8

Si Alois hubiera comparecido en el banquillo actuando también de juez, habría considerado culpable al acusado. ¿Cómo la jubilación podía debilitar tanto a un hombre fuerte? Había comprado la granja obedeciendo a un impulso y ahora, para doblar semejante apuesta, había comprado dos colmenas en sendas cajas Langstroth. ¿Por qué, tan de repente, se había dedicado a la apicultura durante el invierno? ¿No habría sido también un impulso demasiado rápido? Der Alte tuvo la desfachatez de decirle, cuando Alois se iba: «Pronto verá cuánto trabajo le he ahorrado».

Lo que Alois se ahorró en trabajo lo gastó en inquietud. Aún no había cumplido los sesenta, maldita sea, le faltaba más de un año, pero tenía una enorme sensación de cansancio ante las nuevas responsabilidades. Las dos cajas pobladas estaban ahora debajo del roble, con cartón alquitranado en la base para arroparla, más cartón encima y el conjunto sujeto con piedras. Dos cajas alojaban a dos poblaciones. Todos los días leía la temperatura de cada una y una vez a la semana las pesaba. Parte del problema era que tenía más preocupaciones que trabajo. Si las colonias parecieran débiles al llegar la primavera, juntaría las dos cajas en una y, de ser necesario, compraría más abejas, incurriría en más gastos, más cosas de Der Alte, que sin duda se olería los pantalones a fuerza de desternillarse a causa del gran y estimado alto funcionario de aduanas Herr Hitler, con sus diez dedos expuestos a picaduras por culpa de lo que no sabía sobre cuestiones apícolas avanzadas. Ya en noviembre, Alois estaba aleccionando a Angela y a Adi, e incluso a Klara, sobre la necesidad que la apicultura tenía de una higiene inmaculada en cuanto llegase el buen tiempo. Por mucho calor que hiciese, bajo ningún concepto debían dejar las colmenas abiertas. Ante todo, no debían verter miel al aire libre. Si lo hacían, tenían que recogerla de inmediato, pues atraerla a las abejas, que quizás riñeran por la miel gratuita, la miel fácil, que formaba un charco en el suelo. Si el charco era profundo, podrían ahogarse en masa.

Así pues, el miedo le incitaba a instruir a su familia sobre lo que podría ocurrir o no en verano. Mucho dependía de lo que leyese por la noche sobre cómo cuidar una colmena en invierno.

Construyó una nueva caja que todavía no necesitaba, pero estaba orgulloso de la destreza que requería, aunque no fuese comparable con una caja Langstroth.

Pero esta labor alivió sus cuitas. Se le hinchaba el pecho con una vieja perogrullada: «La buena sangre alemana entiende», le dijo a su mujer, «que la buena fortuna no procede de Dios, sino del duro trabajo». Con todo, el proverbio no era tan bueno. ¿Por qué no hablar, más bien, de sangre austriaca?

Esta pregunta pronto llegó a importunarle. ¿Una sangre concreta poseía sus propias virtudes? ¿Por qué, en realidad, ensalzar la alemana? ¿Por qué no la austriaca? Tenía un emperador que afrontaba los enormes problemas (con frecuencia estúpidos) de hacer que los checos, los húngaros, los italianos, los polacos, los judíos, los serbios, amén de los gitanos, vivieran en paz bajo un solo imperio Habsburgo. Los alemanes no sabían hacer esto. Los alemanes siempre se estaban peleando. Sin Bismarck no serían nada. Principados minúsculos. El rey Luis I y el rey loco Luis II, dos bávaros chiflados. Y los prusianos eran peores. Tenían un palo metido en el culo. ¿Por qué hablar entonces de buena sangre alemana? «Porque yo sé lo que significa», se dijo a sí mismo.

Lo que significaba era decidir que sabías algo que no sabías. Aunque en cierto modo sí lo sabías. Un bonito enigma. Alois decidió que estaba pensando como un filósofo. No estaba mal para un chico que había sido un campesino. Estuvo tentado de plantear el tema en la taberna de Fischlham, pero al final no lo hizo. Eran unos imbéciles. Le remordía el tiempo que pasaba con ellos. En noviembre, hasta se sorprendió bebiendo allí por la tarde, una prueba, si la necesitaba, de que no había suficiente trabajo. Por este motivo había optado por ausentarse unos días y colgar unas redes cerca de las colmenas para ahuyentar a los pájaros en la primavera. Incluso dudó si visitar a Der Alte, pero el recuerdo de la pestilencia bastó para disuadirle.

No tardó en volver a la taberna. Al menos existía un placer en visitarla. Los imbéciles le consideraban ya un apicultor experto. Podía exponer como sabiduría propia y bien asimilada cada consejo que Der Alte le había dado, más todos los datos valiosos que había espigado de sus lecturas. Alois sería el primero en decir que la sinceridad y la modestia eran virtudes excelentes y debían practicarse en la relación con los superiores. Una mente inferior, sin embargo, siempre quería sentir que estaba escuchando a un sabio. Puesto que él era más accesible para los lugareños que Der Alte, lo sustituyó como experto local. Incluso un granjero fue a verle una tarde de domingo para pedirle consejo sobre cómo empezar. Alois le abrumó de detalles sobre el modo de alimentara una colmena en invierno.

Esta disertación le hizo sentirse como el tipo estupendo que había sido antes de jubilarse.

—El truco está en dominar la técnica del alimentador especial —le dijo al visitante—. Porque no sólo hay que meter el alimento líquido y tapar la boca del tarro, como acabo de explicar, sino que luego hay que poner el recipiente con la espita boca bajo sobre la cresa que aguarda la nutrición. ¿Me sigue?

Alois veía que no. El visitante dominical no tardó mucho en despedirse, totalmente descorazonado; no era un rival probable, el invierno siguiente.

Mis agentes me contaban muchos de estos nimios episodios. No captaban la hondura de las nuevas inquietudes de Alois. En cuanto la visita se marchó, se sintió tan solo con su proyecto que empezó a preguntarse si alguna plaga afectaría a las colonias.

Pasó una noche leyendo sus libros, pero la desazón persistió. Tenía sueños en los que vivía en una de las cajas, como una abeja más dentro de un grupo sumido en la oscuridad más negra y profunda. ¿Cómo se guiaban las abejas en aquel mundo tan infernal, tan desprovisto de luz?

A la postre, Alois había elevado este sueño al rango de una pesadilla: ahora me interesaba más lo que me transmitían mis agentes. La colmena de Alois se multiplicaba en la oscuridad y después huía de la caja y se alejaba volando. Se perdía para siempre.

¿Perdería la colmena cuando llegase la primavera? Tanteó en la oscuridad buscando a Klara y su mano tropezó con el vientre. Ella estaba muy gorda, a pesar de que no alumbraría hasta enero. ¿Sería un bebé inmenso?

Klara se despertó con la mano marital encima y se habría acurrucado en el brazo de Alois de no ser porque él, en medio de la negrura, sintió la necesidad de hablar de un asunto preocupante. Ella se despabiló enseguida, descontenta.

—Espero —dijo Alois— que no hayas hablado con Herr Rostenmeier.

Ella supo al instante lo que venía después. Herr Rostenmeier era el dueño de la tienda rural en Fischlham, donde una vez por semana, los sábados, ella y Angela compraban comestibles que no producía su huerta. A Klara le gustaba Herr Rostenmeier y había empezado a hablar con él sobre la venta de la miel. Alois le había dicho que todavía no negociase nada, porque cabía la posibilidad de que hiciera un trato con Der Alte. Sin embargo, a Klara le complacía pensar que quizás comerciasen con Herr Rostenmeier, en cuyo caso ella actuaría de intermediaria y llevaría un poco de dinero a casa. Los dedos le hormigueaban cada vez que pensaba en una transacción así.

Pero Alois se había inclinado por Der Alte. Ella lo sabía.

—Pensé —dijo en la oscuridad, mientras él le daba unas palmadas en la barriga— que ese hombre no te gustaba nada; sí, me acuerdo que dijiste que tendrías que olerle.

—Estará bien consultarle —dijo Alois, cortante. Seguía envuelto en los zarcillos de la pesadilla.

—Sí, sí —dijo Klara—, pero me dijiste que no te fiabas de Der Alte, ¿verdad? —Estaba al borde del ataque de histeria. ¡Que para esto te arrancaran de un sueño tan agradable!—. Sí, ¿dices que no te fías de él y aun así prefieres tratar con Der Alte que con un hombre honrado como Herr Rostenmeier?

—Klara, te pones así porque estás apurada —le dijo él—. Quizás ya has hablado más de la cuenta con Rostenmeier. Algo que no has mencionado, ¿eh? Un compromiso. Sin consultármelo antes.

—No —dijo ella—, en absoluto. No estoy apurada. No me he comprometido.

Estuvo tentada de añadir: «Pero te diré algo, debo decirte que nunca entenderé lo que piensa una persona como tú». No obstante, guardó silencio. Él la habría ridiculizado por aquella estupidez. Ella se habría pasado la mitad de la noche explicando aquellas pocas palabras: «Una persona como tú».

El castillo en el bosque
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