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La belleza del día de primavera en que Klara se sintió tan feliz con Paula en brazos coincidió (incluso en la hora) con la coronación de Nicolás II. El mismo calor estival temprano impregnaba el aire moscovita. Aun después de mi regreso a Hafeld en junio, el buen tiempo persistió en gran parte de Europa, y aquellos largos días soleados fueron compatibles con mis recuerdos de la coronación y los días posteriores.
Como he dicho, fui el único que sugirió al Maestro que era improbable que tuviera éxito cualquier ataque directo que organizáramos en la ceremonia regia. Por supuesto, podíamos provocar muchos episodios. En ningún lugar de Europa disponíamos de tantos agentes y clientes como en Rusia. Algunos eran de alto rango. Poseíamos más de un gran duque y duquesa entre las varias ramas de la familia real. Infestábamos la Ojrana. Sin duda teníamos más agentes secretos en aquella policía secreta que los Cachiporras. También teníamos ministros del gobierno que nos eran tan leales como perros babeando por su pienso. Estábamos bien implantados entre las familias reales de toda Europa, por no mencionar la nobleza y los generales. Nuevos ricos se nos ofrecían como putas callejeras. Los magnates se contaban entre nuestros clientes más protegidos y valiosos. Asimismo teníamos nuestra cuota de anarquistas, nihilistas y terroristas. Por consiguiente, a la hora de recurrir a estos actores, sabíamos que, si aceptábamos el coste, provocaríamos un trastorno grave el día de la coronación.
Sin embargo, yo me oponía a estas operaciones. Aquel día, los Cachiporras estarían esperando nuestro ataque y nuestras pérdidas podrían ser cuantiosas. Por eso propuse que lo pospusiéramos hasta la feria campesina, cuya celebración estaba prevista cuatro días más tarde. Cuando el Maestro aceptó mi propuesta, una pesadumbre nubló mi contento. ¿Y si me equivocaba? ¿Había empezado a asimilar las proporciones monumentales de Rusia? Nunca había sentido tan directamente la presencia del D. K. Era evidente: ¡Dios quería que la coronación fuese un éxito! Esto pesaba sobre mi juicio con todo el peso de un hecho escueto: era una piedra demasiado pesada, y por ello persistía una gran parte de mi temor. ¿Cómo explicar el enorme compromiso de Dios con aquella ceremonia?
En años anteriores, el Señor había invertido en una serie de causas y de pueblos rusos. Había prestado atención a monárquicos y a republicanos, a los aristócratas más establecidos y a revolucionarios dispuestos a morir por el honor de derrocar a aquellos caciques. A este respecto, no se olvidaba del Papa ni del Vaticano (¡ni nosotros tampoco!). Prestaba oído a los llamamientos de libertad y a las demandas de autocracia. Como el Maestro observó una vez: «No es difícil oír las elucubraciones de su mente: “Puedo cometer errores”, dice, “pero presto atención a quien gana. Es la mejor manera de descubrir lo que funciona”».
—¿Por qué, después de todo —continuó el Maestro—, otorgó la libertad a hombres y mujeres? Es evidente que el Dummkopf quiso hacerse una idea de lo que había creado realmente.
Bien podía el Maestro gozar su ironía, pero ¿y si Dios había decidido que Sus mejores perspectivas residían ahora en la necesidad de un zar que disfrutara de una estrecha alianza con la Iglesia ortodoxa rusa? ¿Alentaba Él de este modo una ceremonia colosal para fortalecer a la corona y a la cruz? Guiado por Dios, el joven zar nuevo podría incluso obtener cierto influjo sobre las vastas, aunque embrionarias, energías del pueblo ruso.
De ser cierta, era una decisión asombrosa. Depender de Rusia, tan infestada de corrupción. ¡Tan hirviente de injusticias! Era lo que buscábamos. La injusticia era la levadura para inspirar odio, envidia y desafecto. Pues raro era el hombre o la mujer que no poseyera un intenso sentido de la injusticia que se les infligía todos los días. Era nuestra raíz principal con los adultos. Era un furor en todos los niños. Nuestro trabajo se derrumbaría si los humanos llegasen a meditar tan hondamente sobre las injusticias que otros pudieran estar sufriendo.
Por lo tanto, llegué a la conclusión de que la respuesta quizás se hallara en el joven que pronto sería coronado. ¿Había en él algo angélico? Hice una pregunta al Maestro: ¿podía yo dedicarme a saber de Nicolás todo lo posible? «Haz lo que puedas», me contestó. No supe muy bien si me estaban ascendiendo o repudiando.
Como supe enseguida, no sería sencillo acercarme a Nicky: así le llamaban todos los miembros de su familia numerosa. Nicky tenía una hermosa madre danesa, la emperatriz María, viuda del zar recientemente fallecido, el zar Alejandro III, y cuatro tíos que eran grandes duques, así como hermanos, hermanas, primos y familiares políticos. Hasta donde pude averiguar, aquellos parientes le tenían todos un cariño sorprendente.
Pero, como digo, no podía acercarme. Nunca había visto a un ser humano tan bien custodiado por escuadrones de ángeles. Por lo general, dispongo de sentidos agudos que me facultan para captar el peso espiritual de un hombre. Desde el extremo de una habitación espaciosa, percibo fallos de carácter en el borde de un orificio nasal o las anfractuosidades de una oreja. Pero no trato de emplear esos finos sentidos en cada ocasión. La existencia satánica sería enervante si estuviéramos obligados a actuar a nuestro máximo nivel. Recurrimos a esas facultades sólo cuando necesitamos conocer mucho, y con urgencia, de un hombre o una mujer.
Sin embargo, no estaba en mi mano acercarme a Nicky: demasiados Cachiporras. Una vez más, tuve que servirme de materiales que nuestros diablos rusos habían obtenido de criados reales que trabajaban en los palacios de San Petersburgo o en las iglesias y oficinas del Kremlin. Nos proporcionaron copias de numerosas cartas y diarios. Daba la impresión de que todos los miembros de las familias reales europeas escribieran cartas a padres, hijos, tías, tíos, primos y amigos íntimos. El zarevich, que pronto se convertiría en Nicolás II, había hecho desde la adolescencia anotaciones cotidianas en su librito repujado. Para la hora de su coronación se sentía tan cercano a Alix (la futura zarina Alejandra) que ella no se separaba de su lado. Literalmente. Ella no sólo tenía acceso a su diario, sino que a veces insertaba en sus páginas sus propios apuntes.
Yo estaba fascinado. Aquellos dos jóvenes estaban emparentados con las más importantes monarquías europeas. Alix quizás sólo fuera una princesa de Hesse, pero su madre, Alice, había sido una de las tres hermanas de la reina Victoria. Cuando Alice murió, Alix sólo tenía siete años, pero la reina Victoria la invitó a visitar Inglaterra en muchas ocasiones.
Estaba también Guillermo II, que aún habría de convertirse en el muy vilipendiado káiser Guillermo de la Primera Guerra Mundial. Daba la casualidad de que era el hijo de la hermana mayor de la reina Victoria. O sea que era primo de Alix. El príncipe inglés que llegaría a ser el rey Jorge V de Inglaterra era primo de Nicky. En su momento, el hijo mayor del rey Jorge, se convertiría en Eduardo VIII, hasta que abdicó del trono para casarse con Wallis Simpson. Rodeada por nuestros demonios, la pareja viviría durante décadas como duque y duquesa de Windsor. (El D. K. ni siquiera se molestó en asignarles un ángel).
Si enumero todos estos lazos de familia, es sólo para realzar lo reales que eran las raíces de Nicky y Alix. Puedo añadir que todos aquellos parientes augustos parecían convenir en que estaban muy enamorados, un amor raro y auténtico.
El Maestro albergaba sus dudas. A mí me comentó: «El Dummkopf Se presenta como el todopoderoso avatar del amor. Él es el amor y los que Le aman están llenos de amor, y el amor mismo resolverá todos los problemas humanos. Con esta pomada tóxica, no sólo embauca a tres cuartas partes de la humanidad, sino que Se engaña a Sí mismo. Nadie cree en el amor tanto como el Dummkopf».
¿Esto explicaría el gran número de Cachiporras aquí? ¿Se había refugiado Dios en la hipótesis medieval de que la monarquía constituía el mejor soporte de la sociedad? ¿De verdad suponía que si un rey joven y guapo y una reina joven y atractiva seguían majestuosamente enamorados y estaban plenamente entregados a la creencia en la bondad Divina, entonces Él, Dios, caramba, avalaría un audaz experimento? ¿Saldría mejor que algunos de Sus otros designios? Las monarquías anteriores habían estado notablemente desprovistas de amor entre sus titulares.
Me sentí aliviado. Ahora tenía una premisa. El D. K. ya no estaba en plena posesión de Sus facultades. ¿Sería esto verdad o era falso?