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Klara recibía todos los años una pensión del gobierno que ascendía a la mitad del sueldo anual de Alois. Además se pagarían otras sumas a los hijos cuando cumpliesen dieciocho años. El total bastaría para darles una vida desahogada.
Hasta Adolf tuvo que reconocer que había cierta sensatez en los comentarios de Alois sobre la seguridad de una familia. Desde luego, en aquel momento no le habría gustado tener que ponerse a trabajar.
Había otras compensaciones. Cursando en la Realschule la mitad de su tercer año, Adolf vio que una serie de alumnos eran menos hostiles. ¿Se debería a la muerte de su padre? Libre de la ira de Alois, también se sentía más a gusto con sus estudios y pronto se acostumbró a responder a sus profesores, sobre todo a un instructor de edad mediana, especialmente desdichado, que se ocupaba de enseñar religión varias horas por semana.
Adolf dedujo que debía de ser el pariente pobre de alguien que tenía suficiente influencia en la escuela p ara que le ofreciesen aquel trabajo. Herr Schwamm era triste y liento y por eso enseñaba religión allí.
Una mañana, durante el recreo, Adolf oyó que un alumno les hablaba a otros de un clérigo medieval, San Odón, que fue obispo de Cluny.
—Tengo un hermano que estudia latín —dijo el chico—, y me dio la primera lección: «Inter faeces et urinam nascimur».
Apenas se hubo traducido esto, Adolf sufrió una conmoción y luego se quedó extasiado. ¡Qué lenguaje tan fuerte! ¡Una auténtica fuerza! Estaba tan emocionado que se atrevió a ir al Museo de Anatomía de Linz en cuanto terminaron la clases. Logró entrar mintiendo sobre su edad y pudo ver un pene y una vagina modelados en cera, así como hombres y mujeres desnudos, de tamaño natural e igualmente de cera. El latín le latía en el pensamiento. ¡Nacer entre pis y mierda! Era lo que siempre había supuesto. El sexo era sucio.
Por otra parte, su descripción de la visita le hizo más popular entre algunos compañeros, que preguntaron una y otra vez los detalles. Esto le alentó a acosar al profesor, empecinándose en pronunciar la frase del obispo de Cluny. Herr Schwamm fingió que no comprendía. Algunos alumnos se reían ya con disimulo.
—El latín no se farfulla —declaró el profesor—. Tu forma de recitar esas palabras carece de toda autoridad.
—Entonces tengo que decirlo en alemán —contestó Adolf. Frunció el ceño, tragó saliva, consiguió enunciar—: Zwischen Kot und Urin sind wir geboren.
Herr Schwamm tuvo que enjugarse los ojos. Se le habían llenado de lágrimas.
—Nunca había oído semejante porquería —acertó a decir, antes de precipitarse fuera del aula. Adolf disfrutó de treinta segundos de felicidad. Chicos que le habían ninguneado todo el año le daban palmaditas en la espalda. «Eres un machote», le decían.
Por primera vez en su vida, toda la clase le aplaudió de pie. Uno tras otro se levantaron. Pero después dos monitores entraron para escoltarle hasta el despacho del director, Herr Doktor Trieb.
—Si no estuviéramos tan cerca del final de curso, y si la escuela no hubiera hecho tantos esfuerzos en mejorar tus pésimas calificaciones, te expulsaría sin más —dijo el director—. En estas circunstancias, optaré, en cambio, por asumir que la muerte de tu muy llorado padre puede haber sido un factor que explique tu conducta intolerable. Acepto, por tanto, tu presencia en la escuela durante otro semestre, siempre que ese comportamiento no se repita. Naturalmente, pedirás disculpas a Herr Schwamm.
La entrevista resultó curiosa. Herr Schwamm dio a Adolf una lección inolvidable: que no sabemos nada de una persona hasta que se observa la fuerza de un hombre débil.
Herr Schwamm vestía su mejor traje para la ocasión y fue al grano. No trató de mirar a Adolf a los ojos, pero alcanzó a decir, con un tono más severo del que empleaba en clase:
—No hablaremos del motivo por el que te encuentras aquí. Insistiré, en cambio, en que leas en voz alta la oración siguiente.
Dicho lo cual, mostró un texto a Adolf. Las palabras estaban escritas en letras mayúsculas y en una página de buen papel de tela.
PLENA MAJESTAD GLORIOSA, TE SUPLICAMOS QUE NOS LIBRES DE LA TIRANÍA DE LOS ESPÍRITUS INFERNALES, DE SUS TRAMPAS, SUS MENTIRAS Y SU MALDAD FEROZ. OH, PRÍNCIPE DEL SEÑOR CELESTIAL, ARROJA AL INFIERNO A SATANÁS Y A TODOS LOS MALOS ESPÍRITUS QUE VAGAN POR EL MUNDO TRATANDO DE CAUSAR LA PERDICIÓN DE LAS ALMAS. AMÉN.
—¿Sabes a quién se reza esta plegaria? —preguntó Herr Schwamm.
—¿No es al arcángel San Miguel, señor?
¡Por supuesto! Era una oración que conocía de sobra. En el monasterio de Lambach la había repetido cada mañana en la misa. Además, aún conservaba una imagen de sí mismo tambaleándose sobre un taburete, con el vestido de Angela colgado de los hombros.
—Si, al arcángel San Miguel, señor —respondió, y hasta sintió un eco de su primera erección. Schwamm era luterano y no sabía, por tanto, que aunque aquella oración había poseído antaño una fuerza extraordinaria para Adolf, ahora le resultaba conocida. La leyó en voz alta sin ningún temor. Su voz, en efecto, resonó con fuerza.
Las breves palabras que Herr Schwamm había preparado sobre los fuegos y los peligros del infierno ahora parecían nimias. De hecho, sentía de nuevo una lastimosa ineptitud delante de aquel alumno joven y huraño, una repetición más de infelices desenlaces. Qué pocas cosas salen como uno espera.
Dijo unas cuantas frases para expresar que le complacía advertir «un lado sobrio en ti, joven Hitler», y se detuvo al borde del tartamudeo.
—Me disculpo muy abyectamente de mis actos de ayer, Herr Schwamm —contestó Adolf, y no fue en absoluto abyecto.
El profesor volvió a sentirse al borde de las lágrimas. Mantuvo la compostura indicando a Adolf con un pequeño gesto que podía retirarse.
En cuanto estuvo al otro lado de la puerta, Adolf se puso furioso. A aquellos hipócritas habría que llevarlos a rastras a ver la vagina de cera del Museo de Anatomía.
En realidad estaba preparando el discurso para sus compañeros cuando le rodearan en el recreo para averiguar lo que había pasado.
«Bueno», les diría, «la verdad es que he tenido que contenerme con el pobre Schwamm».
Era el final de una tarde de marzo cuando salió de la escuela, pero entabló con algunos de sus nuevos amigos una batalla con bolas de nieve que no concluyó hasta la puesta de sol. Repetía sin cesar las palabras «optimismo, fuego, sangre y acero», y le produjo un placer inmenso que también las repitieran los tres alumnos de su bando en aquel ensayo de batalla improvisada y gélida. Que él supiera, las palabras no procedían de un libro, sino que le habían brotado de la garganta: «¡Optimismo, fuego, sangre y acero!». (¿Repetía lo que yo le había puesto en la lengua? No siempre recuerdo cada inspiración que he insuflado a un cliente).
Dejémoslo en que Adolf cogió su volumen de Treitschke al llegar a casa y pronto empezó a memorizar el fragmento siguiente:
Dios ha dado a todos los alemanes la tierra como posible hogar, y esto significa que llegará un tiempo en que habrá un caudillo del mundo entero, un dirigente que será la encarnación, la personificación de un poder muy misterioso que uncirá al pueblo con la invisible majestad de la nación.
Pensó a menudo en este pasaje los meses siguientes. ¿Debía creerlo? ¿Era cierto? Había todo tipo de alemanes y algunos, pensó, tan endebles como Schwamm. Con todo, empleó esta larga frase como arenga para sí mismo en los rigores de otra batalla en el bosque. Aunque apenas sabía lo que significaban, se repetía continuamente estas palabras. Nada de lo que leerla en los cuatro decenios siguientes poseería para él una mayor certeza. Los demonios sabemos desde hace mucho tiempo que una mente mediocre, en cuanto se consagra por entero a una idea mística, puede alcanzar una confianza que trasciende su poder normal.
A finales de la primavera de 1903, los juegos bélicos de Adolf cobraron otras complejidades. A veces, los sábados por la tarde, había hasta cincuenta chicos en un bando y Adolf tropezó, de grado o por fuerza, con la logística. Cada ejército tenía que ocuparse de sus heridos y sus prisioneros. Si bien Adolf habla sido considerado (hasta hacía poco) un personaje menor en la escuela, ahora, en un cambio total, era un generalísimo en el bosque. En realidad dictaba constantemente nuevos códigos de lucha y después cambiaba sus propias normas. Un sábado cualquiera decidía que la única alternativa con un soldado capturado era encarcelarlo o matarlo.
Luego cayó en la cuenta de que esta última posibilidad podía poner un fin demasiado rápido a muchas batallas. ¿Adónde, si no a su casa, iría el soldado muerto? Así que surgió un debate serio sobre la duración del encarcelamiento. ¿Debía durar treinta minutos o una hora?, ¿y quién lo comprobaría? Tendría que ser un cronometrador independiente, que no fuese leal a ningún bando. (Acabaron escogiendo al único chico que tenía un reloj de bolsillo). Entonces Adolf tuvo una inspiración. Un preso recobraría la libertad más rápido si se convertía en espía. O bien podía rechazar todas las propuestas y quedarse en la cárcel, pero esta elección no era frecuente. Adolf era consciente de que los presos se aburrían enseguida.