III

Se ha dicho a veces que en las sociedades altamente industrializadas el deporte tiene una función complementaria: la de proporcionar ejercicio físico a una población con gran número de ocupaciones sedentarias y, por tanto, con insuficientes oportunidades para las actividades físicas. Puede ser este un aspecto de la complementariedad, pero hay otro que ha captado menos la atención aun cuando, desde el punto de vista de la función que cumple para los seres humanos, tal vez no sea menos relevante. Su descubrimiento, me parece, revela aspectos del deporte y de otras ocupaciones en tiempo de ocio que han sido descuidados en cierto sentido hasta ahora.

En las sociedades comparativamente avanzadas de nuestra época, numerosas relaciones y actividades tanto laborales como privadas sólo producen satisfacción si todas las personas inodadas son capaces de controlar en forma suficientemente uniforme y estable sus impulsos libidinales, afectivos y emocionales más espontáneos, así como sus cambios de ánimo. En otras palabras, la supervivencia y el éxito social en estas sociedades dependen hasta cierto punto de una coraza segura, ni demasiado fuerte ni demasiado débil, de autocontrol individual. Hay en tales sociedades sólo un marco comparativamente reducido para la exhibición de los sentimientos fuertes, las antipatías profundas o el rechazo hacia otras personas, mucho menos para la ira candente, el odio mortal o el impulso irrefrenable de golpear a alguien en la cabeza. Quienes sufren fuertes perturbaciones o son presa de sentimientos que no pueden controlar terminan en el hospital psiquiátrico o en la cárcel. Los estados de elevada excitación se consideran anormales en una persona, como un peligroso preludio de violencia en una multitud. No obstante, contener los sentimientos fuertes, mantener un control estable de los impulsos, los afectos y las emociones constantemente a lo largo de toda una vida, tiende a suscitar tensiones en el individuo.

Algunos tienen suerte. Encuentran con facilidad el modo de transformar y canalizar sus impulsos y sentimientos en actividades provechosas para otros y satisfactorias para sí mismos. En otros casos, sin embargo, para algunas personas resulta difícil, si no imposible, reconciliar las demandas de una vida en común que exige moderación constante y bien templada y de sus representantes individuales, los agentes de la autocontención a los que conocemos por los nombres de «conciencia» o «razón», con las demandas que les exigen satisfacer sus impulsos instintivos, afectivos y emocionales. En tales casos, las dos series de demandas —o algunas de ellas— permanecen en conflicto constante dentro de la persona. De manera general, en las sociedades en que se salvaguardan y mantienen elevadas normas civilizadoras gracias a un estricto control de la violencia física por parte del Estado, las tensiones personales resultantes de este tipo de conflictos, las tensiones por sobreesfuerzo o, en una palabra, el stress son moneda de uso corriente.

Por lo que se ve, la mayoría de las sociedades humanas desarrollan algún remedio para las tensiones por sobreesfuerzo que ellas mismas generan. En el caso de las sociedades con un nivel de civilización relativamente avanzado, es decir, con restricciones relativamente estables, uniformes y moderadas y con fuertes demandas subliminales, puede observarse una considerable variedad de actividades recreativas con esa función, una de las cuales es el deporte. Pero, para cumplir la función de liberar a los individuos de sus tensiones, estas actividades deben adaptarse a la relativa sensibilidad hacia la violencia física que es característica del comportamiento social de la gente en las últimas etapas del proceso civilizador. Si comparamos las actividades recreativas contemporáneas con las de épocas anteriores veremos con facilidad que sólo han sobrevivido las que pudieron adaptarse a la repugnancia bastante fuerte que hoy suscita el hecho de que los seres humanos inflijan daño físico a otros. Las luchas entre gladiadores o entre personas y animales salvajes, que durante siglos fueron un pasatiempo placentero para las poblaciones urbanas del Imperio Romano, algunas diversiones medievales tales como la quema de gatos, el ajusticiamiento en la plaza pública o las peleas de gallos probablemente divertirían poco a los espectadores de hoy en día, para algunos de los cuales quizá resultaran intolerablemente horribles.

En las sociedades más diferenciadas de nuestro tiempo es muy amplio el espectro de actividades recreativas y grandes las diferencias entre ellas, si bien la mayoría comparte las mismas características estructurales básicas. Estas características comunes indican la función que tales actividades recreativas cumplen en sociedades altamente diferenciadas y complejas. En estas sociedades, mientras, por un lado, las rutinas de la vida, sea pública o privada, exigen que la gente sepa contener con firmeza sus estados de ánimo y sus pulsiones, afectos y emociones, por el otro, las ocupaciones durante el ocio permiten por regla general que estos fluyan con más libertad en un espacio imaginario especialmente creado por estas actividades, el cual en cierto modo trae a la memoria aspectos de la realidad no recreativa Mientras en el caso de esta última el espacio permitido para la expansión de los sentimientos es achicado o confinado en compartimientos especiales, las actividades recreativas están diseñadas para invocar directamente a los sentimientos de las personas y para excitarlos, si bien en diferentes maneras y con diferente intensidad. Mientras la excitación es severamente reprimida en el ejercicio de lo que comúnmente consideramos las cuestiones serias de la vida —salvo la excitación sexual, confinada en sentido más estricto a la intimidad—, muchas actividades recreativas nos proporcionan un escenario ficticio para hacemos sentir una excitación que imita de algún modo la producida por situaciones de la vida real, aunque sin los peligros y riesgos que esta conlleva. Películas, bailes, obras pictóricas, juegos de naipes, carreras de caballos, óperas, historias de detectives y partidos de fútbol, todas estas y muchas otras actividades recreativas pertenecen a esta categoría.

Si preguntamos de qué manera las actividades recreativas suscitan sentimientos en nosotros o nos provocan excitación, descubrimos que generalmente lo hacen creando tensiones. El peligro imaginario, el miedo y el placer, la tristeza y la alegría miméticas son desencadenados y quizá disipados por la puesta en escena de los pasatiempos. Estos evocan estados de ánimo diferentes y quizá contrapuestos, como los de dolor y júbilo, agitación y paz espiritual. Así pues, los sentimientos que en nosotros despierta la situación imaginaria de una actividad recreativa son de la misma naturaleza que los que se suscitan en las situaciones de la vida real —eso es lo que la palabra «mimético» significa—, pero los últimos están ligados a los interminables riesgos y peligros de la frágil vida humana, en tanto que los primeros aligeran momentáneamente la carga, grande o pequeña, de riesgos y amenazas que pesa sobre la existencia humana. Una tragedia escenificada en un teatro, como descubrió Aristóteles, puede evocar en el público sentimientos de miedo y de compasión estrechamente ligados a los que experimentan quienes son testigos presenciales de cómo otros seres humanos caen trágicamente en las trampas que les tiende la vida. En cambio, la escenificación imaginaria de la tragedia teatral es obra humana. En ella, los individuos son los creadores de su propio mundo, dueños y señores del destino humano. El peso del dolor producido por la irredimible carga de sufrimiento en la vida real se aligera, el sentimiento mismo se purifica por los símbolos miméticos de la música o de la poesía, por los movimientos corporales o las máscaras y por la tensión mimética que experimentan quienes presencian el sufrimiento y el dolor humanos en la escenificación imaginaria de una tragedia hecha a imagen de las tragedias humanas. Así, un niño pequeño lanzado hacia arriba y que cae a salvo en los brazos de su padre puede gozar de la excitación mimética de peligro y miedo sabiendo que el peligro es imaginario y los brazos del padre seguros. Igualmente pueden los espectadores de un partido de fútbol saborear la emoción mimética de la batalla que se fibra en el terreno de juego, sabiendo que ni los jugadores ni ellos recibirán daño alguno. Como en la vida real, pueden sentirse desgarrados entre la esperanza del triunfo y el miedo a la derrota, pero también en este caso los fuertes sentimientos evocados en un espacio imaginario y su expresión abierta en compañía de muchas otras personas pueden ser tanto más gozosos y quizá liberadores, porque en la sociedad en general la gente está aislada y tiene pocas oportunidades para la expresión colectiva de sus sentimientos más vivos.

Ahora bien, si en esa sociedad imaginaria de la que formamos parte en tanto espectadores se producen tensiones; si en ella la represión impuesta sobre los sentimientos fuertes se debilita y sube sin hipocresía el nivel de hostilidad y de odio entre grupos diferentes, puede ocurrir que la línea divisoria que separa el juego de lo que no lo es o las batallas miméticas de las reales acabe por volverse borrosa. En tales casos, la derrota en el campo de juego puede evocar el amargo sentimiento de una derrota en la vida real y el deseo de venganza; o una victoria mimética, la imperiosa necesidad de que el triunfo se prolongue en las batallas que se libran fuera del terreno de juego.

Si se acepta el hecho de que los pasatiempos alcanzaron su conformación plena como deportes en Inglaterra en relación con el debilitamiento y resolución de un ciclo de violencia en lucha política no violenta conforme a reglas con venidas, se entiende más fácilmente que el deporte altere su función y su naturaleza cada vez que aumenta la oleada de tensiones y de actos violentos dentro o entre los estados. Cuando esto sucede, las tensiones miméticas y la excitación controlada relacionada con ellas, así como la posibilidad de una resolución grata de las tensiones inherentes al deporte recreativo y a otras muchas actividades igualmente recreativas, se colocan en una situación idónea para perder sus características distintivas. Tienden a perder definición o a fundirse con las tensiones, distintas a ellas, propias de la sociedad en general. Hay ejemplos esclarecedores en el deporte entendido como búsqueda de éxitos que hoy culmina en los Juegos Olímpicos. En ellos, la lucha por batir récords mundiales ha impuesto al desarrollo del deporte una dirección distinta. Bajo esta forma de concebirlo, las inocentes tensiones miméticas del deporte recreativo quedan dominadas y estructuradas por tensiones y rivalidades internacionales entre los diferentes países. Entonces el deporte adquiere una naturaleza notablemente distinta en ciertos aspectos de la del deporte como ejercicio recreativo. Sólo en este último caso conservan las tensiones miméticas algún grado de autonomía que las diferencia de las tensiones características de las situaciones de «la vida real». No obstante, en un sentido y aunque con limitaciones, puede aún el deporte de los récords conservar su función de actividad recreativa: en su calidad de deporte para los espectadores. Visto así, puede proporcionar una excitación mimética agradable que contrarreste las tensiones por sobreesfuerzo normalmente desagradables impuestas por la sociedad y proporcione alivio en relación con ellas.

Las sociedades opulentas y altamente diferenciadas de nuestra época ofrecen, como uno de sus rasgos más sobresalientes, una diversidad de actividades recreativas mayor que la de ninguna otra sociedad en la que podamos pensar. Muchas de estas actividades recreativas, entre ellas el deporte como actividad que se practica o se observa en tanto que espectador, están pensadas para producir un de-control controlado y deleitable de las emociones. Ofrecen tensiones miméticas placenteras que con frecuencia (aunque no siempre) conducen a una emoción ascendente y a un clímax de exaltado sentimiento con ayuda de los cuales, como sucede cuando el equipo favorito gana una competición deportiva, puede resolverse felizmente la tensión. En este sentido, las tensiones miméticas de las actividades recreativas y la consecuente excitación libre de peligro o de culpa pueden servir como antídoto para las tensiones por sobreesfuerzo que la coerción uniforme y constante tiende a producir como característica común a todos los individuos en las sociedades complejas.

La gran variedad de actividades recreativas en general y de deportes en particular que las sociedades complejas tienen para ofrecer permite a los individuos elegir entre una amplia gama de posibilidades. Podrán escoger según su temperamento, su constitución corporal, sus necesidades libidinales, afectivas o emocionales. Algunas de estas actividades recreativas pueden evocar miméticamente miedo y dolor tanto como triunfo y alegría, odio tanto como afecto y amor. Al permitir que estos sentimientos fluyan libremente dentro de su simbólica escenificación, en el contexto mimético de una obra teatral o un concierto, un cuadro o un juego, aligeran a las personas de la carga de coerción absoluta que soportan en su vida no recreativa.

Pocas sociedades humanas, por no decir ninguna, existen sin un equivalente de nuestras actividades recreativas, sin danzas, simulacros de combate, números acrobáticos o musicales, invocaciones ceremoniales de los espíritus —en resumen, sin instituciones sociales que, por así decirlo, proporcionan alivio emocional contrarrestando las tensiones y los esfuerzos de la vida ordinaria con sus serias luchas, peligros, riesgos y coacciones. No obstante, con facilidad nos equivocamos al juzgar la naturaleza y función de estas coacciones. A menudo, no las vemos más que como una consecuencia inmediata de la vida en sociedad. Dado que, como parece, los seres humanos viven en comunidades, tienen que controlarse, imponer restricciones a la expresión de sus impulsos, afectos y emociones. Pero, por su propio bien, deben aprender igualmente a sojuzgar esos instintos autocontrolándose. Quien no sea capaz de hacerlo constituye un peligro no sólo para los demás sino para él mismo. La incapacidad para controlar los instintos es por lo menos tan dolorosa y paralizadora como la necesidad adquirida de controlarlos demasiado.

Los seres humanos no nacen sabiendo cómo reprimir sus poderosos afectos ni sus impetuosas pulsiones instintivas. Por tanto, la vida social de los humanos, la vida en común con sus semejantes, poco placentera sería si los miembros de una sociedad siguieran los dictados de sus afectos e impulsos personales sin restricción. Ahora bien, los seres humanos están hechos de manera tan curiosa que se movilizaron y diseñaron su propio modelo de disposición natural para adquirir la capacidad de restringirse mediante el aprendizaje, y esta disposición es tan indispensable para la supervivencia de los grupos humanos como para la de cada uno de sus miembros por separado. La persona que no lograse adquirir las pautas de autocontrol por el aprendizaje, el ser humano que continuara siendo incapaz de contener sus impulsos elementales quedaría a merced de sus dictados. Incapaz de controlar tanto las necesidades animales que fluyen desde el interior como la excitación suscitada por cualquier acontecimiento del exterior, tal persona no podría sintonizar sus demandas insatisfechas con las fuentes de satisfacción externas a ella ni adaptar sus afectos a las realidades de una determinada situación y, en consecuencia, sufriría grandemente por el dolor, por la presión irresistible de sus instintos espontáneos, que nacen dentro del individuo pero cuyos objetivos pertenecen al mundo de fuera. Por ser incontrolables y por tanto inadaptables, estos impulsos o, mejor, las personas atrapadas en ellos, fallarían el objetivo o apuntarían erróneamente a otro equivocado, con lo cual no encontrarían satisfacción. De hecho, esa persona no sobreviviría mucho tiempo después de la infancia y, en caso de que por casualidad sobreviviera, a duras penas sería un ser humano.

En otras palabras, el aprendizaje del autocontrol es un universal humano, una condición común de la humanidad. Sin ella, las personas, como individuos, no lograrían convertirse en seres humanos y, como sociedades, se desintegrarían con rapidez. Lo que puede variar, lo que de hecho ha cambiado durante el largo proceso de desarrollo de la humanidad, son las normas sociales de autocontrol y la manera en que se las hace funcionar y adaptarse al potencial natural en cada uno para retrasar, suprimir, transformar, en resumen, controlar de diversas maneras las pulsiones elementales y demás sentimientos espontáneos. Lo que ha cambiado, para decirlo brevemente, son los agentes de control formados durante el proceso individual de aprendizaje del niño, a los cuales hoy conocemos con los nombres de «razón» o «conciencia», «ego» o «superego». Su estructura, sus límites y, en conjunto, su relación con los impulsos libidinales y otros en gran medida no aprendidos, son notablemente distintos en las diversas etapas del desarrollo de la humanidad y, por ende, en el curso del proceso civilizador que esta ha experimentado. De hecho, los cambios de este tipo constituyen la médula estructural de este proceso demostrable así como de los más breves estallidos civilizadores o de-civilizadores que pueden observarse. No existe pues, en el desarrollo social de la especie humana, un punto cero de civilización, un punto que nos permita decir: fue aquí donde terminó la barbarie absoluta y aquí donde comenzó la vida civilizada entre los seres humanos. En otras palabras, un proceso civilizador es un proceso social sin comienzo absoluto. La secuencia de cambios puramente sociales sin transformaciones biológicas conocidas en la especie, tuvo lugar sin discontinuidad absoluta como secuela de una evolución biosocial y, en definitiva, biológica. A diferencia de la última, el proceso civilizador, igual que otras secuencias sociales de cambio en una dirección determinada, puede dar marcha atrás. Un proceso civilizador puede ir seguido, incluso acompañado, por vigorosos movimientos en la dirección contraria, por procesos de-civilizadores.

Sin embargo, es frecuente equivocarse a la hora de interpretar la dirección de un proceso civilizador. Dado que el deporte está estrechamente ligado a las condiciones de la civilización en la sociedad en general y, por tanto, a la interacción de esfuerzos civilizadores y de-civilizadores, que hoy son tan fáciles de advertir, pueden ser útiles unas cuantas palabras introductorias acerca de la dirección de tales procesos. Una de las ideas que con facilidad acuden a la mente cuando se habla de la dirección de un proceso civilizador es la de cambios hacia un mayor autocontrol. Aunque se trata de una burda simplificación, no puede decirse que tal idea sea errónea. Los comparativos como «mayor» o «menor» no necesariamente aluden a relaciones de cantidad, pero fácilmente pueden dar la impresión de que ese y no otro es su significado. Así, cuando hablamos en este contexto de «más autocontrol» o «menos autocontrol», puede parecer que lo hacemos de la misma manera en que hablamos de tomar más vino o menos vino durante la cena. Las actuales limitaciones del lenguaje hacen difícil hallar expresiones más idóneas. Por si esto fuera poco, si decimos que no es posible presentar adecuadamente la dirección de un proceso civilizador como un cambio en cantidad, la única alternativa que los usos vigentes del habla y del pensamiento permiten es la de asumir que debe tratarse entonces de un cambio en calidad. Este es sólo uno de los numerosos ejemplos que muestran claramente la huella de nuestros conocimientos de la naturaleza física. El estudio de la naturaleza ha dado cuerpo a la impresión de que reducir la calidad a la cantidad es la única vía hacia el descubrimiento y, por tanto, el único método científico con validez. Esta suposición ya no es correcta en absoluto, ni siquiera en el caso de sustancias altamente organizadas como los cromosomas. Ya en ese nivel, los modelos de configuración tienen que complementar la representación simbólica de las cualidades en términos de cantidades. El uso lingüísticamente correcto que representa la calidad como alternativa única de la cantidad empieza a mostrar sus limitaciones. Y estas se hacen incluso más patentes cuando se estudian los grupos sociales. Si utilizamos como marco básico de referencia para los estudios sociológicos el desarrollo demostrable de la humanidad, como habrá de ocurrir antes o después, si no perdemos de vista el largo camino recorrido por los humanos desde el tiempo en que vivían en cavernas, como unidades de supervivencia de una época anterior, hasta el tiempo de las naciones-estado industrializadas, como unidades de supervivencia de una etapa posterior, con toda seguridad el cambio en la cantidad de personas que constituían una unidad de supervivencia entonces y que la constituyen ahora es un criterio relevante de este desarrollo. Pero no llegaremos muy lejos si luego buscamos «calidades» de estos grupos humanos que puedan reducirse a cantidades. El término «calidad», que tiene un significado muy preciso si nos referimos a las sustancias físicas, deja de tenerlo cuando hablamos de las sociedades humanas. La naturalidad con que este término llega a la mente como si fuera la única alternativa lingüísticamente correcta de «cantidad» representa uno de los numerosos casos que demuestran que, al estudiar las sociedades humanas, todos somos hoy prisioneros de la lengua, cuyas influencias más formativas fueron experiencias de tipo físico o metafísico. No todas las expresiones de las lenguas se adecúan bien al estudio de los seres humanos, ni como individuos ni como sociedades. Si se utilizan los ejemplos antes mencionados —los tipos de sociedad humana más antiguo y más reciente que conocemos—, es fácil reconocer que lo que se ofrece como alternativa a las diferencias de tamaño, a la cantidad de personas que constituían estos grupos, no son diferencias tanto en las calidades de los grupos cuanto en su estructura, en el modo en que las personas están mutuamente ligadas o, en otras palabras, en las figuraciones que forman unas con otras y con la naturaleza no humana. El término «figuración» está pensado en este caso para evitar la impresión inherente en muchos vocablos tradicionales, de que los individuos y las sociedades son sustancialmente distintos. Lo que estos dos conceptos denotan son sólo diferencias en el punto de vista del observador, que unas veces puede fijarse en las personas que forman un grupo y otras en el grupo que forman. Al percibir a los grupos humanos, grandes o pequeños, como figuraciones formadas por y entre seres humanos, los conceptos del observador se ajustan a los datos observables mucho más de lo que permite hacerlo la habitual polarización individuo-sociedad. No sería descabellado decir que las estructuras sociales son estructuras formadas por personas. También esto indicaría que, en el estudio de las sociedades, la alternativa a un enfoque cuantitativo, a la visión de las sociedades como una acumulación de individuos originalmente aislados, no es tanto un esfuerzo por comprender las cualidades de las sociedades sino por determinar sus estructuras, las estructuras o figuraciones formadas por los seres humanos. Puede advertirse que el término «estructura» no se acopla muy bien a los seres humanos. Es más fácil hablar de figuraciones de personas, como por ejemplo, la figuración fluctuante formada por los dos equipos de jugadores en un campo de fútbol. «Figuración», no obstante, es un término nuevo que no muchos entienden aún. Su uso requiere una buena dosis de objetividad. Lo mejor que podemos hacer en este caso es citar ejemplos, que tal vez sirvan para comunicar mejor que las declaraciones generales en las que se incluye un término no conocido.

Los ejemplos están a la mano. Sólo necesitamos redondear lo que decíamos antes sobre la sociogénesis del deporte, sobre el vigoroso empuje civilizador del cual el deporte formaba parte y sobre sus características distintivas con respecto a los pasatiempos en una etapa anterior del desarrollo.

Allí pudimos ver que las reglas para la lucha pacífica entre facciones rivales en el Parlamento y para el traspaso igualmente pacífico del poder gubernamental a la facción o partido vencedor, surgieron aproximadamente al mismo tiempo que se imponían restricciones más severas a la violencia y aumentaban las demandas de autocontrol personal y de capacidad subliminal, que imprimieron las características del deporte a las competiciones recreativas en las que intervenían la fuerza y la agilidad muscular. En consecuencia, cuando decimos que las luchas parlamentarias o los deportes requerían más autocontrol que las luchas políticas del período precedente, reguladas con menos rigor y a menudo más violentas, no nos referimos a un cambio en la cantidad de autocontrol de cada individuo aislado, que podríamos imaginar susceptible de ser medida; ni tampoco a un cambio cualitativo de los seres humanos, sino a los seres humanos que formaron entre sí figuraciones tales como un Parlamento o un equipo de criquet, que demostrablemente se regulaban con más severidad que las que les precedieron y que demandaban de sus miembros un control más riguroso, uniforme y estable de sí mismos. Pero en la lucha parlamentaria, si bien, por un lado, las batallas verbales y las intrigas de los partidos podrían proporcionar alguna excitación agradable a los no profundamente implicados en ellas, por el otro, estaban en juego las oportunidades vitales de la riqueza, el estatus y el poder. Una caza de zorros tal como surgió en el siglo XVIII, aun cuando los cazadores se negaran a sí mismos el placer de matar, y el ejercicio en sí estuviese mucho más firmemente regulado que las anteriores modalidades de caza, proporcionaba a los participantes todos los placeres y toda la emoción de un modo mimético, por decirlo de alguna manera, como si se tratara de una obra teatral salvaje representada por los perros y el zorro en la que ellos eran espectadores participantes (véase el «Ensayo sobre el deporte y la violencia» en este volumen). En aquel caso, también, el diagnóstico de que se trataba de un empuje civilizador no se basaba en la medición de las cantidades de autocontrol tomadas en forma aislada, sino en el aumento del autocontrol exigido por toda la situación, por la figuración que, en este caso, formaban las personas junto con los caballos, los lebreles y el zorro.

Dentro de su escenografía específica, el deporte —como otras actividades recreativas—, gracias a la manera en que está diseñado, puede evocar una determinada tensión, una excitación agradable, permitiendo así que los sentimientos fluyan con más libertad. Puede servir para aflojar, liberar quizá, las tensiones por sobreesfuerzo. La escenografía del deporte, como la de muchos otros ejercicios recreativos, está diseñada para despertar emociones, evocar tensiones en forma de excitación controlada y bien templada, sin los riesgos y tensiones habitualmente asociados con la excitación en otras situaciones de la vida; o sea, una emoción «mimética» que puede ser agradable y producir un efecto liberador y catártico, bien que la resonancia emocional del diseño imaginario contenga, como suele ocurrir, elementos de ansiedad, miedo o desesperación[64].

Pero si el deporte comparte con otras muchas actividades recreativas su carácter mimético, la capacidad de despertar emociones similares a las que se experimentan en otras situaciones y aun la posibilidad de la catarsis, se diferencia de la mayoría de ellas, y sobre todo de las artes, por el papel central que en los deportes desempeñan las luchas in toto entre los seres humanos. En todos los tipos de deporte los seres humanos luchan entre sí directa o indirectamente. Algunos, de diseño estrechamente parecido al de una batalla real entre grupos hostiles, tienen una propensión particularmente fuerte a provocar emociones y excitación. De aquí que representen un vivido ejemplo de uno de los problemas centrales de numerosos deportes: el de cómo reconciliar entre sí, con base en su diseño, dos funciones contradictorias —de-controlar agradablemente los sentimientos humanos, es decir, evocar a plenitud una emoción placentera por una parte, y conservar sin embargo en vigor una serie de coerciones que mantengan bajo control las emociones de-controladas, por la otra.

El problema de los deportes basados en remedos de batallas tal vez pueda hacerse más patente si recordamos, una vez más, que el deporte comparte con muchas otras actividades recreativas de nuestra época la función de controlar un placentero de-control de los sentimientos. También un concierto puede cumplir esa función, Pero en este caso, los movimientos físicos de los ejecutantes, con la excepción de los del director, no ocupan el centro de la atención. El público, en cambio, ha de controlar los suyos con sumo cuidado para que ningún sonido procedente de él perturbe los sonidos producidos por la orquesta. De hecho, con el paso de los años ha aumentado de forma notable la tendencia a restringir los movimientos del público. Tal vez sea obra de un empuje civilizador en marcha. Hoy en día, el código de conducta del público asistente a los conciertos confina el aplauso al fin de una sinfonía o cualquier pieza musical con más de un movimiento. Aplaudir al final de un movimiento es visto con franca desaprobación, cuando no duramente censurado. En tiempos de Haydn o Beethoven, sin embargo, no sólo se aplaudía después de cada movimiento sino que además se esperaba que así sucediera. Muchos movimientos estaban pensados para provocar el aplauso, entendido este como una grata manera de liberarse de la tensión-excitación producida por la música. Aun así, hoy en día el público permanece en silencio una vez finalizados movimientos que fueron escritos para ser aplaudidos y que exigen serlo.

El siguiente pasaje ilustra con gran viveza una situación como la descrita. Demuestra asimismo que la función de producir una excitación emocional controlada pero placentera no se limita al deporte:

El pulso se acelera; la mano izquierda del violinista se vuelve borrosa a medida que los dedos del pianista recorren velozmente el teclado arriba y abajo. Crece la tensión hasta culminar en la escala final y los acordes triunfantes: ¡Ta tah! ¡Tum tummmm! El violinista describe con el arco un movimiento descendente largo e intenso; al quedar liberado, su brazo vuela al aire con exultación.

Entonces: un embarazoso silencio, unas cuantas tosecitas, algunos reacomodos en las butacas; el solista mira al suelo; su brazo derecho se repliega tímidamente hacia abajo. Del piano sale una nota o un acorde para retomar la armonía, mientras los ejecutantes descienden desde el pináculo de tensión que han construido sin experimentar el sentimiento liberador de conocer una respuesta a ella.

¿Dónde estamos? En una importante sala de conciertos, entre un público refinado. De no ser así, las personas que hubieran sido estimuladas por toda esa acción habrían hecho lo obvio y sus vecinos más conocedores las habrían acallado —¡shssss!— rápidamente. ¿Y por qué? Bueno, porque no es más que el fin de un movimiento y, aunque la música diga «Aplaudan, por favor», el decoro en esta clase de salas a fines del siglo XX dice «Esperen, por favor[65]».

La restricción impuesta de esta manera sobre el público es muchísimo mayor, dada la intensidad de sus emociones. Y sin embargo, nadie debe contraer ni un músculo en la medida de lo posible. Deben ser conmovidos sin moverse. Sólo al final, con la fuerza y la duración de sus movimientos, de su aplauso, podrán expresar hasta qué grado se han visto conmovidos antes en silencio[66].

En el caso de los partidos de fútbol, moción y emoción están íntimamente ligadas entre sí, al menos en lo que se refiere a los jugadores. Incluso el público dispone de un margen más amplio para transmitir lo que siente a sus vecinos de asiento, a los demás y a los jugadores por medio de movimientos, incluidos los de la lengua, los labios y las cuerdas vocales. Sin embargo, no sólo el fútbol sino todos los deportes en general son como batallas miméticas controladas y no violentas. Una fase de lucha, de tensión y emoción provocadas por el fragor del encuentro, y que puede exigir mucho en términos de esfuerzo y de habilidad física pero también proporcionar regocijo por derecho propio como liberación de las rutinas y tensiones por sobreesfuerzo de la vida no creativa, es seguida generalmente por una fase de decisión y liberación de la tensión de la batalla, ya sea en el triunfo y la victoria, ya en la decepción y la derrota.

El deporte puede ser una batalla entre seres humanos que estos libran individualmente o en equipos. Puede ser entre hombres y mujeres montados a caballo que persiguen a un grupo de lebreles y a un veloz zorro. Puede adoptar la forma de un descenso sobre un par de esquíes desde lo alto de las montañas hasta el valle, una clase de deporte que no sólo es una batalla entre humanos sino también un combate con la montana misma cubierta de nieve. Lo mismo puede decirse del montañismo, en el que los seres humanos pueden ser vencidos por la montaña o, tras una gran cantidad de esfuerzo, alcanzar la cumbre y gozar con su victoria. En todas sus variedades, el deporte es siempre una batalla controlada en un escenario imaginario, sea el oponente una montaña, el mar, un zorro u otros seres humanos. Consideremos el fútbol como ejemplo. Es la imaginación humana la que convierte a un hombre que maneja —sólo con los pies— una pelota de cuero en el objeto de una acalorada pero controlada lucha entre dos grupos de personas. El problema a resolver, en este caso como en el de los demás juegos deportivos, es cómo mantener bajo el riesgo de que los jugadores sufran daño, manteniendo sin embargo en un nivel elevado la placentera emoción de la batalla. Si el marco de reglas y habilidades que la representación imaginaria de un deporte proporciona es capaz de mantener, en la práctica, este y otros equilibrios relacionados, puede decirse que ese determinado deporte ha alcanzado la madurez. Las variedades del fútbol inglés alcanzaron esa etapa tras un período de crecimiento y ajuste funcional, y las formas en que estaban estructurados terminaron por ofrecer a los jugadores de manera uniforme y paulatina, una buena oportunidad de tensión no violenta con duración suficiente para que fuese placentera, así como una buena oportunidad de culminación y liberación de la tensión en forma de victoria o de derrota[67]. Si demasiados partidos acaban con un empate, es decir, sin una victoria que dé salida a la tensión, es necesario reajustar las reglas del juego. Del mismo modo, cualquier juego deportivo puede perder su función si en demasiados casos se alcanza la victoria con suma rapidez, pues entonces la tensión-emoción generadora de placer se pierde o dura demasiado poco[68]. Como puede verse, al igual que otros deportes recreativos el fútbol se encuentra precariamente suspendido entre dos peligros fatales, entre el aburrimiento y la violencia. El drama de un buen partido de fútbol conforme este se desarrolla tiene algo en común con una buena obra teatral. También en ella crece durante un tiempo una agradable tensión, y quizás emoción mimética que luego es llevada a un clímax y así a la resolución de la tensión. Pero una obra teatral se debe casi siempre a una persona conocida, en tanto que la mayoría de los deportes han alcanzado la madurez en el transcurso de un desarrollo social no planificado.

Hemos presentado aquí, a modo de introducción, algunas condiciones de este desarrollo, algunos aspectos de la sociogénesis del deporte. Secundariamente, se ha esclarecido un poco también la naturaleza del propio desarrollo social. Resulta aleccionador ver cómo algo en un principio completamente original y, a su manera, bastante perfecto como el críquet, el fútbol, el tenis y otros deportes, cobró forma a lo largo de un desarrollo no planeado de larga duración. Lo mismo puede decirse naturalmente del juego de ajedrez, de la lengua inglesa o alemana, o de las primeras formas de gobierno parlamentario.

Mucho se ha escrito sobre el origen individual de lo que denominamos «ideas». Saber quién expresó por vez primera una determinada idea constituye un tema muy respetable de investigación. Un pasatiempo competitivo favorito entre los estudiosos es el de descubrir que cierta «idea» vio la luz del día antes de lo que hasta entonces todos los especialistas habían creído. Aun así, el modelo de explicación basado en la historia de las ideas no sirve para explicar muchos aspectos de las sociedades humanas. Quién fue el primero en hablar inglés no es ninguna pregunta con sentido. Como tampoco lo es la pregunta ¿quién fue el primer inglés que concibió la idea del gobierno parlamentario, o, ya que para el caso es lo mismo, del críquet, o del fútbol? Estos y otros muchos aspectos de la sociedad humana no se explican tomando como base las ideas de los individuos por separado, ni siquiera la acumulación de tales ideas. Requieren una explicación que tome en cuenta el desarrollo social.

En otro lugar he utilizado un ejemplo sencillo para señalar un aspecto fundamental de la diferencia entre las dos clases de explicación[69]. He considerado un modelo concreto de juego para indicar que ya no es posible explicar un movimiento en medio de un juego —digamos el vigésimo movimiento en una partida de ajedrez— sólo por las intenciones de uno u otro jugador. La conexión de sus planes y acciones produce un esquema no buscado y quizá tampoco previsto por ninguno de ellos. Pero, aun no siendo intencional, el esquema y el proceso de juego del que forma parte pueden, en retrospectiva, reconocerse claramente estructurados. Esta es la razón por la que, sin ir más lejos, la simple frase de que las acciones intencionadas pueden tener consecuencias imprevistas es poco más que un paliativo de la propia ignorancia. Imaginemos la interconexión de los planes y acciones no de dos sino de dos mil o dos millones de jugadores interdependientes. En este caso, el proceso no tiene lugar independientemente de los individuos cuyos planes y acciones lo hacen avanzar. Y sin embargo, tiene una estructura y demanda una explicación sui generis. No puede explicarse con base en las «ideas» o las «acciones» de cada individuo por separado.

Los términos «proceso social» o «desarrollo social» son simplemente símbolos conceptuales que reflejan el singular modo de existencia de este entretejido continuo de planes y acciones de los seres humanos en grupos. Estos conceptos están pensados para ayudar a explorar la estructura única resultante de esta interconexión de acciones y experiencias individuales, de la interdependencia funcional de los actores individuales en sus distintos grupos. El conocido término «interacción» no hace justicia al entretejido de experiencias y acciones de la gente. Está demasiado asociado al modelo tradicional de una sociedad como pura unidad acumulativa de individuos inicialmente aislados.

La observación de un partido de fútbol puede ser muy útil para comenzar a entender lo que queremos decir con planes y acciones interconectados. Puede que cada equipo haya planeado su estrategia según el conocimiento que posea de las capacidades y debilidades tanto propias como del equipo contrario. Sin embargo, a medida que el juego avanza, produce situaciones no planeadas ni previstas por ninguno de los bandos. De hecho, el modelo o esquema móvil formado por los jugadores y el balón en un partido de fútbol puede servir como ilustración gráfica no sólo del concepto de «figuración» sino también del de «proceso social». El proceso de juego es precisamente eso: una figuración móvil de seres humanos cuyas acciones y experiencias se interconectan continuamente, un proceso social en miniatura. Uno de los aspectos que más nos enseñan del esquema rápidamente cambiante de un partido de fútbol es el hecho de que este esquema o modelo está formado por los jugadores de ambos bandos en sus continuos movimientos. Si alguien concentrara toda su atención sólo en la actividad de los jugadores de un equipo y cerrara los ojos a la del otro, no podría seguir el juego. Aisladas e independientemente de las acciones y percepciones del otro equipo, serían incomprensibles para ese espectador las acciones y experiencias de los miembros del equipo que trata de observar. A lo largo del partido los dos equipos forman entre ellos una sola figuración. Es necesario tener la capacidad de distanciarse del juego para reconocer que las acciones de cada lado se conectan constante y recíprocamente con las de su contrario y, por tanto, que los dos equipos forman una sola figuración. De igual manera la forman los estados antagonistas. Con frecuencia los procesos sociales son incontrolables porque son alimentados por la enemistad. Tomar partido por un lado u otro puede oscurecer fácilmente este hecho.

En el caso de un partido de fútbol, quizá no sea tan difícil reconocer la interdependencia de los contrarios, la interconexión de sus acciones y, consecuentemente, el hecho de que los grupos rivales en acción forman una sola figuración. Ahora, probablemente sea mucho más difícil reconocer que también en la sociedad en general muchos grupos contrarios son totalmente interdependientes y, asimismo, que no podremos entender sus acciones y sentimientos mutuos si no percibimos a los contrarios como una figuración única. Quizá el ejemplo más ilustrativo en este aspecto sea la carrera armamentista entre dos superpotencias. Es un ejemplo de proceso que se autoperpetúa, imposible de comprender para quien intente percibir cada lado de manera aislada, es decir, independientemente del otro. En este caso, el equivalente del proceso de juego: la autoascendente carrera armamentista, goza también de una relativa autonomía respecto a los objetivos e intenciones de los grupos que encabezan cada bando. Tal vez cada lado crea ser un agente libre pero, de hecho, ambos son cautivos del proceso del «juego», el cual, también en este caso, puede tomar un rumbo no planeado por ninguna de las partes.

La dificultad reside en que la toma de posición profunda y enérgica a favor de un lado u otro bloquea la percepción tanto de la cambiante figuración que ambos forman como de su dinámica relativamente autónoma, la cual conduce a los enemigos interdependientes, trabados en el forcejeo, hacia condiciones no planeadas por ninguno de ellos. Para percibir como un proceso unitario la cambiante figuración de los contrarios interconectados se requiere objetivación y distanciamiento en un nivel bastante elevado. Estos pueden ser comparativamente fáciles de alcanzar viendo un partido de fútbol. Pero cuando se trata de oponentes políticos, es mucho más difícil, incluso para los sociólogos, lograr un distanciamiento mayor y percibir a los dos lados como un solo proceso.

Otro ejemplo de cierta relevancia en este contexto es el problema de la violencia en el fútbol. El juego se ha hecho más rudo sin duda alguna, pero los jugadores generalmente logran mantener a raya su violencia. Los castigos [penalties] por romper abiertamente las reglas son suficientemente costosos para impedir que se produzcan demasiadas faltas, demasiadas fracturas en el autocontrol de los jugadores. Pero ni siquiera la rudeza del juego se explica si los partidos de fútbol profesional son vistos de manera aislada. Casi con toda seguridad, hay que buscar las razones en el aumento de las tensiones que se producen en la sociedad en general. Es lo que puede decirse sin sombra de duda acerca de los actos violentos cometidos con bastante regularidad por los miembros del público. He tratado de mostrar que el deporte, y en particular los juegos competitivos entre jugadores profesionales ante un público aficionado, conllevan un de-control de los afectos y emociones controlado pero placentero. La emoción contenida forma parte integral del goce proporcionado por el deporte, pero ¿qué sucede si las condiciones de la sociedad en general no equipan a todos los sectores con controles suficientemente fuertes para contener la emoción, si las tensiones sociales se incrementan lo suficiente para aflojar los controles de los individuos sobre la violencia y, de hecho, provocan la aparición de un empuje de-civilizador e inducen a sectores de la población a encontrar placentera la violencia?

De ninguna manera es sólo en el contexto del fútbol donde preguntas como estas muestran su importancia. También las formas parlamentarias de gobierno funcionan razonablemente bien sólo en sociedades en las que un autocontrol estable y uniforme constituye parte integral del comportamiento social de la mayoría de la población. Si en algunos sectores de una población cualquiera se debilita la capacidad de autocontrolarse de manera estable; si, tal vez debido a un ciclo ascendente de violencia, se erosiona la conciencia que impide a la gente cometer actos violentos, también el gobierno parlamentario podría erosionarse. La rotación pacífica de los gobiernos según leyes concertadas nunca más podrá funcionar adecuadamente si la enemistad y el odio entre diferentes sectores de la población se eleva por encima de un determinado nivel. Igualmente, tampoco será fácil que un régimen parlamentario funcione en una sociedad con larga tradición autocrática, donde las masas de población se han acostumbrado, en los asuntos públicos, a ser restringidas principalmente por controles externos y nunca han tenido la oportunidad de desarrollar la autocontención indispensable para el funcionamiento sin altibajos de un régimen multipartidario, en el que la lucha entre partidos y, en consecuencia, los cambios de gobierno, están estrictamente limitados al uso de estrategias no violentas.

Así pues, el estallido recurrente de estrategias violentas entre el público futbolero quizá podría ser visto también, en un contexto más amplio, como síntoma de algún defecto en la sociedad en general, en lugar de simplemente en aquel sector determinado que goza cometiendo actos de violencia —defecto que, en este sentido, tiene para mucho tiempo.

La pregunta de por qué algunos grupos de espectadores cometen tales actos ha sido ampliamente explorada por Eric Dunning y sus colaboradores, quienes han contribuido mucho a la comprensión del problema. Pueden verse algunos resultados de su investigación en este volumen. A mí me gustaría añadir un par de puntos relacionados con un estudio que emprendí hace algún tiempo en colaboración con John Scotson. Se titulaba The Established and the Outsiders[70]. Una investigación de las relaciones entre las familias asentadas desde antiguo en un lugar y los habitantes de una vecindad de reciente creación reveló actitudes de desprecio por parte de las familias asentadas desde tiempo atrás con respecto a los habitantes de la vecindad, así como una fuerte tendencia a cerrar filas contra ellos, a excluirlos de todo contacto social con el grupo establecido. Todo lo cual era sorprendente en grado sumo, dado que los dos grupos de familias eran ingleses y pertenecían a la clase obrera. No había diferencias observables en sus niveles de aseo o de moralidad, salvo por un grupo relativamente pequeño de familias de la vecindad que pertenecían a lo que Eric Dunning y sus colaboradores han denominado las clases obreras «más rudas». Su vida familiar era menos ordenada, sus casas menos limpias que las del resto de familias de la vecindad. También sus hijos eran más rudos y menos fáciles de controlar que todos los demás niños. Una mirada más atenta a este grupo de niños y adolescentes mostraba por qué eran difíciles. Todo el mundo en el barrio los trataba como intrusos, y sabían que, como ellos, también sus padres eran tratados con desprecio por todos los vecinos. Probablemente no es fácil que los niños desarrollen una autoestima estable ni sentimientos de orgullo cuando, día a día, ven que sus padres gozan de baja consideración entre los demás. Los propios niños eran recibidos con desdén y ahuyentados como animales cada vez que asomaban la cara. Así que se esmeraron en asomarla con más gusto precisamente por los lugares en que eran menos deseados. Sus sitios favoritos para jugar eran las calles donde vivían las antiguas familias. Allí hacían todo el ruido posible y disfrutaban con la atención que los vecinos les prestaban cuando intentaban librarse de ellos. Entraron a un club juvenil del barrio y, tras varios intentos inconexos de ocuparse con juguetes y diversos aparatos, empezaron a hacer todo lo posible para molestar y a romper todos los juguetes y objetos que podían.

En este caso, está claro que una explicación en términos de la «agresividad» de estos jóvenes no sirve de mucho. ¿Por qué son agresivos? Ni siquiera una referencia al desempleo nos llevaría lejos tampoco. El ejemplo puede servir para hacemos ver que, en tales casos, son inadecuadas las explicaciones que se basan en una causa aislada, o incluso en todo un conjunto de causas aisladas. La explicación necesita tomar en cuenta la situación humana de la gente implicada y el modo en que la experimenta. De hecho, no es posible entender cabalmente el comportamiento agresivo y destructivo de estas personas sin una referencia a la relación «establecido-intruso» y al efecto de esa relación en la estructura de personalidad de los intrusos. Es cierto que una explicación basada en la «agresividad» puede hacer que parezca más fácil hallar el remedio adecuado para este problema; más fácil de lo que una explicación en términos de la relación establecido-intruso daría a entender. Pero eso se debe a que confunde un síntoma con su causa.

La mayoría de los individuos implicados en la violencia del fútbol parece proceder del escalón más bajo de la clase obrera. Pero, para entender la relación, hay que convertir la posición social en experiencia. No sólo pertenecen casi todos a familias mal consideradas en su sociedad sino que además ellos mismos son vistos con desprecio por la mayoría de quienes se encuentran establecidos. El desempleo tiene mucho que ver en esto, sin duda alguna. Pero es la experiencia humana característica de este escenario social la que debemos sentir y recordar si queremos descubrir por qué se convierte en estallidos de violencia. En su vida de todos los días, estos jóvenes pertenecen a un pequeño grupo de bajo status. Ocupan una posición bastante baja en su sociedad, y esto se les hace sentir cada vez que entran en contacto con el mundo establecido. El abandono en que los tiene la sociedad es tanto más irritante por cuanto que estos jóvenes saben que pertenecen a ella. Saben que hay otros intrusos de origen extranjero y apariencia igualmente extranjera. Estos son los que no cuentan, se les puede tratar con desprecio. En cambio ellos, ellos sienten que sí son de su país; saben que son ingleses, o escoceses, o galeses. Y sin embargo, son tratados como si no lo fueran, o como si fueran intrusos. Poco hay de excitante en su vida ordinaria, tal vez nada de deporte y poco gusto en practicarlo. Quizá no tengan trabajo, si es que alguna vez tuvieron uno. Generalmente, la vida es bastante monótona, casi no sucede nada. Tal vez una chica o una ida al cine. Ninguna perspectiva, ninguna meta. Entonces, los partidos del equipo local de fútbol se convierten en los grandes acontecimientos excitantes en una vida tan vacía de ellos. Allí puede uno demostrar al mundo entero que uno también cuenta y volverle la espalda a una sociedad que no parece tener ojos ni importarle nada. Ya desde que se va camino al estadio, sea en el país propio o en el extranjero, no está uno solo ni sólo con el pequeño grupo de amigos de todos los días. Hay ahora cientos, incluso miles que son como uno. Esto inspira fuerzas a una persona. En la vida ordinaria uno no tiene poder y casi no capta la atención de nadie. Como parte de una multitud, uno es poderoso. En la estación de ferrocarril, rumbo al estadio y todavía más dentro de él, sí puede uno llamar la atención hacia sí mismo. Unos a otros, se instigan para hacer cosas que probablemente no harían por separado. Y así, sin saber en absoluto lo que se hace, salvo disfrutar con la emoción, vuelve uno la espalda a los poderes establecidos. Puede vengarse por una vida desesperanzada y vacía. La venganza constituye un motivo importante para rajar a navaja los compartimentos de los trenes o destrozar mesas o botellas en los bares. Y luego, en el estadio de fútbol, hay miles y miles, muchos más que policías, representantes del orden establecido. Mejor aún, hay extranjeros. Puede uno desquitarse a costa de ellos. El hecho de estar en masa infunde valor. Hace que los impotentes parezcan poderosos. Y así resulta que personas que por regla general llevan una vida humilde y probablemente frustrante, se resarcen haciendo saltar la tapadera por los aires. El autocontrol que por lo general contiene la excitación creada por el juego-batalla, ellos lo aplican al enfrentamiento entre dos equipos de fútbol. Buscan la emoción de una batalla real bajo condiciones que les permitan participar en una sin incurrir en riesgos excesivamente grandes para ellos. Por un instante breve e ilusorio, los intrusos son los amos; los pisoteados se encaraman en lo alto. En resumen, la violencia en el fútbol, independientemente de todas las otras explicaciones que pueda tener, creo que debe considerarse también como un síndrome de intrusismo, como una forma de comportarse y de sentir característica de los intrusos jóvenes cuando logran congregarse y formar una gigantesca multitud.

En su famoso estudio The Crowd (La multitud), Le Bon se sintió motivado por los alborotos de los franceses, principalmente quizá de la población parisina[71]. En aquel tiempo, los motines por falta de alimentos entre los más pobres se producían con mucha frecuencia. Escandalizaban y aterrorizaban a los ciudadanos respetables y, aunque el aspecto establecido-intruso no se hallaba en el rango de visión de Le Bon, le permitieron estudiar algunos aspectos de los desórdenes públicos que aún pueden observarse en la violencia por parte de los espectadores del fútbol. Quizá no sea irrelevante reflexionar sobre el hecho de que, en los países más desarrollados y organizados, los alborotos por falta de alimentos han desaparecido casi completamente, mientras que aún persisten los que tienen que ver con el fútbol. Puede que algunas de las injusticias causantes del primer tipo de violencia a que me refiero, tales como la de estar en peligro de morirse de hambre, hayan desaparecido en gran medida en estas sociedades opulentas. Ahora son otros agravios no menos injustos los que hallan expresión en los alborotos. A la privación de pan, más o menos remediada, sigue ahora la privación de sentido. En las sociedades más desarrolladas, desde las grises zonas de recién llegados que se forman alrededor de la mayoría de las grandes ciudades, la gente, los jóvenes en particular, miran desde fuera hacia el interior del mundo establecido. Ven que es posible una vida con más significado, más plena que la suya. Sea cual sea ese significado intrínseco, para ellos tiene un sentido y saben, o quizá sólo lo sientan, que ellos no lo tendrán en toda su vida. Y aunque a menudo llegan a creer que se les ha hecho una gran injusticia, no siempre está claro quién es el causante. De ahí que la venganza sea con frecuencia su grito de guerra. Un día, la olla hierve hasta rebosar y ellos intentan vengarse en alguien.

Estas cuantas observaciones acerca de la violencia en el fútbol dirigen de nuevo nuestra atención hada uno de los principales temas tratados en este volumen: el de la complementariedad del deporte como ocupación recreativa de los deportistas o los espectadores, y las condiciones de la vida no recreativa de las personas. La complementariedad entre las rupturas del control de la violencia en los acontecimientos deportivos y la existencia social cotidiana de los jóvenes intrusos pertenecientes a la clase obrera, resulta en ese aspecto no menos reveladora que la complementariedad entre la emoción agradable y más controlada que proporcionan las batallas firmemente reguladas de un deporte recreativo y el bien templado control de las emociones que acaba convertido en una segunda naturaleza, característica casi ineludible de la práctica social de los miembros de sociedades más complejas en todas las actividades no recreativas. En este sentido, es muy reveladora la génesis del deporte en Inglaterra durante el siglo XVIII como parte de un empuje pacificador muy pronunciado. Las restricciones a la violencia en la arena política, que en el caso de las clases altas inglesas mucho más que en el de sus homologas francesas o alemanas tuvieron la forma de una autopacificación, de una contención impuesta no por un príncipe y sus ministros, sino por los miembros de una oligarquía autónoma sobre sí mismos y unos sobre los otros, tuvieron su equivalente en una mayor sensibilidad con respecto a la violencia, incluso en los pasatiempos de estas clases. Hay razones de peso para creer que esos pasatiempos con mayor nivel de regulación y conocidos entonces cada vez más como deportes, empezaron a adquirir una importancia creciente debido a su complementariedad con la autopacificación de las clases referidas. El deporte recreativo proporcionaba entonces y, por lo que se ve, todavía hoy, la solución a un problema humano de especial importancia en las sociedades con un elevado nivel de pacificación y, por consiguiente, con una sensibilidad comparativamente alta de sus miembros contra la violencia, de hecho, contra todas las clases de daño físico infligido por cualquier persona a otras. El problema resuelto por los pasatiempos en tanto que deportes fue el de cómo experimentar el deleite pleno de una batalla sin herir a ningún ser humano, es decir, con un mínimo de daño físico. Bien podemos preguntamos por qué la batalla que está en la raíz de cada deporte proporciona una excitación que sentimos placentera.

Una agradable tensión, una excitación placentera que culmina en un clímax de placer y en el relajamiento de la tensión es el esquema de sobra conocido como típico del acto sexual. Podríamos sentimos tentados a considerar la tensión y emoción agradables de una batalla que culmina en victoria como sucedáneas de las fuerzas naturales que intervienen en ese acto. No es improbable que lo sean. Pero quizá no es suficiente con esto. Yo más bien me inclino a considerar la agradable excitación generada por un torneo como la satisfacción por derecho propio de una necesidad muy básica y es probable que socialmente inducida, sobre todo si el torneo requiere esfuerzo corporal, como sucede en el deporte. Lo que digo, en otras palabras, es que la sociedad que no proporcione a sus miembros, y especialmente a sus miembros más jóvenes, las oportunidades suficientes para que puedan experimentar la agradable emoción de una lucha que quizá, pero no necesariamente, implique fuerza física y habilidad corporal, puede correr el riesgo de embotar ilícitamente la vida de sus miembros; puede que no les ofrezca los escapes complementarios suficientes para las tensiones sin emoción producidas por las rutinas recurrentes de la vida social.

Me apresuro a añadir que esto no es ninguna declaración filosófica. Yo no he escogido descubrir que la lucha y la emoción placentera que ella produce aportan un complemento indispensable a las igualmente indispensables restricciones de la vida. Si tuviera libertad para escoger mi mundo, no escogería probablemente uno en el que las luchas entre humanos se ven excitantes y placenteras. Y probablemente no hubiera elegido presentar esta tesis como doctrina. Probablemente habría optado por decir: evitemos las luchas, vivamos todos en paz unos con otros. Pero sucede que, en mi calidad de científico, no puedo presentar el mundo como a mí me gustaría que fuese. No soy libre para presentarlo de manera distinta a como lo descubro. Y he descubierto que los humanos, por lo que puedo observar, aparte totalmente de la placentera emoción-excitación del sexo, necesitan otras clases de excitación agradables, que la emoción de la batalla es una de ellas y que, en nuestra sociedad, una vez establecido un alto nivel de pacificación, ese problema lo han resuelto en cierta medida las batallas miméticas, las cuales, representadas a modo de juego en un contexto imaginario, son capaces de producir esa agradable emoción de los combates reales con un mínimo de daño para los seres humanos. Es, como encontrar la cuadratura del círculo, una tarea casi imposible. Y sin embargo, ya se ha realizado, sin planificación, como si dijéramos por azar.

En las ciencias humanas de nuestro tiempo, muchos consideran como un hecho irrebatible que las pulsiones y otros impulsos espontáneos de los seres humanos son parte de su naturaleza, mientras que el control de las pulsiones es una propiedad socialmente adquirida y que, como tal, no forma parte de la naturaleza humana. De hecho, hoy en día suele considerarse que la restricción de los impulsos es «antinatural», contraria a la naturaleza humana. Sin embargo, ningún control posiblemente podría adquirirse ni integrarse en la estructura humana como uno de sus rasgos permanentes si en la constitución natural de los seres humanos no hubiera, como parte integral de ella, una disposición biológica a controlar los impulsos, y si estos no poseyeran, por naturaleza propia, el potencial de ser contenidos, desviados y transformados de varias maneras. De hecho, hay que incluir la disposición natural de las personas para controlar sus impulsos entre las propiedades únicas de los seres humanos, una propiedad sumamente valiosa para la supervivencia. Considerando que carecen de controles instintivos o innatos, la vida en grupos —la vida social tal como la conocemos— sería imposible entre ellos a menos que contaran con una disposición natural para aprender a controlar sus impulsos y, por consiguiente, a civilizarse a sí mismos y unos a los otros. Y tampoco, como ya he indicado, podría ningún ser humano sobrevivir individualmente sin esa disposición natural a controlar, postergar, transformar, en suma, estructurar los impulsos espontáneos en una gran variedad de formas por medio de contra-impulsos aprendidos. Nadie podría llegar a adquirir las características esenciales de un ser humano si, como un recién nacido, permaneciera totalmente a merced de sus necesidades incontrolables. Hay mucho por delante que investigar, pues la movilización y estructuración del control de los impulsos aún no se ha entendido bien hasta la fecha. El conocimiento de estos procesos está todavía en pañales. Aquí, es más que suficiente con plantear correctamente el problema. La propensión a aprender controles sociales forma parte integral de la constitución natural de los seres humanos. La constitución natural de los seres humanos, evidentemente, liga el aprendizaje de los controles del impulso a unos tiempos fijados con bastante rigidez en los primeros años de la vida de las personas.

Por si esto fuera poco, su constitución natural ha equipado a los seres humanos con instituciones y disposiciones concretas para darles alivio, las cuales, no aprendidas, activadas únicamente en casos concretos por situaciones sociales específicas o por procesos de aprendizaje social, alivian de los esfuerzos y tensiones que pueden surgir si los agentes de control, temporal o permanentemente, luchan contra los impulsos y los impulsos contra los controles. En este contexto, adquiere particular importancia el descubrimiento de las instituciones y disposiciones biológicas diseñadas para proporcionar alivio y, a veces, un sentimiento de liberación contra la presión provocada por las tensiones por sobreesfuerzo. La emoción placentera que despierta la batalla fingida de las competiciones deportivas es un claro ejemplo de institución social que utiliza una institución natural específica para contrarrestar y quizá hallar una salida a las tensiones por sobreesfuerzo relacionadas con el control de los impulsos. Hay un famoso chiste sobre un extraterrestre que, viendo un partido de fútbol, dijo: «¿Por qué no les dan un balón a cada bando y acaban con el problema?». Ya se trate de la batalla mimética de un partido de fútbol, de béisbol, de hockey sobre hielo o de un torneo de tenis, una carrera ciclista, un combate de boxeo, una competencia de esquí o cualquier otro de todos los deportes que abundan en nuestro mundo, y pese a todos los excesos y distorsiones, puede observarse, una y otra vez, el efecto liberador, el alivio de las tensiones por sobreesfuerzo, proporcionado, primero, por el espectáculo de la batalla fingida y, luego, por su clímax de alivio de tensiones, la victoria de un lado u otro. En ese caso, la liberación de la tensión por medio de la victoria no se ha alcanzado con actos violentos, infligiendo daño físico o incluso la muerte a ningún ser humano. Subvenir a una necesidad humana de diversión y, en concreto, a la de sentir una emoción agradable que contrarreste el continuo control de los sentimientos en la vida no recreativa es, a mi juicio, una de las funciones básicas que las sociedades humanas tienen que cumplir.

El deporte no es ciertamente la única forma en que una determinada disposición biológica para la liberación de las tensiones por sobreesfuerzo puede activarse y estructurarse socialmente. Una de estas disposiciones biológicas más elementales y universales es la propensión humana a la risa. Como el sonreír, la risa es básicamente una forma preverbal de comunicación, no adquirida por aprendizaje, lo que, en términos evolutivos, hace pensar que es relativamente antigua. Es bastante maleable, es decir, modificable por la experiencia, aunque ni con mucho hasta el grado en que lo es la institución biológica que forma la base natural de la comunicación verbal. Siendo una institución biológica, la risa, aunque derivada sin duda alguna de antecedentes prehumanos, es característica de la unicidad de los seres humanos. De manera muy gráfica, ilustra cómo, por medio de instituciones biológicas, se proveen medios y maneras diferentes de contrarrestar las tensiones y los esfuerzos provocados por el control de los impulsos.

Tal vez problemas como los que he mencionado aquí no hayan captado la atención que merecen porque los principales grupos de especialistas en este campo, los biólogos y los psicólogos, se inclinan principalmente a considerar como naturales en los seres humanos características constitucionales que estos comparten con otros animales[72]. Por consiguiente, se ocupan más de las características humanas que corresponden a un concepto de la evolución como proceso lineal, que de otras características que, aunque genéticamente resultan de un desarrollo continuo, tienen la peculiaridad de ser un adelanto sensacional e innovador, con rasgos nuevos para los cuales no encontramos equivalentes en las etapas anteriores del proceso evolutivo. Tanto la disposición biológica para el control de los impulsos, la cual ha de ser activada por el aprendizaje, como la disposición biológica encargada de producir alivio de la tensión por sobreesfuerzo, pertenecen a esta categoría. Ambas son características del adelanto evolutivo que dejó atrás el nivel prehumano para adentrarse en el nivel humano.

La manera en que la gente busca una tensión agradable que contrarreste las tensiones por sobreesfuerzo en su vida no recreativa se expresa en instituciones sociales muy diversas, dependiendo de cada tipo de sociedad. Las luchas a muerte entre gladiadores o entre animales salvajes y seres humanos representaron en la sociedad romana un papel comparable al que en las actuales sociedades desempeñan las carreras de caballos, los partidos de fútbol o los torneos de tenis. Quizás a corta distancia nuestra atención se centre sólo en el hecho de que, en algunos deportes, ha disminuido el nivel de restricción con respecto a la violencia. Esto puede hacemos olvidar que, si alargamos esa distancia, el nivel de restricción observado en los pasatiempos de hoy es muy alto. Como también lo es la transformación subliminal, el nivel de habilidad que se exige a un deportista profesional en una de las numerosas ocupaciones durante el tiempo de ocio.

Es posible que el aumento de la profesionalización en el deporte haya desviado la atención apartándola del deporte recreativo. Las actividades deportivas realizadas por no profesionales muestran inevitablemente un nivel de habilidad inferior al de la práctica profesional. Por otra parte, el deporte con fines profesionales puede ser bastante triste para quienes se dedican a él; puede estar sometido a las mismas restricciones que otras actividades profesionales. Y sin embargo, puede alcanzar un nivel de perfección que casi nunca logran quienes practican algún deporte en su tiempo libre y sólo por el placer que el ejercicio les proporciona.

Con todo, el deporte recreativo, sea como practicante o como espectador, es una actividad muy extendida en las sociedades más ricas de nuestro tiempo. Comparado con el deporte profesional y con el que busca establecer marcas, tal vez llame menos la atención como institución social. Pero, al igual que otras actividades recreativas, puede que cobre mayor importancia si continúa descendiendo la jornada laboral. He tratado de esclarecer un poco cuáles son sus funciones sociales y personales. Un partido de tenis en el jardín de una zona residencial, un descenso esquiando por el Parsenne o un partido de criquet en el campo del pueblo en un soleado día veraniego: las tres pueden ser una experiencia sumamente placentera. Mucho más si resulta vencedor el propio equipo. Y en cualquier caso, si hubo buen juego, placentero ya por sí solo, puede ser agradable incluso aunque que uno pierda.

Deporte y ocio en el proceso de la civilización
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
agradecimientos.xhtml
prefacio.xhtml
prefacio1.xhtml
prefacio2.xhtml
prefacio3.xhtml
prefacio4.xhtml
prefacio5.xhtml
prefacio6.xhtml
introduccion.xhtml
introduccion1.xhtml
introduccion2.xhtml
introduccion3.xhtml
capitulo1.xhtml
capitulo1_1.xhtml
capitulo1_2.xhtml
capitulo1_3.xhtml
capitulo1_4.xhtml
capitulo1_5.xhtml
capitulo1_6.xhtml
capitulo1_7.xhtml
capitulo1_8.xhtml
capitulo1_9.xhtml
capitulo1_10.xhtml
capitulo1_11.xhtml
capitulo2.xhtml
capitulo2_1.xhtml
capitulo2_2.xhtml
capitulo2_3.xhtml
capitulo2_4.xhtml
capitulo2_5.xhtml
capitulo2_6.xhtml
capitulo2_7.xhtml
capitulo2_8.xhtml
capitulo3.xhtml
capitulo3_1.xhtml
capitulo3_2.xhtml
capitulo3_3.xhtml
capitulo3_4.xhtml
capitulo3_5.xhtml
capitulo3_6.xhtml
capitulo3_7.xhtml
capitulo3_8.xhtml
capitulo4.xhtml
capitulo4_1.xhtml
capitulo4_2.xhtml
capitulo4_3.xhtml
capitulo4_4.xhtml
capitulo5.xhtml
capitulo6.xhtml
capitulo7.xhtml
capitulo7_1.xhtml
capitulo7_2.xhtml
capitulo7_3.xhtml
capitulo7_4.xhtml
capitulo7_5.xhtml
capitulo7_6.xhtml
capitulo8.xhtml
capitulo8_1.xhtml
capitulo8_2.xhtml
capitulo8_3.xhtml
capitulo8_4.xhtml
capitulo8_5.xhtml
capitulo8_6.xhtml
capitulo8_7.xhtml
capitulo9.xhtml
capitulo9_1.xhtml
capitulo9_2.xhtml
capitulo9_3.xhtml
capitulo9_4.xhtml
capitulo9_5.xhtml
capitulo9_6.xhtml
capitulo9_7.xhtml
capitulo9_8.xhtml
capitulo9_9.xhtml
capitulo9_10.xhtml
capitulo9_11.xhtml
capitulo10.xhtml
capitulo10_1.xhtml
capitulo10_2.xhtml
capitulo10_3.xhtml
capitulo10_4.xhtml
capitulo10_5.xhtml
capitulo10_6.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml