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Para cumplir esta promesa, ahora debo ampliar estas memorias y comenzar una historia familiar en gran parte como si fuese un novelista convencional de la vieja escuela. Entraré en los pensamientos de Johann Nepomuk, así como en numerosas percepciones de su hijo ilegítimo, Alois Hitler, e incluiré asimismo los sentimientos de las tres mujeres de Alois y de sus hijos.
Sin embargo, hemos terminado con Maria Anna Schicklgruber. Aquella madre infeliz falleció en 1847, a la edad de cincuenta y dos años, diez después del nacimiento de Alois. Se estableció que la causa fue «tisis derivada de hidropesía del pecho», una tuberculosis galopante que contrajo durmiendo en el pesebre durante sus dos últimos inviernos. La causa colateral fue la furia. Hacia el final, pensó muchas veces en lo sana que había sido a los diecinueve años, en su cuerpo veloz y en su voz cantarina, alabada por su belleza cuando fue solista del coro parroquial de Doellersheim. Pero ahora, tras haber sufrido la maldición de tres decenios de expectativas fallidas, la embargaba la cólera añadida que Georg aportaba a sus ayuntamientos esporádicos. Él, sin embargo, como muchos borrachos predecesores, logró sobrevivir a la suposición de todo el mundo de que la muerte le llegaría pronto. Tras la de Maria Anna, Georg fue tirando durante diez años más. La bebida no sólo había sido su perdición, sino su querida medicina y, sólo al final, su verdugo. Murió en un día. Lo atribuyeron a una apoplejía. Como nunca se molestaba en visitar a Nepomuk ni a Alois, no notaron su falta, pero por entonces Alois tenía veinte años y trabajaba en Viena.
En realidad, Alois no había sufrido gran cosa la pérdida de su madre. Spital, donde él vivía con Johann Nepomuk y la mujer y las tres hijas de la familia Hiedler, distaba un largo trecho de Strones y casi se había olvidado de Maria Anna. Era feliz con su nueva familia. Al principio, las hijas de Nepomuk, Johanna, Walpurga y Josefa, que a la sazón tenían doce, diez y ocho años, estaban encantadas con tener un hermano de cinco años, y le llevaban de buena gana a sus dormitorios. Como Spital era un auténtico pueblo, no un villorrio, había empezado a producirse una separación entre los prósperos y los pobres. Hasta a un granjero se le podía considerar acaudalado, al menos en su localidad. Había unos cuantos en Spital, y Johann Nepomuk era el primero de ellos. La mujer, Eva, regentaba un buen hogar. También era sumamente práctica. Si albergaba la sospecha de que Nepomuk pudiera ser en verdad algo más que el padrastro del chico, por otra parte no olvidaba la decepción en los ojos de Johann cada vez que ella alumbraba a una niña. Seguramente era mejor para todos tener un varón en casa. Sí, era una mujer práctica.
¡Y amaban a Alois! El padre, las chicas e incluso Eva. Era bien parecido y, al igual que su madre, sabía cantar. Cuando se hizo mayor también demostró que no renegaba del trabajo en el campo. Incluso hubo un tiempo en que Johann Nepomuk consideró la posibilidad de dejarle la granja, pero el chico era inquieto. No siempre estaría allí para afrontar cualquier escollo imprevisto, grande o pequeño, que pudiera presentarse inesperadamente en la jornada de trabajo. En cambio, Nepomuk profesaba tanto amor a sus tareas que los días mejores sentía como si oyese los murmullos de la tierra. Si bien le intranquilizaban los largos silencios que sobrevenían hacia el crepúsculo, por la noche un hechizo presidía a menudo sus sueños. La suma de sus campos, sus cobertizos, su ganado y su establo se transformaba en una criatura equivalente a una mujer exigente, cavernosa, inquietante, maloliente, avara, menesterosa y que cada vez le sacaba más cosas. Despertaba con el pleno convencimiento de que nunca podría dejar la granja a Alois: Alois era el hijo de la mujer que aparecía en el sueño. Así que renunció a la idea. Tuvo que hacerlo. Un regalo semejante enfurecería a su mujer. Ella quería un buen futuro para sus hijas, y la granja quizás no diese más de dos dotes respetables. Con el paso de los años, nuevos problemas surgieron a propósito de estas dotes. En el primer matrimonio, la hija mayor, Johanna, recibió sólo una exigua parcela. Pero, después de todo, había elegido casarse con un hombre pobre, un granjero trabajador pero de mala estrella que se llamaba Poelzl. A la hora de asignar la dote a la hija segunda, Walpurga, que ya tenía veintiún años, Nepomuk no tuvo otro remedio que ser más generoso. El presunto novio, Josef Romeder, era un mocetón de una próspera granja de Ober-Windhag, el pueblo siguiente, y las negociaciones sobre el tamaño de la dote de Walpurga fueron espinosas. A la postre, Nepomuk cedió la parte más fértil de su tierra. Esto dejó sólo un modesto terreno para la tercera hija, Josefa, que era enfermiza y solteril. Para Eva y para él, Nepomuk se reservaba un bonito y pequeño alojamiento en un huerto a la vera de lo que había pasado a ser propiedad de Romeder. Pero la casita en el huerto era suficiente. Tenía ganas de jubilarse. Teniendo en cuenta la duración y la vehemencia de las negociaciones sobre la dote, la ceremonia de transferir las tierras fue un acontecimiento tan señalado como la boda que acababa de celebrarse.
Nepomuk llevó a su yerno a recorrer la finca, de un lindero al otro, y se detuvo delante de cada indicador que establecía una separación entre sus campos y los del campesino contiguo. Nepomuk decía:
—Y que trabajes bajo un cielo negro si cualquier día recoges fruta del huerto de este hombre, aunque sea fruta caída.
Y a continuación asestaba a Josef Romeder un mamporro en la cabeza. Repitió este acto cada una de las ocho veces que recorrieron el lindero. Johann Nepomuk estaba poseído por una de esas fatalidades que te cuelgan de la espalda como un peso muerto. Lo que más lamentaba no era desprenderse de la granja, sino la ausencia de Alois. Su querido hijo adoptivo no estaba allí porque Johann Nepomuk le había expulsado tres años antes, cuando el chico tenía trece años y Walpurga dieciocho. Les había descubierto en el pajar del establo, y esto le recordó el otro establo donde se había acostado en la paja con Maria Anna, la tarde en que Alois fue concebido. Siempre había conservado un recuerdo glorioso de aquel acto de amor con Maria Anna Schicklgruber. Sólo había tenido dos mujeres en su vida y Maria fue la segunda, y para él no fue en absoluto una moza de pueblo, de textura burda y culo al aire en el heno, sino una madona iluminada por la luz del sol, una imagen que había observado en una vidriera de la iglesia de Spital. Esta imagen siempre ampliaba el concepto que tenía de la magnitud de su pecado. Sabía que vivía en sacrilegio, pero no renunciaba a la imagen de la cara de Maria Anna en la vidriera. Era un motivo suficiente para no confesarse con excesiva frecuencia, y cuando lo hacía inventaba otros pecados, pecados mortales, para el confesonario. Una vez confesó un coito con la yegua de la granja, una acción que nunca había intentado —¡no se hace el amor con un caballo grande por tan poco!—, y el cura, a su vez, le preguntó cuántas veces había cometido este pecado.
—Sólo una vez, padre.
—¿Cuándo fue eso? ¿Hace cuánto tiempo?
—Meses, creo que meses.
—¿Y cómo te sientes cuando trabajas ahora con el animal? ¿Sientes las mismas urgencias?
—No, nunca. Estoy avergonzado de mí mismo.
Como el cura era de mediana edad y tenía poco que aprender del campesinado, intuyó que Nepomuk estaba mintiendo. Sin embargo, habría preferido que el relato fuese verídico porque el bestialismo, aunque un pecado tan mortal como el adulterio o el incesto, le parecía menos grave. Al fin y al cabo, no engendraba descendencia. Por lo tanto, procedió a ejercer su ministerio sin hacer más preguntas.
—Te has degradado como hijo de Dios —le dijo a Nepomuk—. Has cometido un pecado grave de lujuria. Has herido a un animal inocente. De penitencia te pongo quinientos padre-nuestros y quinientas avemarías.
Era una penitencia idéntica a la que el cura había impuesto aquella mañana a un colegial que se había dado el gusto de una masturbación solapada y de escupitajo en la palma (¡un acto de lo más furtivo!), y luego había frotado el salivajo y el semen sobre el pelo del chico de delante, un niño.
Johann Nepomuk se limitó en adelante a confesar al mismo sacerdote de vez en cuando que todavía tenía pensamientos lascivos sobre la yegua, pero que se cuidaba de no ponerlos en práctica. Esto resolvió el problema de la confesión, pero la ausencia continua de Alois producía en Johann Nepomuk Hiedler un calvario de amor. Había llorado como un padre bíblico y se desgarró la camisa cuando descubrió a su hijo y su hija en el pajar. Supo que acababa de perder al chico. La luz más radiante de casi todos sus días, aquella cara joven y alegre, tendría que partir. Para conmoción de las otras mujeres de la casa, Alois fue enviado aquella noche a la casa de un vecino y a la mañana siguiente lo embarcaron en un carruaje que se dirigía a Viena.
Nepomuk no se lo contó a Eva, pero tampoco fue necesario, ya que Walpurga, por insistencia de su padre, no salió de la casa los tres años siguientes. Hubo que concertar la boda de la joven con Romeder, sin ningún tipo de cortejo. Pero Eva, aunque tan alerta a la castidad de sus hijas como un sargento de instrucción examinando la precisión de sus hombres en un desfile, seguía acosando a Nepomuk para que le consintiera a Walpurga dar un paseo los domingos con una amiga.
—No —decía él—. Las dos se meterán en el bosque. Y entonces las seguirán los mozos.
El día en que recorrió el lindero con Romeder, se sentía oprimido cada vez que golpeaba al marido de su hija. Qué injusticia estaba cometiendo con su yerno. Ergo, le pegaba más fuerte. Un matrimonio se estaba basando en una mentira. En consecuencia, no se podía allanar la propiedad del vecino. Sería un sacrilegio contra la tierra. ¡Cómo lamentaba Nepomuk la ausencia de su hijo!