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Por aquella época tuve que viajar de Austria a Suiza, y el mes siguiente lo pasé en Ginebra supervisando la transformación de un pequeño delincuente en un asesino apasionado.

Dada la diversidad de los clientes a los que estaba atendiendo en los alrededores de Linz, más de una vez tuve que volver a Austria para tomar nota de su estado, por lo cual seguí de cerca los sucesos en el molino de grano de Lambach, pero no hablaré de estos asuntos hasta después de haber hablado un poco de mi misión en Ginebra. A los lectores que a estas alturas recelan de estas expediciones, les prometo que esta vez no relegaré al pequeño Adolf más que uno o dos capítulos interesantes.

Además, en unas cuantas páginas del texto se citará a Mark Twain, aunque nunca fue mi cliente, ¡jamás me habría atrevido a intentarlo! En verdad, de haber existido la posibilidad, el Maestro, admirador de grandes escritores, probablemente habría procurado explorar él mismo una iniciativa de seducción semejante.

Lo cierto es que Twain, un hombre muy complejo, no fue considerado material conveniente. Sí lo eran, sin embargo, algunas de sus amistades, de modo que yo conocía sus actividades lo bastante para respetar el fervor con que escribió sobre el asesinato de la emperatriz Isabel en Ginebra, el 10 de septiembre de 1898. Casada en 1854 con Francisco José, durante largo tiempo se la había considerado la reina más bella y cultivada de Europa. Su poeta favorito, por ejemplo, era Heinrich Heine. Realzaba el prestigio exótico de la soberana el hecho de que, tras el doble suicidio en 1889 de su querido hijo, el príncipe heredero Rodolfo, y su joven amante, la baronesa Vetsera, la emperatriz sólo vestía de negro. Aquella tragedia, conocida en toda Europa como «Mayerling», fue un suceso en el que desempeñé un papel nada pequeño. De hecho, es posible que por eso me eligieran para guiar por Ginebra a Luigi Lucheni después de que fuera avistado como un supuesto asesino.

—Es un trabajo espantoso —dijo el Maestro—, pero a nuestra medida. Un pequeño malhechor de lo más trastornado. Se cree un filósofo serio y profesa la sincera convicción de que sólo los más extraordinarios hechos individuales ejercerán en el público una influencia duradera. ¡Así que a por él!

Trabajé con Luigi Lucheni. Ensanché las vacilaciones gaseosas de su psique y luego comprimí vapores tan inflamables hasta concentrarlos tanto como un soplete. Los asesinos precisan muchas magnificaciones rápidas del ego para estar preparados en el trance homicida.

No fallé. Lucheni, un joven empobrecido, se hizo anarquista después de haberse ido a vivir con los suizos. En Ginebra encontró a revolucionarios que le aceptaron, a lo sumo, con recelos. Sus compatriotas italianos le llamaban il stupido (lo que duplicaba la compresión diaria de sus cóleras). Me fue de utilidad que le ridiculizaran las personas de quienes él esperaba aplauso.

—Convéncelas por medio de tus acciones —le aconsejaba yo—. Estás aquí entre nosotros para arrebatar la vida a alguien que ocupa un lugar muy alto entre las clases opresoras.

—¿Quién es esa persona? —preguntó.

—Lo sabrás cuando te la indiquen.

¡Pobre emperatriz Isabel! Era tan orgullosa y tan poética que cuando estaba de vacaciones sólo permitía que la escoltaran unos pocos guardaespaldas. Incluso entonces tenían que mantenerse a diez pasos de su persona. Daba igual que forzosamente se le acercaran desconocidos. Siempre era un turista que pedía un autógrafo. Así pues, estaba paseando sola por la orilla del Ródano cuando Lucheni se le acercó, sacó una lima afilada y se la clavó en el corazón.

Fue apresado de inmediato, registraron su domicilio y examinaron su diario. El mundo entero supo enseguida que había escrito: «Cómo me gustaría matar a alguien…, pero tiene que ser alguien importante para que lo publique la prensa».

Podría haber elegido a Felipe, duque de Orleans, que estaba de visita en Ginebra, pero fue la hermosa Sisí: la emperatriz Isabel. Yo sabía que Sisí causaría más revuelo. Del mismo modo que yo había arrastrado de la narizota al cura anatematizador hasta el arco donde Adi estaba fumando, dirigí a Lucheni hacia la emperatriz Isabel.

Si al lector le desazona que me presente como un observador sereno, un cronista ecuánime, y que no obstante sea también capaz de instigar los actos más sórdidos sin el menor remordimiento, que no se sorprenda. Los demonios necesitan dos naturalezas. En parte, somos civilizados. Lo que la mayoría de las veces puede parecer menos patente es que nuestro objetivo último es destruir la civilización como primer paso para soslayar a Dios, y una empresa así exige una disposición a hacer lo que haga falta: una excelente expresión que oí hace años a un cliente menor que trabajaba en un equipo de filmación.

En todo caso, el efecto inmediato del homicidio fue excepcional. Sin embargo, dejaré que lo cuente el propio Mark Twain.

El castillo en el bosque
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