SOCIOGÉNESIS DE LA VIOLENCIA EN EL FÚTBOL POR PARTE DE LOS AFICIONADOS
Las características de esta clase de violencia más visibles de modo inmediato son las peleas y el despliegue de agresiones entre grupos rivales de aficionados. Las peleas adquieren formas diferentes y pueden presentarse en otros contextos fuera del estadio propiamente dicho. Puede tratarse, por ejemplo, de un combate cuerpo a cuerpo entre dos seguidores de equipos contrarios o entre dos grupos pequeños de ellos. Independientemente del nivel de lucha, a veces se utilizan armas blancas en estas confrontaciones, pero no de forma invariable. También pueden consistir estos combates en el lanzamiento de objetos que van desde los aparentemente inofensivos como cacahuetes y vasos de papel, hasta otros potencialmente más peligrosos como dardos, monedas, ladrillos, trozos de hormigón, cohetes pirotécnicos, bombas de humo y, tal como ocurrió en una o dos ocasiones, bombas de gasolina.
El lanzamiento de objetos se efectúa por regla general dentro del estadio, si bien no es desconocido fuera de él, sobre todo cuando una densa presencia policial impide a los grupos de aficionados rivales entrar en contacto directo. A consecuencia de la política oficial de separar a los hinchas contrarios —una medida adoptada a fines de los años sesenta para contrarrestar la violencia en el fútbol, pero uno de cuyos efectos principales ha sido desplazar el fenómeno y aumentar su incidencia fuera de los estadios—, hoy el combate cuerpo a cuerpo es relativamente raro en las gradas, si bien todavía algunos hinchas, en grupos pequeños y no llevando insignias ni prendas que los identifiquen, logran infiltrarse en el territorio de sus rivales con objeto de provocar las hostilidades. Haber participado con éxito en una «invasión» confiere gran prestigio dentro de los círculos de aficionados al fútbol. Lo más común sin embargo hoy en día es que los enfrentamientos tengan lugar bien antes del partido, por ejemplo en los bares o en las zonas céntricas de la ciudad, o bien después de este, cuando la policía intenta conducir a los hinchas del equipo visitante hacia la estación de autobús o de ferrocarril. Entonces es cuando suelen ocurrir las confrontaciones a mayor escala. Estas suelen iniciarse con una «corrida», es decir con unos doscientos o trescientos adolescentes y jóvenes que se adueñan de la calle buscando una brecha en las barreras de la policía que les permita entrar en contacto con el «enemigo». Cuando consiguen zafarse del control policial —los que llamaríamos hinchas «empedernidos» utilizan complicadas estrategias con tal de lograr este objetivo—, lo que tiene lugar es, típicamente, una serie de escaramuzas sobre una extensión bastante grande de terreno y en cada una de las cuales participan hasta veinte o treinta jóvenes aproximadamente. También estallan peleas cuando los aficionados rivales coinciden por casualidad en algún sitio, como en los vagones del metro o en cafeterías de la carretera. Y además, tienen lugar a veces dentro de los propios grupos de aficionados, cuando se componen, por ejemplo, de participantes procedentes de barriadas o puntos distintos de una misma localidad. Tampoco son desconocidos los «grupos de choque». Por ejemplo, varios clubes de Londres se congregan a veces en Euston o en alguna otra terminal de ferrocarril de la capital para atacar conjuntamente a los seguidores de otros equipos que viajan a Londres procedentes del norte.
Durante el partido, los grupos rivales prestan tanta o más atención los unos a los otros como al juego en sí mismo, pues cantan, gritan consignas y gesticulan todo el tiempo para manifestar su oposición. Sus cantos y gritos expresan recurrentemente desafíos a pelear y amenazas de violencia. Cada grupo en particular tiende a tener su propio repertorio de canciones y consignas, pero muchas de ellas son variaciones locales sobre un fondo común de temas. En este aspecto, como Jacobson ha mostrado[300], es esencial el hecho de que las letras de estos cantos van remachadas con palabras como «odiar», «morir», «pelear», «patear» y «rendirse», todas las cuales transmiten imágenes relacionadas con batalla y conquista. He aquí dos ejemplos, citados por Jacobson, del repertorio de los hinchas del Chelsea:
(Canción según la música de Those were the days, my friend; [«Aquellos fueron los días, amigo mío», pero conocida en español como «Qué tiempo tan feliz»]).
We are the Shed[301], my friends,
We took the Stretford End[302].
We’ll sing and dance and do it all again.
We live the life we choose,
We fight and never lose.
For we are the Shed,
Oh Yes! We are the Shed[303].
(Canción a ritmo de I was born under a wandering star [«Nací bajo una estrella errante»]).
I was born under the Chelsea Shed.
Boots are made for kicking,
Guns are made to shoot.
Come up to the Chelsea Shed
And we’ll all lay in the boot[304].
Aparte de la violencia, la de-masculinización simbólica de los hinchas rivales es otro tema recurrente en este tipo de canciones, como cuando por ejemplo los llaman, a ellos y/o al equipo que apoyan, «señoritas» o «castrados», acompañando todos en masa sus palabras con el gesto representativo del acto mas-turbador masculino. Otro tema aún es la degradación de la comunidad a la que pertenecen los contrarios, como por ejemplo en la siguiente canción, entonada al ritmo de In my Liverpool home [En Liverpool, mi hogar]:
In their Highbury slums,
They look in the dustbin for some thing to eat,
They find a dead cat and they think it’s a treat,
In their Highbury slums[305].
Como puede verse por lo descrito, al menos una parte significativa de los aficionados que se hacen merecedores del membrete de hooligan parecen estar tanto o más interesados en la lucha que en presenciar un partido de fútbol. Para ellos, el juego consiste primordialmente en la expresión de su machismo, ya sea con los hechos, derrotando a sus rivales y haciéndoles huir, ya simbólicamente, vía las canciones y lemas que entonan.
De este y del anterior capítulo se desprende claramente que un componente básico de la violencia en el contexto del fútbol es la expresión de una determinada identidad masculina, de lo que podríamos denominar un «estilo masculino violento». Las pruebas de que disponemos actualmente inducen a pensar que la mayoría de los hinchas irrevocablemente violentos proceden de los estratos socioeconómicos más deprimidos de la clase obrera, y parece razonable suponer que este estilo masculino violento es el resultado de factores estructurales muy concretos de las comunidades de clase obrera baja. Para describir tales comunidades, Gerald Suttles ha acuñado el término «segmentación ordenada» y les ha atribuido como una de sus características dominantes la existencia de los «grupos de jóvenes de igual edad y sexo» o «bandas callejeras[306]». Tales grupos, según este autor, parecen «desarrollarse con toda lógica a partir de la enorme importancia que en esos sectores sociales se confiere a las diferencias de edad, la separación de los sexos, la unidad territorial y la solidaridad étnica». No obstante, señala que también se producen conflictos intraétnicos en tales grupos y admite que la diferenciación y la solidaridad de raza son factores contingentes más que necesarios en su formación. Con otras palabras, la gradación por edad, la segregación de los sexos y la identificación territorial muestran a las claras ser los determinantes estructurales internos decisivos. En las comunidades en que estos son los elementos centrales de la estructura social, a los jóvenes se les deja en gran medida solos y ellos tienden a agruparse en bandas, determinadas por una parte, por lazos de parentesco y proximidad física como vecinos de residencia y, por la otra, por la amenaza que para ellas representa el desarrollo de bandas paralelas en vecindades adyacentes. También tienden estas comunidades a la fragmentación interna, salvo cuando, argumenta Suttles, surge un enfrentamiento real o a nivel de rumor entre las bandas, pues en ese caso estas pueden hacerse con la unión y la alianza de todos los varones de la comunidad.
En un desarrollo posterior de su análisis, Suttles introdujo el concepto de «la vecindad defendida», sugiriendo que es posible ver a los grupos callejeros de adolescentes formados en los barrios bajos como «bandas de vigilancia», las cuales no son sino el resultado de la inadecuación de las instituciones formales que tienen, por orden de las autoridades, la responsabilidad de proteger las vidas y propiedades[307]. Esta es una idea interesante, acorde en cierto modo con la teoría eliasiana del «proceso civilizador» y con su acento en el papel desempeñado por el control cada vez mayor del Estado en el nacimiento de normas sociales «más civilizadas». Es decir, siguiendo la teoría de Elias, incluso en las naciones-Estado urbanas e industrializadas son de esperarse niveles relativamente altos de violencia en el seno de comunidades en las que el Estado y sus agentes no se han mostrado capaces o dispuestos a ejercer un control eficaz. Permítaseme a continuación explorar cómo la estructura de tales comunidades conduce a la producción y reproducción de la «masculinidad violenta» como una de sus características dominantes.
En tanto en cuanto sus estructuras internas se acercan a la «segmentación ordenada» y en la medida en que no están sujetas a un control eficaz por parte del Estado, las comunidades de los estratos más bajos de la clase obrera tienden a generar normas que, en relación con los demás grupos sociales, toleran un nivel alto de violencia en las relaciones sociales. En correspondencia con esto, tales comunidades presionan comparativamente poco a sus miembros para que autocontrolen sus inclinaciones violentas. En esta dirección operan diversos aspectos de su estructura. Así, la libertad comparativa que los niños y adolescentes de clase obrera baja gozan con respecto al control de los adultos implica que aquellos tiendan a interactuar de modo relativamente violento y a desarrollar jerarquías de dominio en las cuales son factores determinantes la edad y la fuerza física. Esta pauta se refuerza gracias a las normas características de los adultos dominantes en ese tipo de comunidades. A reforzarla contribuyen igualmente la segregación sexual, el dominio del hombre sobre la mujer y la consiguiente falta de presión femenina que podría «suavizar» un poco el estado de cosas. No podía ser de otro modo, pues, si para cuando alcanzan la edad madura las mujeres de estas comunidades son ya también relativamente violentas y esperan ser tratadas con violencia por sus maridos, las propensiones violentas de estos no pueden por menos que acentuarse. Otra causa más que refuerza la violencia masculina son las frecuentes enemistades entre familias, vecinos y, sobre todo, entre las bandas callejeras. En resumen: este tipo de comunidades de los estratos bajos de la clase obrera se caracterizan por una especie de «ciclo de retroalimentación positiva» que tiende a fomentar el empleo de la violencia en prácticamente todas las relaciones sociales, sobre todo por parte de los hombres. Un efecto de este «ciclo» es que confiere prestigio a los varones que saben pelear. Y, correspondientemente, se da en ellos la tendencia a desarrollar el gusto por la lucha, a verla como una fuente básica que proporciona sentido y gratificación a sus vidas. La diferencia central en este aspecto entre las comunidades de clase obrera baja y las de sus equivalentes más «respetables» en las clases obrera media y alta resulta ser que, en las últimas, normalmente tiende a condenarse el uso de la violencia en las relaciones personales directas, mientras que en aquella se disculpa y aun se premia por regla general. Otra diferencia es el hecho de que en las clases «respetables» se tiende a desplazar a la violencia «tras bambalinas» y, cuando estalla de todos modos, tiende a adoptar una forma más «instrumental» y a suscitar sentimientos de culpa. Por el contrario, en las comunidades «rudas» de la clase obrera suele darse más rienda suelta a la violencia en público y esta, como contrapeso, adopta una forma «expresiva» o «afectiva». Por esa razón tiende a asociarse, en mayor medida que la otra, con sentimientos agradables.
Es razonable suponer que el «estilo masculino violento» generado de este modo en los sectores «rudos» de la clase obrera sea el que se manifiesta principalmente en los combates que tienen lugar entre los aficionados en el contexto del fútbol. Es decir, los testimonios actualmente existentes apuntan a que son los adolescentes y jóvenes pertenecientes a este sector de la clase obrera los que constituyen el núcleo principal de quienes constantemente incurren en las acciones más violentas que tienen lugar en el contexto del fútbol. Por supuesto que no es el fútbol el único cauce de expresión de este estilo. No obstante, en muchos aspectos resulta un escenario altamente apropiado, debido a que los partidos de fútbol son en sí mismos batallas cuyo contenido principal es la expresión de la masculinidad, aunque sea de un modo socialmente aprobado y controlado. También el equipo de fútbol proporciona a los adolescentes y adultos jóvenes de la clase obrera un símbolo con el que todos se identifican, hasta el punto de que llegan a considerar el estadio, más concretamente las gradas que siempre ocupan, como su «terreno» propio. Al mismo tiempo, el fútbol lleva regularmente a su territorio a un «enemigo» fácilmente identificable: los seguidores del equipo contrario, que son vistos como «invasores». Para terminar, la enorme asistencia de personas a los partidos ofrece el marco idóneo para participar en lo que oficialmente son actos «antisociales» con relativa impunidad y de modo más o menos anónimo, sin contar con que la nutrida presencia de policías añade la emoción que produce enfrentarse periódicamente con los agentes de la ley.
He llegado ahora a un punto en el que creo poder ofrecer algunas observaciones a modo de conclusión.