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Había una ironía de la que no eran conscientes los camaradas de Adolf. Lejos de ser un pueblo lleno de barro, Leonding poseía una clase alta que asistía asiduamente a las Buergerabends. Las sutiles diferencias entre los miembros empezaron a intrigar a Alois y constituyeron una pequeña distracción de su congoja. Sin embargo, aquella tregua no podía durar mucho. Sabía que tenía que seguir el descenso paso a paso hacia la tristeza, y a lo largo de todo aquel proceso le invadió tal confusión que llegó a dudar de su equilibrio mental.
No siempre era aterrador. Con el tiempo empezó a sentirse como si resucitara de entre los muertos, como si quizás recobrase las fuerzas. Sólo que no del todo. No siempre. Subsistía un agujero que le perforaba el corazón.
Aun así, las veladas ayudaban. Necesitaba escuchar conversaciones ingeniosas. Era la gente más inteligente y culta con la que se había codeado en sociedad y necesitaba creer que él también era un hombre sofisticado. Una noche, por ejemplo, escuchó con gran atención cuando uno de los presentes, que a todas luces poseía un holgado y hasta superior conocimiento del vino, comentó de pasada: «Los ingleses lo llaman hock[11]. Pero sólo porque el Riesling que les gusta tanto viene de Hochheim». Alois había aprendido a hacer un gesto de suficiencia, como si ya hubiera asimilado cada brizna de cultura recién adquirida. Una noche sirvieron Silvaner en botellas de una forma extraña llamadas Bocksbeutel. Estalló una carcajada. Bocksbeutel significaba «testículo de carnero». El ánimo de Alois se elevó lo suficiente para preguntarse si debía hablar. ¿Quién sabía más que él de aquellos testículos? ¿Acaso no había poseído un par de carneros bien dotados? Pregunta a las féminas. Pero no se atrevió a abrir la boca. Conocía lo que le diferenciaba de aquel estamento. Eran gente, en su mayoría, que no se levantaba de la cama hasta después de amanecido. Por lo tanto, comían y bebían hasta bien entrada la noche. Llegado el caso, seguían hasta medianoche. Incluso cuando era joven, él rara vez había trasnochado hasta tan tarde, a no ser que estuviese en el lecho de una mujer nueva. Triste era decirlo, pero él bien podría haber sido un jornalero ordinario que iba a trabajar con una hogaza de pan, un poco de embutido de hígado y un tarro de sopa. Veía a aquellos notables, ahora jubilados, levantarse para tomar un desayuno ligero —¡huevos escalfados con salsa holandesa y bollos!— y luego fumarse un buen veguero. Con frecuencia, hacia media tarde, montaban en sus carruajes y se desplazaban a Linz con sus mujeres para tomar el té de las cinco en el Hotel Wolfinger o en el Drei Mohren, fundado en 1565. Allí escuchaban los violines. ¿Qué sabía él de aquello? Sí, rara sería la tarde en que él tomase el té de las cinco en el Drei Mohren o el vestíbulo del Wolfinger. Como le dijo a Klara, eran los hombres de Leonding que más alto concepto tenían de sí mismos.
—Olvídate de Mayrhofer —le dijo—. Es un tipo impecable, pero esa gente proviene de familias muy antiguas, de ésas que toman seis platos en la cena. He oído hablar hasta de ocho.
—Yo podría hacértelos —observó Klara.
—No, querida, no —dijo él—. Ni siquiera se me ocurre esa posibilidad. Porque el secreto consiste en que no puedes servir recetas elaboradas si no tienes una vajilla Meissen o copas de vino adecuadas.
—¿Copas de vino? —preguntó ella. Ella misma se sorprendió de cuánto le dolía oírle.
—Sí —dijo él—. Producen un tintineo si las pellizcas con dos dedos.
De hecho, le invitaron a una de aquellas cenas. Acudió solo. Klara se quedó en casa cuidando de los niños. Cuando él volvió, ella comentó que quizás debieran invitar a casa a aquellos notables.
—Tienen agua interior —contestó Alois—. Su cuarto de baño no es un cobertizo fuera. La puerta del baño no tiene un agujero recortado en forma de medialuna. Nuestras nuevas amistades, si llegaran a serlo, juzgarían estos detalles… peregrinos. —Nunca había empleado esta palabra—. No —continuó—, no podemos tener invitados así. ¿Qué les diría cuando preguntasen dónde se encuentra el váter? ¿Les digo: «No se preocupe por el agujero. ¡Nadie fisgará!»?