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Reverendísimo obispo:

Los que con la más humilde devoción han suscrito lo que sigue desean casarse. Pero según el árbol genealógico adjunto se lo prohíbe el impedimento canónico de una afinidad colateral. Por consiguiente solicitan humildemente de su Ilustrísima les conceda una dispensa basada en los motivos siguientes:

El contrayente es viudo desde el 10 de agosto del presente año y es padre de dos menores, un niño de dos años y medio (Alois) y una niña de un año y dos meses (Angela), y los dos necesitan los cuidados de una niñera, tanto más porque el padre es un funcionario de aduanas que pasa el día y en ocasiones la noche fuera de casa y no se encuentra, por tanto, en condiciones de supervisar la educación y la crianza de sus hijos. La novia se ha ocupado de ellos desde la muerte de su madre y la quieren mucho. De ahí que haya motivos para deducir que los niños serán bien educados y que el matrimonio será feliz. Además, la contrayente carece de recursos y es improbable que vuelva a tener otra oportunidad de hacer una buena boda.

Por las razones expuestas, los abajo firmantes reiteran su humilde petición de la misericordiosa concesión de una dispensa del impedimento de parentesco.

Braunau am Inn, 27 de octubre de 1884

Alois Hitler, novio

Klara Poelzl, novia

Alois se había hecho amigo del ama de llaves del padre Koestler, una mujer madura y regordeta con luz en los ojos.

Como él a su vez poseía esa misma luz, le enseñó la carta y dijo:

—No se menciona una razón importante para el casamiento. La novia está embarazada.

—Oh, eso ya lo sabemos —dijo ella—, pero no es buena idea dejar una piedra en el sobre.

Tras una pausa para digerirlo, Alois dijo:

—Es un buen consejo. Está muy en su sitio. —Y le puso la mano en el trasero, como para comprobar el centro de su sabiduría. Ella le cruzó la cara.

—¿Cómo ha podido hacer esto? —preguntó Alois.

Herr Hitler, ¿acaso no le abofetean muchas veces?

—Sí, pero también recibo sorpresas agradables. De buenas mujeres que no son tan altivas y poderosas como usted.

Ella se rió. No pudo evitarlo. Los carrillos de su cara debían de estar tan rojos como el lugar en que él había depositado su cumplido.

—Buena suerte con el obispo de Linz —dijo ella—. Es un hombre tímido.

No hubo noticias de Linz hasta un mes después. El obispo no les concedía la dispensa.

Si Alois había sentido poco afecto por la Iglesia, ahora la despreciaba.

Los clérigos llevan sotanas negras, se dijo, para taparse sus culos blancos como el lirio.

Al padre Koestler le preguntó, con respeto:

—¿Y cuál es ahora el paso siguiente?

—Ahora los eruditos diocesanos tiene que traducir al latín la carta que contiene su petición. De este modo podremos enviarla a Roma. Creo que la curia papal será más receptiva. Suele serlo.

Sí, pensó Alois, estarán lo bastante lejos para no preocuparse de una pareja de austriacos. Al cura le dijo:

—Gracias por sus conocimientos. Aprendo mucho de usted, padre. Creo que en Roma verán que el acto de proporcionar una madre decente a mis dos hijos constituye una buena virtud católica. Es la que yo quiero adquirir.

Sus insinuaciones no fueron pequeñas. Era un pecador que quizás decidiera volver al redil materno.

El padre Koestler estaba tan complacido que le ofreció un buen consejo económico. Como la traducción al latín era onerosa, podría ser sensato firmar una Testimonium pauperatis.

—¿Es decir, una «declaración de pobreza»?

Alois sabía traducir este latín sin ayuda.

—Suprimirá la obligación, Herr Hitler, de pagar la traducción.

Herr Hitler se abstuvo de comentar que como funcionario de la corona se consideraba pudiente, gracias. Y aceptó el consejo. No estaba tan alejado de la sabiduría natural para querer pagar un diezmo que podía ahorrarse.

Tres semanas más tarde, cerca de la Navidad de 1884, Roma concedió la dispensa. Pero Alois y Klara aún tuvieron que esperar. No se celebraban bodas hasta dos semanas después del aniversario del santo nacimiento. Este nuevo retraso resultó aciago para Klara; cuando llegara el momento su barriga de cuatro meses sería visible.

—Tenemos aquí un chico grande —dijo Alois.

—Espero que sí —dijo ella. ¿Qué podía salir de una madre como ella, que se había sentido tan próxima del Maligno en una noche tan crucial? E incluso si el niño vivía, ¿podría estar marcado? La idea rondaba su boda.

Al igual que en muchos casamientos de funcionarios de aduanas, el día se dividió en dos partes. Como diría Klara: «Estábamos en el altar antes de las seis de la mañana, pero a las siete el tío Alois estaba de servicio en su puesto. Estaba oscuro todavía cuando volvía nuestro alojamiento».

Por la noche hubo una recepción en la fonda Pommer y Johann Nepomuk, a la sazón ya viudo, hizo el viaje desde Spital a Braunau acompañado de la hermana de Klara, Johanna, que se llamaba como su madre, Johanna Poelzl, quien envió sus «más sentidas disculpas». Tanto mejor, pensó Alois.

La hija de Johanna, que la representaba (y también se llamaba Johanna), era jorobada. Esto dio pie a unas burlas a escondidas de dos funcionarios.

—Sí —dijo uno—, la cuestión es saber si Alois pensará que trae suerte frotarle la joroba.

—No hables tan alto —dijo el otro—. He oído decir que esta cheposa tiene un genio endiablado.

Hubo música. Tocaron un acordeón y Alois y Klara bailaron como pudieron, pero Alois tenía las piernas rígidas. Tantas horas de pie en el servicio no te convertían en un artista del baile.

Otros les siguieron: funcionarios aduaneros y sus mujeres. Una de ellas tenía un hijo lo bastante mayor para bailar una polka vigorosa con la criada recién contratada por los recién casados, una chica de mejillas coloradas y ojos alegres que se llamaba Rosalie, y que también había preparado una pierna de ternera y un lechón asados para colocarlos en el centro del banquete nupcial.

Asimismo había arrojado demasiados leños al fuego. Los demás bailarines pronto desistieron. En la habitación hacía un calor excesivo. A medias enfadado y a medias eufórico, Alois no cesaba de pinchar a Rosalie:

—Oh, ni eres la que tiene prisa en quemar los bienes de un hombre, ¿eh?

Y Rosalie se tapaba las mejillas con las manos y soltaba una risita. Abría los ojos de par en par cuando la provocaban. No era su menor encanto lo pechugona que era, y sus pechos palpitaban después de la polka. Ni siquiera necesitaba esto para convencer a Klara. Alois se preparaba para su diversión siguiente. Ella recordaría aquella noche durante todos los años venideros, aquéllos de tristeza en que el niño Gustav que estaba gestando y los dos que vendrían después, Ida y Otto, morirían el mismo año, Gustav con dos, Ida con uno y Otto con sólo unos meses de vida.

Johann Nepomuk también advirtió el calor que hacía en la habitación y la expresión en los ojos de Rosalie.

—Despide a esa criada —le susurró a Klara, pero ella se limitó a encogerse de hombros.

—La siguiente podría ser peor —le cuchicheó ella en respuesta.

Nepomuk tuvo una pesadilla horrible después de la boda. Le pareció que el corazón le estallaba. Podría haber muerto aquella noche en la cama, pero vivió tres años más. No hay nada más resistente a la rotura que el corazón de un viejo y rudo campesino. Sin embargo, nunca volvió a ser el mismo, un castigo cruel para un viudo anciano que intentaba aferrarse a lo que le quedaba. La muerte le llegó a los ochenta y un años, con la misma epidemia que se llevó a los niños.

El castillo en el bosque
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