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Puedo decir que de recién nacido era el producto más típico de Klara Poelzl. No era saludable. Ciertamente, Klara se aterraba cada vez que de su nariz rezumaba una gota de mucosidad o que la burbuja de un esputo asomaba por sus labios de bebé.

Probablemente es verdad que ella se habría muerto si él no hubiera vivido. La atención que prestó a los primeros días de Adolf habrían parecido histeria en cualquier mujer con menos motivos de preocupación, pero Klara vivía al borde del abismo. Ahora impregnaba sus recuerdos de las noches con Alois el penetrante olor corrupto de la enfermería cuando Gustav, Ida y Otto fueron muriendo uno tras otro con pocos meses de diferencia en el mismo año. Había rezado devotamente a Dios para que salvara a sus tres pequeños, pero los rezos fueron infructuosos. A su modo de ver, la reprobación divina sólo confirmaba la situación de pecado en que ella vivía.

Después de haber concebido a Adolf, contrajo el hábito de lavarse la boca todas las mañanas con jabón de lavadero. (Alois sentía una ferviente predilección ahora —sobre todo al final del embarazo— por obligar a la boca de Klara a tomar el sabueso y guardarlo dentro, mientras él le sujetaba con una manaza el cuello).

No era de extrañar, por tanto, que su amor lo ofrendase al bebé. Tan pronto como Adolf dio algún indicio real de vida —pronto sonreiría encantado cuando ella le acercaba la cara—, empezó a creer que Dios quizás fuese clemente esta vez, que incluso estuviera dispuesto a perdonarla. ¿Le respetaría aquel hijo? Así es la naturaleza de la esperanza piadosa. Luego tuvo un sueño que le dijo que no tuviera trato alguno con su marido. Así es la naturaleza de la obligación piadosa.

Alois no tardó en afrontar la posibilidad de que una voluntad de hierro, cuando la oración la forja, puede ser tan poderosa en una cónyuge como unos bíceps muy desarrollados en su compañero. Al principio, Alois no creía que la negativa de Klara a que la tocase fuese algo más que un capricho, una nueva clase de incentivo. «Las mujeres dais vueltas y más vueltas como un gatito que persigue su rabo», le dijo. Después, decidiendo que una rebelión semejante había que aplastarla sin misericordia, le agarró las nalgas con una mano y el pecho con la otra.

Ella le mordió en la muñeca con fuerza suficiente para hacerle sangrar. Él, en respuesta, le dio una bofetada que le dejó a Klara un ojo a la virulé. Gott im Himmel! A la mañana siguiente, Alois no tuvo más remedio que suplicarle que no saliera a la calle hasta que el ojo recobrara su color natural. Durante una semana, con la mano vendada, hizo las compras después del trabajo: fueron noches sin taberna. Después, ya borrada por fin la moradura de Klara, Alois tuvo que renunciar a derechos que consideraba irrevocables y tuvo que dormir acurrucado en su lado de la cama.

Como aquella situación se mantendría durante una buena temporada, opté por quedarme de momento más cerca de Klara. La intensidad emocional atrae siempre a diablos y demonios, del mismo modo que los campesinos sueñan con tierra negra para futuras cosechas.

Apenas necesito subrayar que la muerte de Otto, Gustav e Ida nos fueron de utilidad, aun cuando la muerte siga siendo jurisdicción de Dios, no nuestra. La pérdida de estos hijos intensificó la adoración de Klara por Adolf hasta superar la medida habitual de amplio amor maternal. Como él se echaba a llorar cada vez que ella le besaba en los labios, llegó a percatarse de que era por el olor a lejía en su boca. Pero puesto que Alois había sido desterrado a su lado de la cama, ya no hacía falta utilizar el desinfectante todas las mañanas. Así que pudo volver a besar a Adolf mientras él gorjeaba de gusto.

Confiábamos en que esto fuera provechoso. Un amor maternal excesivo es casi tan prometedor para nosotros como una falta de amor materno. Estamos programados para detectar excesos de todo tipo, buenos o malos, amorosos u odiosos, demasiado de algo o demasiado poco. Cada exageración de un sentimiento sincero sirve a nuestros propósitos.

Sin embargo, esperaríamos. Para convertir en cliente a un niño, seguimos una norma fiable. Nos movemos despacio. Aunque una procreación incestuosa, a la que siguen torrentes de amor materno, ofrece grandes posibilidades, sobre todo cuando el suceso se ha visto fortificado por nuestra presencia en la concepción, y tenemos, en consecuencia, motivos sobrados para esperar que existan oportunidades excepcionales para nosotros, aun así aguardamos, observamos. Puede que el niño no sobreviva. Perdemos muchísimos. Con excesiva frecuencia, Dios conoce nuestra elección y, cruelmente —diré esto de Él—, sí, Dios puede eliminar cruelmente a determinados niños, por alto que sea el precio para Él. ¿El precio para Él? Existe un curioso cálculo. El Señor no es insensible a las esperanzas de los que rodean al pequeño. La muerte prematura de un bebé excepcional puede desmoralizar a una familia. Dios titubea, incluso cuando sabe, por consiguiente, que en buena medida hemos capturado a un individuo concreto. A veces no quiere asumir el daño colateral para la familia. Además, Sus ángeles siempre pueden intentar arrebatarnos al niño.

De modo que el Señor respeta el amor materno incluso cuando es absorbente. Así pues, no es extraño que muchos artistas, monstruos, genios, asesinos y algún que otro salvador haya llegado hasta la madurez porque Dios decide no eliminarlos. El primer elemento de reconocimiento mutuo entre el D. K. (como en lo sucesivo Le llamaremos a menudo) y nuestro jefe —el Maestro— es su entendimiento mutuo de que ninguna espléndida calidad humana individual tiene probabilidades de imponerse sin que le afecten las potestades de Dios o las nuestras. Hasta la más noble, abnegada y generosa madre puede producir un monstruo. Siempre que estemos presentes. De todos modos, esto no es juego del que podamos conocer el desenlace. Por eso apostar por el recién nacido es correr un albur tanto para el Maestro como para el Señor.

Pero veo que poco se entenderá de esta exposición si no explico las condiciones, limitaciones y potestades del mundo donde resido.

El castillo en el bosque
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