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Aquel invierno, en la escuela, la clase de Adolf leyó un libro de Friedrich Ludwig Jahn que hablaba de una fuerza lo bastante poderosa para moldear la historia. Naturalmente, aquello le recordó al herrero. La fuerza dependería de la presencia de un «Führer de hierro y fuego». A continuación había una frase que arrancó lágrimas a Adolf: «El pueblo le honrará como a un salvador y le perdonará todos los pecados».

Desde luego, los alumnos también habían leído a Kant, Goethe y Schleiermacher, pero Adolf pensaba que estos autores mostraban un excesivo respeto por la razón. Esto le aburría. Su padre, por ejemplo, siempre hablaba de las virtudes del raciocinio.

—La naturaleza humana no es digna de confianza —decía a su familia—. Lo que mueve a trabajar a las sociedades estables es el imperio de la ley. Es la ley, no el pueblo. —Paseó la mirada por la mesa de la cena y decidió que aquello tenía que interesarle a Adolf—. Lo que se necesita son constituciones jurídicas, Adolf, constituciones elaboradas por las mejores mentes. Entonces la razón puede cumplir su tarea con el respeto que merece.

Adolf prefería a Friedrich Ludwig Jahn. Había determinado que la razón podía ser peligrosa. Era como las sirenas que nadan en el Rin y te arrastran a la muerte. Mientras te ahogas cantan bellas canciones. La fuerza personal era más importante. Ella se ocuparía de tus pecados. El calor de tu esfuerzo incineraría tan nimias deficiencias.

Rechazaba de plano a Goethe y Schiller. Su talante le disgustaba. Era demasiado personal, como si estuvieran muy complacidos por lo que estaban diciendo. No lo bastante serios, a juicio de Adolf. A los otros dos, Kant y Schleiermacher, no los tragaba. Después de Jahn, lo que más placer le producía eran los cuentos de hadas de los hermanos Grimm. También figuraban en el programa de la escuela. ¡Eran buenas historias, y profundas! Le encantaba representárselas a Edmund, que acaso fuera pequeño para leer, pero siempre estaba dispuesto a escuchar. Le explicaba a Edmund que los hermanos Grimm habían escrito aquellos cuentos para que los niños aprendieran lo importante que era obedecer a sus padres y a su hermano y hermana mayores. Luego le contaba un relato titulado «La chica sin manos»:

—Es sobre un padre al que el diablo le ha ordenado que le corte las manos a su hija.

Cuando Edmund gritó horrorizado, Adolf puso la voz del padre que se lo explica a su hija.

—No quiero hacerte esto, mi querida hija. Pero tengo que hacerlo. Son órdenes. No puedo discutir órdenes que me ha impartido una autoridad muy alta. Por tanto, debo obedecer.

—¿Qué dice la chica? —preguntó Edmund.

—Oh, es obediente. Muy obediente. Dice: «Padre, hazme lo que quieras. Porque soy tu hija». Y coloca las manos directamente encima del tajo. El padre coge un cuchillo grande y se las corta.

—Qué horror —dijo Edmund—. ¿Le corta las manos?

—¡De un solo golpe, zas! Pero vive feliz desde entonces.

—¿Cómo? —preguntó Edmund.

—Su padre se ocupa de todo. —Adolf asintió—. Te podría contar una historia peor, pero no quiero.

—Cuéntala.

—Es sobre una chica que era tan desobediente que se murió.

—¿Qué hizo? —preguntó Edmund.

—Da igual —dijo Adolf—. Fue desobediente. Ya es bastante. Entierran a esta chica y ¿qué te parece? Es difícil de creer, pero sigue desobedeciendo incluso después de muerta. Le sale un brazo de la tumba, levantado en el aire.

—¿Tan fuerte es la chica? —preguntó Edmund.

—La ayuda el demonio. ¿Cómo, si no…? Así suele ser. Entonces, cuando sus familiares ven el brazo en el aire, van a la tumba e intentan bajarlo. No pueden. Tienes razón. El brazo es fortísimo. Entonces empiezan a taparlo con un montículo de tierra. Pero el brazo se sacude la tierra. Entonces la madre vuelve a su casa y coge un atizador pesado de la chimenea. Cuando vuelve a la tumba de su hija, empieza a golpear al brazo desobediente hasta que lo rompe. Ahora pueden doblarlo debajo de la tierra. Y la chica encuentra reposo.

Edmund temblaba. Lloraba y se reía al mismo tiempo.

—¿A mí me harías algo parecido? —le preguntó a Adolf.

—Sólo si te murieras y yo viese que tu brazo salía de la tumba. Entonces tendría que hacerlo. Claro que lo haría.

—Oh —dijo Edmund—. No me gusta eso.

—Da igual que te guste o no. Habría que hacerlo.

—Cuéntame otro cuento.

—Llevaría mucho tiempo. Sólo te cuento el final: trata de una reina que mata a un niño hirviéndolo en una olla. Después se come el cadáver.

—¿Tienes que ser una reina para hacer algo así? —preguntó Edmund.

—Sí, probablemente. Sobre todo si es tu propio hijo el que está hirviendo. —Adolf asintió profundamente—. Pero nadie puede dar estas cosas por sentado.

—Mi madre nunca me haría eso.

—Quizás tu madre no, pero no sé lo que haría Angela.

—Oh, no —dijo Edmund—, Angela nunca le haría algo así a Paula o a mí.

—No estés tan seguro.

Edmund negó con la cabeza.

—Sé que te equivocas.

—¿Quieres otro cuento?

—Quizás no.

—Éste es el mejor —dijo Adolf.

—¿De verdad?

—Sí.

—Entonces quizás sí quiero.

—Es de un joven al que le ordenan que duerma con un cadáver. Con el tiempo quizás tú también tengas que dormir al lado de un muerto.

Al oír esto, Edmund gritó. Después se desmayó.

Por desgracia para Adolf, Angela entreoyó esta última parte de la conversación. Parada en la puerta, movía la cabeza. Adolf tuvo tiempo de pensar en su podrida mala suerte.

Angela dio palmadas a Edmund en la cara hasta que él se incorporó. Después fue a decírselo a Klara.

Su madre ya no le llamaba Adi, al menos no cuando tenía que regañarle.

—Adolf, lo que has hecho es horrible. Hay que castigarte.

—¿Por qué? A Edmund le encantan los cuentos. Me estaba pidiendo que le contara más.

—Sabías lo que estabas haciendo. Así que se lo voy a decir a tu padre. No tengo más remedio. Él decidirá tu castigo.

—Madre, en este asunto no tiene que intervenir padre.

—Si no se lo digo, entonces seré yo la que deba buscar un buen castigo. Y puede que lo haga. Puede que no te compre ningún regalo en Navidad.

—Eso es muy injusto —dijo Adolf—. Trato de distraer a mi hermano pequeño. Pero es un chiquillo.

—¿Aceptas lo que te he dicho? ¿Quedarte sin regalo de Navidad?

—Sí. Si tú crees que es justo, tengo que aceptarlo. Pero, madre, por favor, mira en tu corazón cuando llegue el momento. A ver si entonces sigues pensando que soy culpable.

Klara se enfureció. Aquello era aún peor. Adi estaba segurísimo de que ella cambiaría de idea y acabaría comprándole un buen regalo.

Por consiguiente, aquella noche se lo dijo a Alois.

El padre no lo dudó. Propinó a Adolf una azotaina severa. Fue la peor desde que se habían trasladado a la casa de Leonding. Pero esta vez Adolf había resuelto no producir el menor sonido. Pensó en Preisinger durante la tunda. Atiesó el cuerpo.

Alois empezaba a sentir como si tuviera el trasero de Alois en sus manos. ¡Otro delincuente con quien lidiar! Pensarlo le sulfuró aún más.

Entre azote y azote, Adolf pensaba en la huida de Alois hijo. Era el recuerdo que invocaba para no quejarse. Podía y debía ser más fuerte que su hermano. Si no lloraba, quizás adquiriese una fuerza lo bastante grande para justificar cualquier cosa que quisiera hacer a continuación. La fuerza creaba su propio tipo de justicia. Apeló a la fuerza de mando que había sentido a su alcance después del incendio en el bosque. Les había ordenado a todos que no contaran nada y ellos le habían obedecido. Sí, en aquel momento estaba asustadísimo, pero había recurrido a la fuerza del mando. Luego, durante algunos días, había temido que alguien hablara. Apenas la conocía, pero le había acompañado a lo largo de aquella agitación y le acompañaba también ahora. La confianza de Adolf en sí mismo era tan frágil que, metafóricamente hablando, tenía que mantener su ego en plena erección. (El ego es propenso a la misma debilidad que exhiben las erecciones cuando no se sabe seguro lo que viene después).

Así que, en efecto, yo estaba allí para controlar la azotaina de Adolf y fortalecer su entereza. Puesto que era tan importante para él no llorar, yo tenía que estar atento para disminuir la rudeza de los azotes de Alois cada vez que el chico flaqueaba. Asimismo estaba yo preparado para aumentar el vigor del padre cada vez que decaía. Hubo momentos en que el miedo de Alois a sobreexcitar su corazón se oponía directamente a mi deseo de fortalecer la voluntad de Adolf. Había que procurar que el odio a Alois se volviese tan intenso que sirviese en el futuro a muchos propósitos nada comunes.

Sin embargo, el equilibrio es vital para nuestras actividades. Tampoco podía yo permitir que la aversión a su padre se volviera excesiva. Odios inmensos en la infancia que no hallan una salida fiable tienen que hacer a un cliente inestable. Mientras que un gran desequilibrio era aceptable en Luigi Lucheni, no serviría para Adolf. Habíamos derrochado esfuerzos con el chico. No queríamos afrontar un porvenir repleto de impulsos descarriados y cóleras ciegas. En realidad, uno de los frutos de aquel varapalo severo sería por fuerza la inquina hacia Edmund. Lo cual me desazonaba. Edmund se quedó en un estado tan lamentable después de haber oído los cuentos de los hermanos Grimm que Klara intentó adormecerle cantándole nanas. Adolf, tumbado en el catre contiguo, se sentía tan magullado como si se hubiese caído de un árbol. De hecho, estaba tan indignado por la evidente indiferencia de Klara por él que decidió fugarse.

Lo decidió allí mismo, tumbado en aquel catre, con todos los huesos doloridos. Incluso juzgó importante comunicárselo a Edmund en cuanto Klara salió del cuarto.

—Tú tienes la culpa de todo —dijo Adolf—. Así que tengo que irme.

De inmediato, Edmund se levantó de la cama de un salto y corrió a decírselo a su padre. Pero cuando Alois subía la escalera para echar el guante al potencial fugitivo, Adolf dijo:

—¡Es mentira! Mi hermano dice siempre mentiras. La de ahora no se la perdonaré nunca. ¡Es horripilante! ¡Me las pagará!

—Te las pagará, ¿eh?

Alois no tenía intención de darle otra paliza. Le dolían más los brazos que a Adolf las posaderas. Con todo, estaba tan preocupado que encerró con llave al chico en una habitación de la planta baja cuya única ventana tenía barrotes. Solo, Adolf intentó colarse entre ellos. El hueco era demasiado estrecho. Pronto descubrió que el pijama parecía ser el impedimento. Los botones se enganchaban en los barrotes. Se lo quitó, lo enrolló, lo arrojó al otro lado de los barrotes y, completamente desnudo, hizo otra tentativa. Estaba tan acalorado por la rabia de su probidad que no sintió el frío de la ventana abierta ni oyó el sonido de las botas de su padre que volvía a la habitación. Sólo al oír que descorrían el cerrojo de la puerta se apartó de los barrotes, agarró un mantel y se lo puso alrededor del cuerpo. Alois, al entrar, con la llave de latón todavía en la mano, captó la situación y se rió a carcajadas. Gritó a Klara para que fuese a verlo. Alois señaló a Adolf y dijo:

—¡Mira al chico de la toga! ¡Nuestro chico de la toga!

Klara movió la cabeza y salió del cuarto. La escena suscitó en Alois una disertación completa:

—Así que intentabas fugarte. Te aseguro que no perderíamos mucho. De todos modos, te lo prohíbo. No porque te vaya a echar de menos, chico de la toga. No te añoraría. Te lo prohíbo porque tendría que llamar a la policía para informarles de que has desaparecido y podrían meterme en la cárcel.

Sabía que estaba exagerando, pero le embargaba un desprecio magistral.

—¡Cómo lloraría tu madre! Su hijo huido y su marido en la cárcel. ¡La vergüenza ha caído sobre la familia Hitler! ¡Y todo por culpa del chico de la toga!

Adolf había sobrellevado los azotes, pero ahora se le saltaron las lágrimas. Mi trabajo sobre su ego había fallado.

Lo que empeoró las cosas fue que Alois volvió a la habitación, se desternilló de risa y dijo:

—Acabo de estar fuera. Esta noche hace tanto frío que habrías vuelto al cabo de dos minutos a llamar a la puerta. No es bueno tener mal genio, pero es peor ser un idiota.

El castillo en el bosque
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