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Sí, Alois iba a jubilarse. Compraría una granja. El último año de trabajo en la aduana había empezado a buscarla, y en febrero de 1895 compró lo que consideraba la propiedad adecuada en una ciudad llamada Hafeld, a unos cuarenta y cinco kilómetros de Linz. Así que en abril Klara y los niños se trasladaron desde Passau a su nuevo domicilio. Era, en realidad, un retiro rural. La escuela más cercana estaba en la aldea más próxima, Fischlham, a menos de dos kilómetros, y allí, después del verano Adi entraría en el parvulario. Durante los meses siguientes, Klara viviría en la granja con toda su prole mientras Alois completaba su servicio en Linz.

Por supuesto, la jubilación no dejaría de abrir unas cuantas grietas en lo que había sido un edificio imponente. Me refiero al ego de Alois. Cuando consideramos los escasos materiales con los que había tenido que alimentar a aquel compañero incondicional de su psique, puede que incluso hubiera tenido derecho a probar un poco de néctar meditativo.

Pero no pudo gozarlo. ¡Qué lástima! Si al menos hubiera disfrutado trabajando en su último puesto en Linz, su último título, oficial jefe de aduanas, le habría dejado un poso de auténtica satisfacción. Pero todos los problemas que había tenido con el personal de Passau fueron magnificados. Linz era un centro importante de atención de la inspección de finanzas. Era la capital de una provincia muy importante, la Alta Austria, y la aduana, por consiguiente, rebosaba de jóvenes funcionarios ambiciosos que no desaprovechaban ocasión de mostrar su sutil desprecio por las deficiencias de oficiales superiores de cuna más humilde que la de ellos. La mayoría de aquellos jóvenes daban por sentado que en el futuro obtendrían altos cargos, y semejante confianza por su parte hacía que Alois se sintiera desplazado. Por primera vez en todos los años en que había llevado uniforme, no siempre las miradas de quienes se lo cruzaban en la calle lo tomaban por un funcionario inmaculado. (Ahora esto exigía excesivos esfuerzos). Tampoco era tan puntual como antes. A veces, llegado el momento de formular una reprimenda disciplinaria, titubeaba el tiempo necesario para ponderar las posibles repercusiones. Peor aún. Hubo una o dos ocasiones en que se olvidó de lo que estaba a punto de decir.

Por este mismo motivo suavizó las restricciones sobre el hábito de fumar. Ya no disfrutaba enfrentándose con la ira contenida de los funcionarios más jóvenes. Pero en consecuencia gozaba menos su propio tabaco. También empezó a sentir como si todos sus camaradas, jóvenes y veteranos, aguardaran con impaciencia su retiro. Al fin y al cabo, había cumplido casi cuarenta años de servicio. Aunque tenía derecho a continuar otros doce meses, no lo juzgó prudente. Pequeñas y continuas infiltraciones en su vanidad rebajaban sus sueños a una escala cada vez más modesta. ¿Y si se convertía en un hacendado? No estaría tan mal, ya en el sol otoñal de sus últimos buenos años. ¡Qué demontres! Nacido campesino, acabaría sus días como un acaudalado que había vuelto al campo.

Tenía dinero suficiente. Podía comprar directamente una granja decente. Tendría su pensión y sus ahorros: él y Klara habían hecho economías. Además, conservaba la suma y los intereses de una gran parte de la dote de tres cónyuges. Podía afirmarse que las dos primeras habían aportado dinero efectivo al vínculo matrimonial. Aunque Anna Glassl había conseguido recuperar, por vía judicial, la mitad de su cuantiosa dote a causa de la separación, la mitad restante no era desdeñable. Franziska, si bien no llegaba a aquella altura, era no obstante hija de un granjero próspero. Incluso el viejo Johann Poelzl, el padre de Klara, había desembolsado cuando se casaron algunos kronen largo tiempo ahorrados.

Por otro lado, Alois entendía de maravilla el dinero. No todas las monedas eran iguales. En lo más hondo de la conciencia, uno tenía que pagar un diezmo por el dinero mal habido. El dinero devolvía el reflejo de cómo había sido adquirido. A veces esto le producía un escalofrío pasajero. Podía pensarse que una buena parte de su prosperidad era la flor que brotaba del suelo donde estaban enterradas las dotes de esposas difuntas.

Durante su último año de servicio, mientras Klara se ocupaba de los niños en Passau y él estaba libre en Linz, había empezado a sentirse demasiado viejo para otras mujeres. Fue cuando se dijo a sí mismo que debía retornar al campo. Era lo que siempre había oído decir a Johann Nepomuk: «La mujer auténtica está en los campos». Bastaba con que el viejo tomase una copa para que lo repitiera sin cesar. «La mujer de verdad…, la mujer de verdad hay que buscarla en los campos. Respeta los campos».

Era un proverbio que Alois celebraba aun cuando entre sus planes no figurasen las pesadas labores de labranza. Su objetivo era más bien la apicultura. Tenía pensado dedicarse a las colmenas. Vendería la miel. Sería su cosecha. De todos modos, poseer un poco de tierra podría ser como adquirir otro miembro, un quinto apéndice, por así decirlo, tan importante para un hombre de raíces campesinas como la trompa para un elefante.

Cinco años antes, por la época en que nació Adolf, había comprado una granja. En más de un sentido, la compra le había emocionado más que el nacimiento. A diferencia de los tres primeros vástagos de Klara, la tierra no moriría.

Había ocurrido lo contrario. La tierra no pereció, pero sí su condición de propietario. La granja había estado cerca de Spital, a unos ciento sesenta kilómetros de donde a la sazón estaba trabajando en Braunau, pero ya entonces había abrigado una vaga idea de jubilarse allí más adelante. En el ínterin, podría ser una buena manera de ocuparse de su cuñada, Johanna Poelzl, de preferencia pidiéndole que viviera con ellos como criada. No quería a Johanna todas las noches en la sala, no con aquella cúpula en la espalda. ¡Pobre jorobada!

No obstante, sentía cierta admiración por su cuñada. Johanna no era temerosa de Dios en absoluto. No confiaba en Él. «Dios», declaraba, «no tenía que haber matado a tantos de nuestros familiares». Alois se descubría ante esto. «No es como mi mujer», le gustaba decir en la taberna. «Klara se apresura a besar cada cruz que encuentra».

De todos modos, Johanna no regentaba la granja muy bien. Tarde o temprano, cada jornalero que pasaba por allí sufría los ataques de su lengua afilada. Acabó decidiendo volverse a la casa de su padre y su madre, que también se llamaba Johanna. Recordemos que esta última Johanna era la que había sido amante de Alois en una ocasión inolvidable. (Sie ist hiera).

Alois pudo, sin embargo, obtener una ganancia modesta vendiendo aquella primera granja y ahora estaba predispuesto a adquirir la de Hafeld. Allí había una granja que podía trabajar él mismo. Se llamaba Rauscher Gut (que puede traducirse como «la finca batida por el viento») y contenía poco más de tres hectáreas y media de pastos y una casa de madera de dos plantas bajo un techo de paja, con buenas vistas de las montañas de la Salzkammergut. Además, había frutales, robles y nogales. En el establo había un pajar, pesebres para dos caballos y una vaca, aparte de una cerda premiada.

Parecía perfecta. Después de la compra (y sólo después de la compra), los granjeros de las cercanías empezaron a insinuar al recién llegado que la propiedad quizás fuese hermosa, pero no iba a ser necesariamente famosa por sus cosechas.

Él consideró que aquellos comentarios eran exactamente el tipo de novatadas que los lugareños gastarían a un forastero. Oh, les aseguró él, aquello no tenía importancia. La tierra descansaría. Él pensaba cultivar abejas. Era su elemento. Una buena miel podía ser la cosecha más próspera.

De hecho, en los últimos días anteriores a la ceremonia de su jubilación (que fue aceptablemente laudatoria para Alois y muy impresionante y hasta emocionante para Klara), vivió una serie de noches tabernarias como el medio más directo de despedirse de su personal y de decenios de servicio. Como ya no quería en absoluto que le considerasen un hombre dado a soñar con el pasado, pensaba en el futuro y desafió a sus jóvenes colegas, así como a un par de viejos compinches y unos cuantos funcionarios municipales respetados, a beber con él más de una jarra departiendo sobre los méritos y los misterios de la apicultura. De hecho, fustigó a cada mesa cada noche con tanta información sobre «la psicología misteriosa de esas pequeñas criaturas» que los oficiales jóvenes se avisaban unos a otros: «Esta noche, procuremos que la “nube de humo” no nos asfixie de tabaco con esa cháchara acerca de las abejas».

En verdad, Alois se veía como un filósofo sobre esta materia. ¡Qué logro para un campesino del Waldviertel sin estudios dar una conferencia al nivel de un sabio universitario!

Así pues, aquellas últimas semanas que precedieron a la jubilación, en la misma taberna de Linz que había frecuentado todas las noches después de su turno en aduanas, Alois hablaba cada vez más de los más altos conceptos de la apicultura. Informaba a sus compañeros de borrachera que las abejas constituían un universo asombroso.

—Con raras excepciones, esas criaturas diminutas dedican su vida a un único propósito: construir un futuro para las generaciones posteriores. No sólo consumen ellas la miel que transforman a partir del néctar y el polen, sino que, caballeros, también alimentan a sus larvas. —Asintió—. Esas larvas se alojan en las celdas hexagonales más minúsculas, un espectáculo prodigioso porque están construidas simétricamente con la mismísima cera que las obreras fabrican a partir del polen, proceso tan misterioso, señores, que ni siquiera lo comprenden del todo los químicos más modernos.

Sus acompañantes asentían, cabizbajos. Aquello no era una animada charla cervecera. Pero Alois, las últimas noches, se había convertido en el típico conferenciante que exhibe una incorruptible insensibilidad hacia sus oyentes.

—Algunas abejas —observó—, las más robustas, actúan de guardianas que custodian las entradas a la colmena. ¿Sabéis que están dispuestas a morir combatiendo? Incluso se enfrentan a agresores tan poderosos como las avispas, las arañas o las termitas. Si, todos los insectos buscan en la miel un alimento gratuito. Pero éste no es el único obstáculo que priva a la abeja de una vida apacible. A lo largo del verano, muchas obreras despliegan un constante esfuerzo por mantener fresco el interior de la colmena. ¿Cómo? Por medio de una actividad incansable. Aletean sin cesar. No pocas llegan a gastar las alas. Después de lo cual, se disponen a expirar. Entregan la vida en la dura tarea de crear una corriente de aire que refresque la colmena. ¿Por qué? Porque las larvas no sobreviven a un calor tan intenso. Pensadlo. Miles de alas batiendo mientras otras salen a explorar y traer más suministros de los campos de flores. Recogen el polen en unas vainas que tienen en las patas y luego, cuando vuelven volando a la colmena, se las arreglan para sostenerse en el aire con cargamentos de polen y néctar que pesan más que su cuerpo. Os aseguro que crean una sociedad no muy diferente de la nuestra, pero sin duda más laboriosa.

No chistaba ninguno de sus subalternos. (Si lo hicieran se arriesgaban a que Alois continuara hablando una hora más). El único que intervino fue uno de los más antiguos funcionarios municipales. Aspirando de su pipa solemnes bocanadas de humo, dijo:

—Vamos, Alois, sólo son insectos.

—¡No, señor! Con el debido respeto, usted se equivoca. Son mucho más de lo que pensamos. Algunos, a mi entender, viven para designios más bellos que el típico mentecato humano. Permítame decirle que son una de las maravillas de nuestro universo.

El castillo en el bosque
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