8

Una noche animada en las Buergerabends, un orador, un hombre corpulento, expuso la tesis de que los viajes en ferrocarril habían afectado a las relaciones sociales establecidas desde tiempo inmemorial.

—Nuestro sentido del mundo —declaró— lo han trastocado los ferrocarriles. Por ejemplo, el rey de Sajonia no es partidario de este medio de transporte. Como dijo hace poco: «El trabajador ahora puede llegar a su destino en el mismo tren que un rey». Esto equivale a decir que los ricos ya no viajan más rápido que las clases más bajas. Una consecuencia final de este hecho podría ser la discordia social.

Otro miembro se levantó para decir:

—Concuerdo con mi distinguido amigo en que muchas de esas llamadas mejoras son dudosas. Los relojes de bolsillo son sin duda un excelente ejemplo. En estos tiempos cualquiera puede comprarse un reloj por un precio razonable. Pero yo todavía recuerdo la época en que era un privilegio lucir un hermoso reloj. Un empleado tuyo tenía que tomar nota de la estupenda calidad de tu reloj y leontina. Se retiraba de tu presencia con respeto. Hoy cualquier obrero saca una bisutería de los pantalones y te dice que ese chisme marca mejor el tiempo que el tuyo. ¿Quieren saber lo peor? A veces es cierto.

Este comentario suscitó la risa.

—No, caballeros —prosiguió el que hablaba—, una baratija de reloj puede ser más exacta en este sentido que nuestras reliquias de familia, que, al fin y al cabo, apreciamos porque llevan con nosotros muchísimo tiempo.

Una noche, el tema de conversación fueron las cicatrices que dejaban los duelos. Alois se puso nostálgico. Escuchó con suma atención las diversas opiniones sobre la mejor ubicación de la herida. ¿Había que preferir la mejilla derecha o la izquierda, la barbilla o la comisura del labio? Sin embargo, hacia el final de la velada consiguió meter la cuchara y comentó que cuando era un joven funcionario en el servicio de aduanas muchos de sus superiores lucían estas cicatrices y «les respetábamos». Se sentó, sonrojado. Su observación no fue de gran ayuda.

En otra ocasión hirió sus sentimientos un joven deportista (con una prominente cicatriz de duelo) que entabló una larga conversación con él. Poco antes había atravesado Linz la primera gira automovilística de París a Viena, y el hombre de la cicatriz no sólo poseía un automóvil sino que había participado en la carrera.

En la misma velada, unas horas antes, el deportista había animado un debate sobre la cuestión de si era sensato comprar un automóvil, y los pros y contras de la acalorada discusión propiciaron comentarios vehementes. Los que se oponían a los automóviles hablaron con desprecio del polvo, el barro, los tumultos y, lo peor de todo, las humaredas.

—Sí, ya sé —contestó el deportista—: Esas máquinas infernales les parecen atroces, pero resulta que a mí me gustan los gases. Para mí son afrodisíacos.

La observación fue acogida con abucheos y gritos. Él se rió.

—Digan lo que quieran, los gases ofrecen un poco de libertinaje. —Y aquí se atrevió a olerse los dedos. La reacción de los oyentes fueron gruñidos y risas—. Ustedes confórmense con sus carruajes y establos —continuó—, pero a mí me gusta viajar a grandes velocidades.

—¡Oh, esto es demasiado! —exclamó alguien.

—En absoluto —dijo el deportista—. A mí me agrada la sensación de peligro. Me estimula el rugido del motor. La atención de los numerosos peatones que admiraban un hermoso caballo y carruaje se centra ahora en las virtudes de mi monstruo de hierro. Lo veo con el rabillo del ojo cuando voy embalado.

A Alois le impresionó sin duda aquel rico deportista, que remató su argumentación diciendo:

—Sí, conducir un automóvil entraña cierto peligro. Pero también es peligroso frenar a un caballo enloquecido. Preferiría arriesgar el pellejo en un vehículo de motor que aplastarme los huesos debajo de un coche volcado. O que sentarme detrás de un jamelgo que secretamente me aborrece a muerte.

¡Qué jaleo se armó cuando dijo esto! Nada peor que aquella animalada.

Más tarde, cuando el debate concluyó, el hombre entabló con Alois una conversación discreta cuyo temario oculto pronto se hizo evidente, ya que no tardó en formular numerosas preguntas sobre los procedimientos aduaneros. Alois se ofendió. Brillantemente ufano en el podio, el deportista ahora revelaba con claridad su motivo.

—Parece que va a cruzar unas cuantas fronteras —observó Alois.

—En efecto, así es —dijo el deportista—. Pero estoy pensando en la inglesa. Dicen que los ingleses son los peores.

Procuró hablar de perfil, de tal manera que a Alois le impresionara como merecía la cicatriz del duelo en la mejilla izquierda.

Era un chirlo bien irregular, perfecto para un hombre tan apuesto y sereno como aquel individuo, pero el trabajo en la aduana le había enseñado sus propias astucias, y Alois sabía distinguir entre una cicatriz auténtica, ocasionada por el sable de un duelista rival que te surca la superficie de la cara y te causa, en consecuencia, un desgarro genuino, de una cicatriz autoinfligida por un tipejo ambicioso que pretende embelesar a las mujeres. Un sujeto así utilizaría una cuchilla para abrirse una herida en la cara e insertar luego una crin de caballo en la fisura. Con este método la herida se convertía en un chirlazo lo bastante vistoso para ennoblecer el resto de tu carrera.

Cuando estaba bien hecha, la cicatriz podía parecer auténtica, pero Alois ya había decidido que aquel hombre, casi con plena certeza, había usado una crin. La herida le quedaba demasiado bien.

Por tanto, Alois se limitó a responder:

—Espero que sigamos siendo tan buenos como los ingleses cuando hay un gracioso que pretende introducir objetos preciosos en Austria sin pagar derechos. Celer et vigilans —añadió Alois—. Era mi divisa.

Fue una mentira feliz: por casualidad había recordado el lema aquella misma tarde: veloz y vigilante. Aquello impuso una pausa al automovilista.

Numquam non paratus —contestó, ante lo cual Alois no pudo por menos de sonreír.

Lo primero que hizo al volver a casa fue mirar lo que significaba el latinajo. «Nunca desprevenido». Una antigua cólera le invadió un momento. Cómo le habría gustado echarle el guante a aquel hombre en una garita de aduanas.

No obstante, se sintió expansivo durante la cena. La emoción del debate todavía le acompañaba, y cuando refirió su comentario final sobre las cicatrices de duelo, Adolf escuchó con avidez. Algún día tendría su propio automóvil. Quizás incluso su propia cicatriz.

El castillo en el bosque
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