5

El primero de julio, Klara estaba visiblemente encinta. Al cabo de siete meses, suponiendo que el bebé naciera sin percances, habría un total de ocho niños vivos o muertos que habían venido al mundo por intermedio de Alois. Por supuesto, si él quería, podía añadir algunos no muy justificados: había conocido a una serie de cocineras y doncellas que habían concebido gracias a lo que cabría denominar una paternidad mixta. Y sí, cada vez que una de ellas se había declarado embarazada, él había admitido que podría ser el verdadero padre, pero ¿ella no había estado también con Hans y Gerhardt y Hermann y Wolf? Con raras excepciones (como Fanni), aquellas mujeres no estaban en condiciones de discutir. Bastaba con hacerles un regalo decente.

Allí, en Hafeld, topaba cara a cara con el otro lado de aquellos logros. A través del calor de julio, en su granja encima de la colina, tenía que mirar a las cinco caras durante todas las comidas, desde la de Klara a la Edmund, que tenía dieciséis meses y ya empezaba a hablar. En enero habría otro niño. Estaba acostumbrado a vivir con caras de gente delante, más caras nuevas que las que veía la mayoría de la gente, pero ahora eran siempre las mismas jetas. No estaba habituado a afrontar cuestiones como si Edmund, por ejemplo, había descubierto una nueva expresión o si sólo estaba gorgoteando viejas gotas de sonido.

Regentar la granja era otro cantar. Le complacía el trabajo de Angela. Para ser una chica de doce años que se había estado poniendo crema en las manos desde los ocho —una niñita urbana, proclive a que la mimaran—, prestaba, para sorpresa de Alois, una ayuda decente. Siempre estaba almohazando a los dos caballos y bañando a la vaca aun cuando la corpulenta hembra no lo necesitara. También hacía reír a Adolf y a Edmund con la alegría entusiasta que expresaban los gruñidos vigorosos de la cerda cuando se le acercaban con comida. Rosig (Rosada) era un ejemplar grande, incluso para un puerco de feria, y parecía feliz en su revolcadero hediondo, con su escarapela rosa encima de la pocilga, un premio del verano anterior a la compra de la granja. El invierno siguiente, cuando no les agobiaran todas las labores nuevas y dispusieran de tiempo, Angela quería preparar de nuevo a Rosig para una competición local. Sí, decidió Alois, su hija era un premio ella misma. Angela incluso se esforzaba en mantener apartado el estiércol de los animales. Insistía en llevar cada recolección a un montículo distinto. ¿Por qué? Porque le dijo a Klara: «Mi padre lo querría así. Bonito y limpio». Hasta logró que Adi participara en la tarea. Aunque era seguro que al niño le entraría una rabieta, ella la sobrellevaba. Después el chico la seguía, con la nariz levantada de horror hacia el cielo, pero aun así acarreaba un segundo cubo de estiércol.

Terminado su curso escolar, Alois hijo llegó a la granja a comienzos de julio. Durante una temporada corta, nadie pudo superarle en el trabajo. Desde el principio fue espléndido con los caballos, sobre todo con Ulan, un semental de cinco años. Alois estaba orgulloso de lo rápido que el chico se acostumbró a la silla. El joven siempre estaba dispuesto para la alegría de un medio galope a pelo cuesta arriba y abajo, acompañado por los gritos a pleno pulmón de Angela y Adi. Sí, también se ofrecía a pasar el arado con el caballo de tiro, Graubart. Pronto hubieron removido acres de duro suelo de pasto para cultivar patatas, las mismas de simiente que Klara había comprado y almacenado en la bodega una semana antes de su llegada. Alois hijo trabajó dos semanas con más ahínco de lo que su padre habría creído.

De repente cesó aquella ráfaga. Llegó una mala noticia en una carta de la escuela de Passau. Alois había suspendido la mitad de las asignaturas. Tendría que repetirlas.

—No volveré —le dijo a su padre—. Los maestros son tan estúpidos que nos reímos de ellos.

Sí, el chico debía de haber rumiado durante las dos semanas la mala noticia escolar, pero sin decir una palabra se había limitado a trabajar de firme. Durante este tiempo habían excavado hoyos de veinticinco centímetros en los tres acres elegidos, un suelo terco y resistente, y después habían depositado las patatas de siembra en aquellas trincheras superficiales y las habían cubierto ligeramente, cada retoño a treinta centímetros del otro, cada surco a menos de un metro del siguiente, pero aquello sólo había sido el comienzo. A continuación venía la tarea de desherbar y fertilizar. A Alois le asaltaron malos recuerdos de cincuenta años atrás. Ahora encontró larvas blancas y gusanos, y tuvo que vigilar para que los escarabajos y los áfidos no mordisquearan las primeras hojas de la patata hasta transformarlas en un encaje verde. Todos los días había que volver a desbrozar.

El riego no tardó en ser un problema. Sólo se podía cavar unos centímetros para la irrigación de los canales. Si cavaban más hondo, la pala destrozaría las raíces de las patatas. Sin embargo, las trincheras pronto se llenaron de cieno. Había que dedicar horas a acarrear cubo tras cubo de agua de pozo ladera arriba hasta el prado. Una de aquellas tardes, el chico desapareció. Se había ido a cabalgar con Ulan. Alois lo sustituyó con Angela y ella cargó el agua durante el resto de la jornada, una labor pesada para una chica de su estatura.

Aquella noche, Alois echó una bronca a su hijo delante de los demás.

—Te pareces mucho a la loca de tu madre —le dijo—. Sólo que tú eres peor. No tienes excusa. Tu madre, al final, no estaba en sus cabales, pero al menos había trabajado duro. Tú eres un haragán.

Si el episodio hubiese ocurrido tan sólo un año antes, Alois le habría propinado una tunda, de esa variedad apocalíptica que deja una cicatriz en el corazón, pero ahora el chico, a juzgar por la expresión de sus ojos, era lo bastante bravo para no dar cuartel a Alois. Por tanto, no le pegó. Llegó a la conclusión de que no hacerlo fue un error. Una buena zurra habría dejado zumbando la cabeza del chico. Ahora Alois hijo podría pensar que su padre le tenía un poco de miedo, quizás un poco, sí. En la práctica, siguió reduciendo la duración de su horario: era un mozo de ciudad haciendo un trabajo veraniego. Poco antes de la puesta de sol, pedía permiso al padre para montar a Ulan.

Alois se dijo a sí mismo que el problema consistía en que no era un padre severo. Por debajo de toda su aspereza, tenía un corazón blando. Lo cierto era que adoraba a su hijo. Era tan atractivo. Inquieto, sí, y víctima de arrebatos terribles, igual que su madre. Tenía un orgullo un tanto desmedido, y distaba mucho de estar obteniendo una educación decente. Aun así, cuando quería sabía ser tan encantador como Fanni. A Alois le recordaba lo bien que ella se movía. Incluso se enorgullecía de la rapidez con que el chico se había entendido con el semental. El propio Alois dudaba a la hora de montarlo. Era en verdad un largo recorrido hasta el suelo para un hombre pesado. Pero Alois hijo lo ensillaba con todo el esplendor de un cadete, de aquellos que paseaban por las mejores calles de Viena luciendo las botas que Alois les había hecho en aquellos años en los que admiraba tanto su prestancia de jóvenes. Evocó recuerdos de aquellos oficiales pavoneándose en la Ringstrasse con sus bellas damas, mientras él, el aprendiz, había soñado con encontrar para sí a una joven, elegante y bonita sombrerera, ¡sí, el viejo sueño! Abrirían una tienda que ofreciese los más finos sombreros artesanos y las botas más espléndidas, un sueño idiota, pero su hijo Alois le recordaba a aquellos cadetes. Era un joven muy atractivo. No se parecía en nada a Adolf, con su mal genio histérico, ni a Edmund, lleno de mocos.

Así que era incapaz de negársela cuando Alois le pedía una hora libre. Al fin y al cabo, había que ejercitar a Ulan. Y el caballo amaba a su joven jinete, pero no al padre: cada vez que se acercaba, el animal le enseñaba los dientes, en un gesto de maldad inconfundible.

El castillo en el bosque
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