en dos asignaturas, matemáticas y ciencias naturales. Pobre Alois. No logró reunir la energía necesaria para darle una paliza a Adolf.
Aquel verano, sabedor de que tendría que repetir curso, Adolf estaba asimismo deprimido, pero logró decirse a sí mismo (con mi ayuda) que comprendía el arte de aprender mejor que los otros alumnos. Él conocía el secreto. Retendría sólo lo esencial. Los estudiantes se apresuraban a empapuzarse de interminables detalles secundarios. Eran exactamente como los profesores. Sólo sabían recitar listas y categorías. Eran una lata. Graznaban como loros. Actuaban como si fueran realmente inteligentes cada vez que un maestro aprobaba lo que decían. Eran ellos los que sacaban buenas notas.
Él estaba muy por encima de aquellas inquietudes. Eso, al menos, se decía él. Se interesaba por el meollo de cada situación. En esto consistía el conocimiento importante. De modo que no tendría que someter su pensamiento a los métodos ajenos. Hacerlo sólo serviría para reducir su poder mental.
Era imperativo animarle. Su diversión predilecta en aquel tiempo consistía en la capacidad de fastidiar a Angela. Físicamente, por fin, su fuerza se igualaba a la de ella. Por tanto, cada vez que ella le criticaba, él la llamaba «estúpida gansa». A Angela le parecía un insulto espantoso. Incluso se quejaba a Klara. Odiaba a los gansos. Los había visto aterrizar en el estanque de la ciudad y para ella eran animales sucios. Los había visto congregarse en las orillas y dejarlo todo sembrado de excrementos. Ella, a su entender, se parecía más a un cisne.
Consentí a Adolf una fantasía en la que se imaginaba como un profesor de la Realschule, vestido con elegancia, dotado de una voz clara e incisiva y admirado por su ingenio.
ADOLF: He aquí lo esencial, jóvenes. No tratéis de recordar todos los hechos de cada suceso histórico. Yo diría más bien: «Protegeos. Estáis nadando en agua turbia». La mayoría de los hechos que habéis memorizado no son más que residuos que contradicen otros. Así que estaréis confusos. Pero yo voy a salvaros. El secreto reside en recordar lo esencial. Elegid sólo los hechos que clarifiquen el tema.