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No he descrito, ni me propongo citar, las otras actividades y empresas numerosas, y las pequeñas exploraciones que los demonios a mis órdenes estaban llevando a cabo en las localidades de la provincia de la Alta Austria (que abarca Linz y el Waldviertel). De momento carecen de interés.
La historia, sin embargo, ha subrayado la perspicacia de las proyecciones en el futuro del Maestro, y si me remonto en mi comprensión al verano de 1896, lo hago con la fuerza que infunde saber que tu trabajo ha sido trascendente: muchos detalles que ahora rememoro merecieron nuestra atención.
Puedo afirmar, por consiguiente, que Alois hijo daba muestras de un notable talento para seducir a cualquiera de su entorno inmediato. Por un tiempo, hasta logró aligerar la pesada sospecha que emanaba de la persona de Alois padre, que, cuando estaba de mal humor, lo descargaba sobre los demás como un muro de mal tiempo inminente, un efecto turbador que había utilizado a menudo en la aduana para encarar a un turista dudoso. No obstante, la seducción del chico era tan grande —una bonita mezcla de juventud, salud, un toque de ingenio y una buena voluntad evidente— que su padre sólo pudo mantener unos días aquel frente psíquico macizo. Además, Alois hijo denotaba interés por las abejas. Tenía muchas buenas preguntas que formular.
Alois padre no tardó en sentir una singular felicidad: rara vez le gustaban sus hijos. Ahora sí. Al menos uno de ellos. Incluso empezó a impartir a Alois parte de sus mejores disertaciones sobre apicultura, y poco después le repitió todas sus enseñanzas anteriores a Klara, Angela y Adi, amén de sus monólogos en las tabernas de Linz, a los que ahora sumó los más nuevos de Fischlham, donde desempeñaba el papel de experto titular de Hafeld. El chico asimilaba tan rápidamente que Alois tuvo que recurrir a conocimientos más avanzados, como los que había adquirido leyendo publicaciones apícolas. Llegó, por último, a exponer como propios algunos de los descubrimientos más agudos de Der Alte, como por ejemplo la cuasi humanidad de las abejas o la delicadeza y alta inspiración que gobernaba su vida. El chico asimilaba y era diestro a la hora de trabajar con las colmenas. El padre empezó a soñar con un futuro en que él y su hijo agregaban una colonia tras otra. Aquello podría convertirse en un verdadero negocio.
Un día se sintió tan orgulloso de Alois que le llevó a visitar a Der Alte. Había dudado antes de tomar la iniciativa: desde luego, no quería que nadie le sustituyera como experto local ante su hijo. Por otra parte, se preciaba de su relación con Der Alte, un hombre tan sabio pero que le trataba como a un igual: esto también podría impresionar al chico.
Lo cierto era que ya no le incomodaba la superioridad del apicultor. Le había fortalecido el momento en que Der Alte lloró en sus brazos. Además volvía a necesitar consejo práctico. Sus colmenas estaban llenas de miel. Había estudiado sus manuales sobre la técnica de recogerla, pero no se sentía preparado. En los viejos tiempos, en Passau y Linz, había hecho chapuzas al respecto. La miel recogida estaba infestada de pequeños terrones de cera, y —a pesar de su velo y sus guantes— había recibido muchas picaduras atroces en los huecos que la tela dejaba en el cuello y las muñecas.
Ahora el asunto exigía un esfuerzo notable. Difícilmente vendería la parte mejor de su cosecha si el producto no estaba libre de desechos. ¡Bastaba una mosca muerta para estropear una venta si el cliente la veía primero!
Y allí estaba de nuevo solicitando consejo del viejo verde. Pero ahora se sentía más tolerante. A Alois le asombró lo poco que aquella vez le ofendía el olor de la choza. Puede que Der Alte supiese más de abejas, pero él, Alois, sabía abstenerse de llorar por el simple hecho de que algo saliese mal.
Así pues, llevó consigo a Alois hijo y Der Alte les recibió cordialmente. Se alegró de no estar solo. La convalecencia se había alargado y a veces era tan dolorosa como una luz intensa en los ojos. Su orgullo había decaído bajo el peso de todas las carencias de su vida. Los eremitas no se someten a menudo a un autoanálisis intenso. Poco importa si son ermitaños protegidos por los Cachiporras, si están a nuestro servicio o, muy de vez en cuando, si no están afiliados —aunque este último caso es una hazaña, teniendo en cuenta la soledad que sufren—, pero en cualquier caso solemos hacerles una limpieza de su estado de ánimo al menos una vez al año. Aquella última semana tuve que dedicar tiempo a Der Alte. Estaba muy alicaído al haberse percatado de que no podía considerarse un dirigente social en absoluto, lo cual había sido la más ardiente ambición de su vida. No tenía compañero, herederos ni dinero. Y su memoria no cesaba de recordarle a hombres y mujeres que le habían herido sin que él les pagase con la misma moneda. Por debajo de todo esto subyacía la fuerte desilusión de que no había alcanzado ninguno de los poderes y distinciones a los que le hacía acreedor su inteligencia. Y, como es tan frecuente en las depresiones que siguen a un accidente inesperado, veía su congoja como un juicio sobre él mismo.
Por tanto, insistí en estar presente durante la visita de Alois porque quería mejorar el ánimo de Der Alte. Del mismo modo que tornamos sombríos los pensamientos de un hombre al que queremos deprimir un poco, también poseemos la facultad de rescatar a alguien de un humor negro durante una o dos horas, e incluso —puestos a ello— proporcionarle un momento de alegría. No queremos que expiren en vano. (Mucho mejor para nosotros si mueren jóvenes y furiosos). Casi todos nuestros clientes dejan de existir —¡no queda el alma!— o los reencarna el Dummkopf, al que no le gusta ceder a ninguna de sus criaturas, grandes o pequeñas, juiciosas o insensatas, lo cual puede que sea una razón de que el mundo esté cada vez más plagado de mediocridad.
La situación, por supuesto, nunca es simple, porque también nosotros tenemos que procurar sacar el máximo partido de clientes consumidos.
Así pues, quería mejorar el ánimo de Der Alte. En efecto, pude aliviarle de sus pensamientos más infaustos cuando le visitaron Alois padre e hijo. Hasta le conecté otra vez con la idea de que era un hombre atractivo. La vanidad es siempre el sentimiento humano más a nuestro alcance. Der Alte, por tanto, sintió una poderosa atracción por Alois hijo. Era la primera vez en muchos años que había sentido el deseo de hacer el amor con un adolescente.
Tras las presentaciones y la pregunta de rigor sobre su salud, empezaron a hablar del método.
—¡La recolección de miel! ¡Por supuesto! Le hablaré de eso.
En plena forma, intensamente consciente de la presencia del chico, Der Alte se sintió más que dispuesto a embarcarse en una exposición de los aspectos peor conocidos del proceso.
—Sí —dijo mi amigo rejuvenecido—, la recogida de la miel es todo un arte. Me alegro de que hayas venido hoy porque, la verdad, por competente que se haya hecho tu padre, hombre brillante como es, en este breve período que lleva afincado en Hafeld, hasta el mejor apicultor tiene que aprender lo que en la práctica es una profesión nueva cuando, tras el largo invierno y una primavera clemente y calurosa que colma nuestras esperanzas, las larvas están ya a punto de emerger en los panales. Por decirlo así, es el momento culminante de nuestro oficio. Las colmenas rebosan. Las abejas viejas han salido a volar y las jóvenes tienen encomendados los innumerables quehaceres domésticos, como por ejemplo llenar de miel los panales de cera vacíos y taparlos con una fina y delgada capa de cera. Asignan esta labor a abejas especializadas. Joven Alois, es igual que un milagro. Son obreras jóvenes que a veces sólo tienen diez días de vida, pero ya podemos considerarlas artesanas. La capa de cera que cubre cada panal diminuto no tiene más grosor que un buen papel resistente.
Alois se abstuvo de decir: «Ya lo sé», y guiñó un ojo a su hijo. Le había dicho que escuchara a Der Alte. «Cuando se trata de abejas, puede hablar párrafos enteros. A veces páginas completas. Tú sólo tienes que asentir. Yo ya sé las nueve décimas partes de lo que vaya a decir, pero esto es como pescar. Ten paciencia y pescarás lo que quieras».
—De modo que sí —continuó Der Alte—, la recogida de miel, si no se hace correctamente y en el momento adecuado, puede ser una brusca interrupción del trabajo de las abejas. La primera pregunta que hay que hacerse, por tanto, es cuál será la mejor hora de retirar la miel de las colmenas. —Levantó una mano como para controlar su propia exposición—. La última hora de la mañana —dijo—. Sin duda es la mejor hora. Las colmenas están calientes pero aún no demasiado. Las obreras están somnolientas. Hasta me atrevería a decir que las pequeñas criaturas quizás estén echando una siesta a esa hora. Al fin y al cabo —se rió—, son abejas italianas.
Alois sonrió, por cortesía. Lo mismo hizo Alois hijo.
—Pues entonces demos el gran paso —dijo Der Alte—. Para ello tendré que prestarte la caja de una colmena vacía.
—¿Es porque tendremos que trasladar a las abejas que están en la cámara de miel? —preguntó Alois hijo.
—Exactamente —dijo Der Alte—. Tu sentido de la previsión es excelente. Veo que tu imaginación se concentra intensamente en las singularidades de la situación.
—Sí —dijo Alois padre—, es un chico despierto, pero si puedo aventurar mi opinión, la única manera de separar de la miel a las abejas de la cámara es una tabla de separación.
—Por supuesto —dijo Der Alte—, y entonces lo primero de todo…
—Es localizar a la reina —dijo el padre—. Me lo enseñó usted. —Se dirigió al hijo—: Sí, las abejas enloquecen de pánico si no saben dónde está su reina. Para trasladarlas de una caja a otra también tienes que trasladarla a ella.
—Exactamente —dijo Der Alte—. He enseñado a tu padre cómo localizarla. Así que tenemos que introducir una jaula… —Sacó del bolsillo una cajita del tamaño de una baraja de naipes—. Con esto hay que utilizar un tubo de cristal.
—Si, me lo ha enseñado mi padre. Hasta me dejó soplar en el tubo para meter a una reina en la jaula.
—Es un bonito procedimiento —dijo Der Alte—. Pero al cabo de un año, más o menos, cuando seas tan hábil como espero, prescindirás de la jaula. Podrás coger a la reina con los dedos.
—Sí, pero no intentes hacerlo deprisa —dijo Alois padre, e hizo un gesto de espantar frenéticamente a abejas invisibles, como recordando a Der Alte que este método osado podría ocasionar un desastre.
—Ayer mismo —dijo Der Alte—, trasladé a tres reinas a tres colmenas distintas. Con los dedos. Podría haber usado el tubo de cristal. Indiscutiblemente, como sugiere tu padre, es un método más cauteloso. Pero soy como un acróbata que ha sufrido una caída grave. No hay más remedio que levantarse y subir otra vez a esa verdammten[10] cuerda floja.
En realidad, Der Alte había vuelto a recurrir al tubo de cristal para hacer los traslados, pero como cliente avezado que era, sabía mentir con un aplomo absoluto sobre cualquier tema. Su deseo de suscitar la admiración de Alois hijo era todo el ímpetu que necesitaba. Primero, sin embargo, había que neutralizar al padre.
—Tu padre —le dijo al hijo— ha ido, como de costumbre, al meollo del asunto. Una vez desplazada la reina, las abejas utilizarán la tabla de separación para pasar de la cámara de la miel a la de incubación, porque allí se habrá trasladado a la reina. Todas forcejean en su prisa por llegar a la salida y reunirse con su soberana.
Sonrió a Alois hijo.
—Ah, volver a ser joven y perseguir a una jovencita. En los viejos tiempos nada me detenía. ¿Hay algo que podría detenerte a ti?
—Sí, mi padre —dijo el chico.
Los tres se rieron.
—Tienes que escucharle —dijo Der Alte.
—Estoy dispuesto a hacerlo —dijo el joven. Sonrió cálidamente a Der Alte, como ofreciéndole un instante concreto en que sentirse gratamente conectados. Pero antes de que la atmósfera entre ellos pudiese cobrar esa hondura, Alois hijo decidió añadir—: Creo que me ha confundido. ¿Todas estas abejas son hembras?
—Sí —dijo Der Alte—, en el sentido técnico, si hablamos de su sexo son hembras, pero, por supuesto, no son reinas y por eso no tienen desarrollados los órganos reproductores. En consecuencia actúan como machos. Algunas se hacen guardianas. Defienden todas las entradas de la colmena. Otras son guerreras. Casi todas son leales, resueltas, trabajadoras. En este caso, sí, también son como mujeres. Viven por el bien de la colmena. Pero parecen hombres a la hora de adorar a su reina.
—Es maravilloso oír todo esto —dijo Alois padre—, pero todavía estoy esperando a sacar la miel de la colmena.
—Entonces le daré la clave —dijo Der Alte.
—Sincronización —dijo Alois padre—. Ya nos lo ha dicho.
—Sí, es la regla general. Pero ¿cuál es el secreto de la sincronización? Esperar hasta que oigas un sonido de felicidad inconfundible que se eleva de la colmena. ¡Así es! Cuando el panal está lleno y las abejas saben que han hecho una buena miel, caramba, se disponen de nuevo a actuar como hembras. Se cantan unas a otras. Hay que saber reconocer este sonido. Cantan de alegría. La mañana siguiente a la del coro de satisfacción que has oído, hay que empujar a todas estas abejas para que pasen por la tabla a la cámara adonde has trasladado a la reina. Entonces, naturalmente, la miel quedará lista y expedita para nuestra invasión, si puedo expresarlo así. Pero vamos afuera. Una de mis colmenas está cantando ahora esa canción.
Les acompañé a escucharla. No sé si hubiese empleado esa palabra para el tarareo que penetró en mis oídos. El volumen del sonido era inconfundible. Era como el embelesado e intenso sonido de una dinamo en una planta eléctrica, ese zumbido exaltador y al mismo tiempo tremendo que entra en los oídos humanos cada vez que una forma de energía se transforma en otra. Es lo que está ocurriendo. A un dominio se le conduce hacia otro. Es el sonido común a muchos motores. «Cuánto hemos hecho», podrían estar murmurando.
La última orden que impartió Der Alte fue introducir la cámara de miel en una caja sellada en cuanto estuvo vacía de abejas.
—Luego hay que llevarla a un interior para extraerla. En una habitación precintada. Todo lo que se diga es poco en este aspecto —le dijo directamente a Alois hijo—. Como puede que aún no sepas, estas divinas criaturas tienen dos naturalezas: una lealtad absoluta a su reina y una avidez total para la miel. Se atracan de ella dondequiera que la encuentren, en todas y cada una de las colmenas. Así que no se debe atraer a las abejas que quizás estén volando fuera. Por este motivo nunca debe extraerse la miel al aire libre. Repito: hay que hacerlo en una habitación herméticamente cerrada.