ANÁLISIS FIGURACIONAL DE LA TENDENCIA HACIA LA CRECIENTE SERIEDAD EN EL DEPORTE
Para poder llevar a cabo tal demostración, analizaré primero la ética del deporte de afición e intentaré explicar sociogenéticamente tanto esta como su disolución, es decir, la tendencia hacia la seriedad cada vez mayor que se advierte en el deporte. Luego haré un repaso breve y general por el deporte en la Inglaterra preindustrial a fin de demostrar por qué, en aquella figuración social, grupos de todos los niveles en la jerarquía social pudieron tener, en equilibrio, formas de participación deportiva «dirigidas a sí mismos» o «egocéntricas», es decir, cómo fue posible que participaran en los deportes sólo por diversión. Luego intentaré mostrar por qué, con el nacimiento de los Estados nacionales industrializados y urbanos, llegaron a desarrollarse formas deportivas más «dirigidas a lo otro», más orientadas a la búsqueda de récords, a la búsqueda de identidad y a la lucha por beneficios económicos. Por último, analizaré lo que considero la importancia social cada vez mayor del deporte y el papel desempeñado por su difusión internacional en este proceso social global.
La ética del deporte como afición es la ideología deportiva dominante en la Gran Bretaña de hoy y, creo correcto decir, en los grupos que gobiernan el deporte en todo el mundo: por ejemplo, en el Comité Olímpico Internacional y en sus diversos afiliados nacionales. El principal componente de esta ética es el ideal de practicar los deportes «por diversión». Otros aspectos, tales como el hincapié en el «juego limpio», en el acatamiento voluntario de las reglas y en la participación con fines no pecuniarios, son esencialmente ancilares, destinados a facilitar el logro de ese objetivo central: hacer de los torneos deportivos unas «luchas ficticias» que puedan generar una excitación agradable. El ejemplo más remoto en el tiempo que he encontrado de uso explícito de esta ética para criticar la tendencia hacia la creciente seriedad en el deporte aparece en un libro de Trollope publicado en 1868:
Se está otorgando una importancia desmesurada a los deportes, y quienes los practican han llegado a creer que alcanzar el éxito normal y ordinario en ellos es algo indigno […]. Todo esto obedece al exceso de entusiasmo que se pone en ellos, al deseo de perseguir demasiado una meta que, para ser agradable, debería ser un placer y no un negocio… [Esta] es la roca contra la que posiblemente naufraguen nuestros deportes. Si llegara a volverse irracional en su gasto, arrogante en sus exigencias, inmoral y egoísta en sus inclinaciones o, lo que es peor, sucio y deshonesto en su tráfico, contra él se levantará una opinión pública a la que no podrá resistir[202].
Es probable, naturalmente, que existan ejemplos anteriores, pero esta apología de los valores del deporte de afición, con su acento en el placer como ingrediente esencial, se produjo en una etapa temprana del desarrollo del deporte moderno, sobre todo en una época en que el deporte profesional tal como lo conocemos hoy apenas existía. Entonces algunos hombres se ganaban la vida precariamente como boxeadores o jugadores de hockey y de criquet, pero el hecho de que sólo hubiera un puñado de ellos hace pensar que la crítica de Trollope iba dirigida fundamentalmente contra la tendencia hacia la creciente seriedad dentro del deporte de afición o amateur, Y es posible también que uno de los objetivos principales de su crítica fuese lo que los historiadores han denominado el «culto a los juegos en las escuelas privadas[203]», un movimiento que tuvo lugar dentro de las citadas escuelas y que se caracterizaba por estos cinco aspectos principales: 1) la tendencia a designar y ascender a los miembros del profesorado con base en criterios deportivos más que académicos; 2) la selección de prefectos, es decir, de los muchachos más destacados de la escuela, principalmente por sus habilidades deportivas; 3) la elevación del deporte a un lugar importante, a veces predominante, en el plan de estudios; 4) la racionalización educativa del deporte, especialmente de los juegos en equipo, como medio de «forjar el carácter», y 5) la participación de los miembros del claustro de profesores como organizadores y jugadores en los juegos de sus alumnos. Es probable, desde luego, que tal movimiento surgiese sólo en las escuelas de élite, donde estudiaban muchachos cuyo futuro profesional no dependía, en la mayor parte de los casos, de una educación académica. Pero eso es menos relevante para nuestro propósito que el hecho de que este culto a los juegos en las escuelas privadas muestra con claridad que la tendencia a considerar cada vez más seriamente el deporte en Gran Bretaña fue, en sus primeras etapas, un fenómeno relacionado con el deporte de afición, no con el profesional, y que no comenzó a cobrar importancia debido al conflicto entre aficionados y profesionales como aduce Huizinga. De hecho, quisiera proponer la hipótesis de que la ética de afición fue enunciada como una ideología opuesta a la tendencia hacia la creciente seriedad en el deporte y que recibió su formulación más explícita y detallada cuando, como parte de esa tendencia, empezaron a surgir las actuales formas del deporte profesional.
Antes del decenio de 1880, la ética del deporte de afición existía en Gran Bretaña en un estado relativamente embrionario, es decir, era un conjunto amorfo, no bien definido, de apreciaciones sobre las funciones del deporte y las normas que se creían necesarias para el cumplimiento de tales funciones. No obstante, con la amenaza planteada por la incipiente profesionalización de nuevos deportes como el fútbol y el rugby, un proceso que comenzó en el Norte y en las Midlands y que introdujo como organizadores, jugadores y espectadores a personas de bajo status —provincianos pertenecientes a la clase media y obrera— en el ámbito de los deportes que hasta entonces había sido coto exclusivo de la «élite de las escuelas privadas», de la clase dirigente del país, la ética del deporte de afición comenzó a cristalizar como ideología elaborada y definida[204]. En otras palabras, fue una acción colectiva desarrollada por los miembros de una colectividad en oposición a los miembros de otra a la que percibían como una amenaza tanto para su preeminencia organizativa y lúdica como para las formas en que los miembros de aquella deseaban que se jugara el juego. En resumen, trato de decir que, aun cuando la élite de las escuelas privadas solía vestir sus declaraciones con términos específicamente deportivos, clamando que lo único que les interesaba era preservar la esencia del deporte, su aspecto lúdico «orientado a la diversión», la hostilidad y el resentimiento contra las otras clases y regiones por la pérdida de su antiguo dominio contribuyeron mucho a que articulasen la ética del deporte de afición como ideología explícita.
Sin embargo, si estoy en lo correcto, la situación social en la que se hallaron inmersos los miembros de esa élite cada vez se apartaba más de la realización plena e irrefrenable del deporte dirigido al yo, orientado al placer, de modo que cuando definieron y desplegaron la ética del deporte de afición para responder a la creciente amenaza desde abajo, lo que intentaban era mantener formas de participación deportiva a las que ellos creían tener derecho por ser miembros de la clase dominante —formas que de hecho habían sido posibles para los grupos gobernantes e incluso para los grupos subordinados en la era preindustrial— pero que ahora resultaban cada vez más imposibles para ellos.
Este punto de vista se apoya en el hecho de que muchos de los «ultrajes» cometidos, según la élite de las escuelas privadas, en el deporte profesional, eran al menos igual de evidentes en el culto a los juegos de las escuelas a las que ellos habían asistido. Un refuerzo más de esta tesis —si bien hubo excepciones sintomáticas como el equipo de fútbol «los Corintios[205]»— viene del hecho de que, en un número creciente de deportes, la élite de las escuelas privadas se retiró a sus propios círculos exclusivos, revelando con su miedo a ser derrotados por jugadores profesionales, que ellos jugaban tanto por la fama de ser triunfadores como por diversión. Como es lógico, esta corriente separatista se debió probablemente, en parte, al hecho de que los encuentros entre equipos profesionales y aficionados habrían sido con frecuencia desiguales y faltos de tono debido a la discrepancia en habilidad que generalmente existe entre jugadores de tiempo completo que ejercen su profesión y jugadores de media jornada que sólo se limitan a participar en una actividad recreativa. Pero no acaba aquí la historia, como lo sugiere el hecho de que surgió otra corriente separatista más entre los miembros de la élite de las escuelas privadas dentro de las filas del deporte de afición. Es decir: no estaban dispuestos a someterse regularmente a la posibilidad de ser vencidos por equipos de aficionados pertenecientes a la clase obrera, de modo que prefirieron enconcharse en sus propios círculos exclusivos; pero, al hacerlo, demostraron no sólo que tenían prejuicios de clase sino también que participaban en el deporte seriamente y con el fin de ganar —la meta del éxito se había adelantado en su jerarquía de valores deportivos a la de participar primordialmente por la diversión—. Nuevos apoyos para este punto de vista son proporcionados por un análisis figuracional del deporte en la Gran Bretaña del siglo XVIII.
La figuración social general de Gran Bretaña en el siglo XVIII, de hecho todo el patrón de interdependencias sociales en este país antes de la Revolución Industrial, era uno en el que había relativamente pocas presiones estructurales sobre los grupos, altos o bajos en la escala social, hacia la búsqueda del éxito y de logros, es decir, hacia formas de participación «dirigidas a lo otro», tanto en el campo de los deportes como en otros campos. El grado relativamente bajo de centralización por el Estado y de unificación nacional se traducía, por ejemplo, en que los juegos populares tradicionales, los practicados por el pueblo común, se jugaban aisladamente por regiones y las competiciones se celebraban tradicionalmente entre pueblos contiguos, ciudades vecinas, o entre distintos barrios de las ciudades. No existía un marco nacional de competición, si bien la aristocracia y la gentry constituían una excepción parcial en este aspecto. Sus miembros eran, y se veían a sí mismos, como clases nacionales y competían nacionalmente entre ellos. En consecuencia, se generó dentro de sus filas un cierto grado de presión competitiva «dirigida a lo otro» en las actividades deportivas. Pero, hablando en términos generales y también en lo concerniente al deporte, no estaban sometidos a presión alguna ni desde arriba ni desde abajo. En aquella etapa, el nivel de formación del Estado en el desarrollo de la sociedad británica era relativamente bajo y, realmente, la aristocracia y la gentry «eran el Estado», es decir, que utilizaban el aparato estatal al servicio de sus propios intereses. Ellos habían establecido la prioridad del Parlamento sobre la monarquía y gobernaban una sociedad en la que el equilibrio de poder entre las clases se caracterizaba por unas desigualdades enormes. En consecuencia, nada amenazaba seriamente su posición como clase dominante. Su firme dominio implicaba un alto grado de seguridad de su status y esto significaba, a su vez, que los aristócratas y caballeros, por regla general, no estaban seriamente amenazados por el contacto con miembros de las clases sociales inferiores. En cualquier contexto, ellos sabían quién era el que mandaba, y el resto también —el enorme desequilibrio de poder entre las clases condujo a pautas de deferencia de parte de los subordinados.
Esa seguridad de status abarcó también la esfera recreativa, incluido el deporte. La aristocracia y la gentry participaban en los juegos populares como organizadores y como jugadores y utilizaron su influencia para crear formas profesionales de criquet, combates de boxeo en los que el ganador recibía un premio en metálico, y carreras de caballos. La carrera profesional de los deportistas que llegaron a serlo en tales condiciones se basaba en la subordinación absoluta del profesional a su patrocinador, y esta dependencia incluía hasta las posibilidades de supervivencia del primero en poder del último. Esa clase de profesionalismo no representaba ninguna amenaza para los intereses y valores de la clase gobernante. El deporte profesional no era sospechoso moral ni socialmente y no había necesidad de combatir u ocultar el hecho de que de los juegos podía obtenerse ganancia pecuniaria, ya fuese como salario, ya como resultado de una apuesta. Por encima de todo, jugando entre ellos o con sus asalariados, la aristocracia y la gentry podían participar en los deportes por diversión, es decir: su posición social —el poder y la relativa autonomía de que gozaban— les permitió desarrollar formas de participación deportiva dirigidas a sí mismos o egocéntricas y, aunque no se vieron forzados a elaborar la ética de afición como ideología explícita, se acercaron mucho a los aficionados en el sentido «ideal típico» del término.
Si este diagnóstico es correcto, de él se desprende que la figuración social global de la Inglaterra preindustrial y, creo poder decir también de otras sociedades preindustriales, no tendía a generar una presión competitiva intensa en las relaciones deportivas dentro ni entre los grupos gobernantes o subordinados. Se desprende asimismo que la presión hacia formas de participación deportiva dirigidas a lo otro y orientadas al éxito ha de buscarse en la figuración social nacida con la industrialización. Ahora intentaré señalar cuáles fueron los puntos de contacto entre estos dos procesos sociales, es decir, entre la industrialización y la tendencia a largo plazo hacia una seriedad cada vez mayor en la participación y búsqueda de éxitos en el deporte. Brevemente, y como adelanto del análisis que presentaré enseguida, puedo decir que la clave de esta relación radica en el proceso que Elias denomina «democratización funcional»: el cambio nivelador en el equilibrio de poder dentro y entre los grupos ocurrido contingentemente en los procesos interrelacionados de formación del Estado y alargamiento de las cadenas de interdependencia. Pero antes de explicar lo que esto significa, es necesario contrastar el punto de vista de Elias sobre la división del trabajo con el punto de vista de Durkheim.