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El final del tiempo caluroso también menguó el optimismo de Alois. Llegó una racha fría, cruel para las expectativas que había despertado una precoz primavera. Alois se hizo a la idea de que aquel frío extemporáneo le privaría de todos sus progresos.
Recordó un viejo axioma. Johann Nepomuk solía decir: «La primavera es la estación más traicionera».
Así que hubo días en que estuvo cerca del agotamiento, a fuerza de tanto ir y venir quitando cartón alquitranado de encima de cada colmena para volverlo a poner si la luz se atenuaba al mediodía en el cielo. Poco después, tenía que retirar el cartón a toda prisa porque el sol había vuelto a salir y el día era de nuevo caluroso.
Pilló un resfriado durante una racha de frío casi glacial. Lo cual le produjo una inquietud concomitante. ¿Era imposible que alguna de sus reinas se resfriara también? ¿Por simpatía con el cacique? Se reprendió él mismo. ¡Qué insensatez!
Entonces dio en pensar que la reaparición de sus temores quizás no fuese tan tonta. ¿Y si fuera un reflejo de lo que sentía sobre el estado de su auténtica salud? ¿Se acercaba su fin? Era el peor pensamiento posible. Su imaginación abordó un asunto que nunca se había permitido plantear. A lo largo de los años, hasta donde recordaba, no había sentido la amenaza de la muerte. Un fin insulso de una buena vida, quizás, pero nada relacionado con el infierno.
Ahora, sin embargo, las malditas preguntas se sucedían una tras otra. ¿Y si la muerte no era como había supuesto? Había estado convencido de que una excelente razón práctica justificaba la existencia de la religión. No podía ser más simple: había que mantener a raya a los débiles y a los rebeldes. Pero un hombre orgulloso (como él) podía hacer lo que se le antojara.
Sentía ahora otra clase de pánico. Su corazón dio un brinco al pensarlo, un brinco aterrador, como si le hubieran aporreado el pecho. ¿La culpa era real?
Pobre Alois. Estaba indefenso. Ningún Cachiporra se molestaría en protegerle. Yo podría gozar el placer comprobado de aparecerme a él en un sueño. Podría suplantar a un ángel de la guarda. Ni siquiera tenía que estar presente. Sería facilísimo que lo llevaran a cabo mis tres mejores agentes.
Pero ¿con qué objeto? ¿Valdría Alois el mantenimiento?
El hecho escueto, que hacemos bien en no pasar por alto, es que las personas de la edad de Alois rara vez valen la pena. Su utilidad es limitada. Su naturaleza demasiado rígida cuesta moldearla, y flexibilidad es lo que buscamos en prometedores clientes nuevos. Lo ideal es reorientar sus aspiraciones con las nuestras.
En las raras ocasiones en que elegimos a un hombre o una mujer de más de cincuenta años, buscamos en su estructura psíquica un contorno que nos sirva para un propósito específico. Un ejemplo son las irritaciones repetitivas. Una anciana obtusa que no para de preguntar a todo el mundo si quieren comer algo cuando sabe que no quieren desquicia a una buena familia. La desasosiega la tentación cada vez más apremiante de asfixiar a la anciana con la almohada más próxima.
Alois, sin embargo, era un producto humano de lo más común. No había mucha necesidad de reclutarle. Bastaba un seguimiento rutinario. Que mis agentes sobrevolaran sus sueños.