ALGUNAS TEORÍAS DEL DEPORTE MODERNO: UNA BREVE CRÍTICA
La polaridad entre los intereses de los jugadores y los de los espectadores así como la que existe entre «seriedad» y «juego» ya han sido tema de intentos de elaboración de teorías en la sociología del deporte, el más notable de los cuales, desde el punto de vista histórico-filosófico, ha sido el de Huizinga[196]; desde el punto de vista de la interacción simbólica, el de Stone[197]; y desde el punto de vista marxista, el de Rigauer[198]. A su manera, cada uno de estos autores arguye que en el deporte moderno se ha rebasado el punto de equilibrio entre estas polaridades, y espero que un repaso crítico de lo que ellos escribieron proporcione una base para demostrar la superioridad del enfoque figuracional de Elias como medio para poder realizar un análisis «adecuado al objeto» de lo que constituye una corriente central en el deporte moderno, es decir, un análisis que explique esta tendencia simplemente como lo que es, sin encajes ni distorsiones ideológicas.
El argumento principal de Huizinga es que hasta el siglo XIX las sociedades occidentales mantenían el equilibrio entre las polaridades de seriedad y juego pero que, con la industrialización, el desarrollo de la ciencia y los movimientos sociales igualitarios, la seriedad comenzó a ganar terreno. A primera vista, el hecho de que el siglo XIX presenciase el desarrollo a gran escala de los deportes parecería contradecir su tesis, pero Huizinga arguye que, al contrario, la confirma, toda vez que en los deportes modernos «el viejo factor del juego ha sufrido una atrofia casi completa». Como parte del declive del elemento lúdico en la civilización moderna en general, los deportes han experimentado lo que él denomina «un fatal giro hacia la superseriedad». La distinción entre aficionados y profesionales es, en su opinión, la señal más clara de esta tendencia, la cual se debe a que los profesionales carecen de «espontaneidad y descuido» y ya no juegan verdaderamente, mientras que, al mismo tiempo, su actuación es superior, haciendo que los aficionados se sientan inferiores y traten de emularlos. Entre ambos, según Huizinga, estos dos grupos:
empujan cada vez más al deporte fuera del ámbito del juego propiamente dicho, hasta que este se convierte en algo sui generis, ni lúdico ni formal. En la vida social moderna, el deporte ocupa un lugar paralelo e independiente del proceso cultural […] se ha vuelto profano, «impío» en todos los sentidos, y sin relación orgánica con la estructura de la sociedad, mucho menos cuando está prescrito por el gobierno […] Por muy importante que sea para los jugadores o espectadores, no deja de ser estéril[199].
Pero, aparte de relacionar el deporte descriptivamente con una tendencia general y señalar lo que él consideraba los efectos destructivos de la interacción entre aficionados y profesionales, Huizinga no se ocupó de la dinámica, la sociogénesis de esa supuesta tendencia hacia la «esterilidad», la «superseriedad» y la «impiedad» del deporte moderno. Esta cuestión es abordada más satisfactoriamente por Stone, quien modifica los argumentos de Huizinga sugiriendo que los deportes modernos están sometidos a una doble dinámica, resultado, en parte, de la manera en que se ven atrapados en las «luchas, tensiones, ambivalencias y anomalías» de la sociedad en general y, en parte también, debido a ciertas características de su estructura. Sólo el último aspecto de su análisis nos interesa aquí.
«Todos los deportes —alega Stone— están afectados por los antinómicos principios de juego y exhibición», es decir, están orientados a proporcionar satisfacción bien a los jugadores, bien a los espectadores. Pero la «exhibición» realizada para los espectadores destruye, según Stone, la naturaleza lúdica del deporte. Siempre que un gran número de espectadores asiste a un acontecimiento deportivo, este se transforma en espectáculo, en un juego para los espectadores, no para los participantes directos. Los intereses de aquellos predominan sobre los intereses de estos. El placer de jugar queda subordinado a la realización de jugadas que agraden a las masas. El deporte comienza a perder su incertidumbre, su espontaneidad y su capacidad de innovación lúdica y se convierte en una especie de ritual, predecible y aun predeterminado en cuanto al resultado final.
El análisis de Rigauer depende sobremanera de los postulados marxistas sobre la naturaleza explotadora del trabajo en las sociedades capitalistas, categoría que él hace extensiva a sociedades como la de la Unión Soviética, presumiblemente por considerarlas un capitalismo o socialismo «de Estado» y no diferentes, en esencia, de las sociedades capitalistas del tipo más puro. Según él, el deporte moderno es un producto «burgués», una recreación practicada inicialmente por miembros de la clase dominante para su propio placer. A ellos les servía como contrapeso del trabajo pero, debido al aumento de la industrialización y a la difusión cada vez mayor del deporte hacia abajo en la escala social, ha llegado a adquirir unas características semejantes a las del trabajo. Por consiguiente, al igual que ha ocurrido con diversos tipos de trabajo en las sociedades industrializadas, el deporte —plantea Rigauer— se está caracterizando cada vez más por la búsqueda de éxitos. Esto se ve en la tendencia a batir marcas, en las horas de entrenamiento agotador invertidas en ese fin y en la aplicación de métodos científicos con tal de mejorar la actuación de los deportistas. Además, algunas técnicas de entrenamiento por «fases» y «circuitos» reproducen el carácter enajenante y deshumanizador de la producción en cadena. Incluso en los deportes «individuales» el papel del deportista se está reduciendo a una parte de toda una constelación de entrenadores, directivos y médicos, tendencia doblemente manifiesta en los deportes de equipo, en los que el moderno deportista se ve obligado a encajar en una división fija del trabajo y a satisfacer las demandas de un plan táctico ya prescrito. Individualmente, poco puede hacer él para diseñar ese plan.
Consecuentemente, queda reducido su margen de iniciativa. Esto es incluso más cierto en el caso de los administradores deportivos ya que, cada vez más, son funcionarios de jornada completa y no deportistas quienes toman las decisiones sobre lo que hay que hacer. El resultado, concluye Rigauer, es la constante restricción en la toma de decisiones individuales y el dominio de la mayoría por una élite burocrática.
De este diagnóstico se desprende que el deporte cada vez servirá menos para proporcionar alivio de las tensiones del trabajo. Rigauer arguye que se ha vuelto exigente, orientado hacia el éxito y enajenante. Aún perdura la creeencia de que funciona como contrapeso del trabajo, pero esto es una «ideología encubridora» para ocultar a los participantes su verdadera función, que no es otra que la de reforzar en la esfera recreativa la ética del trabajo duro, el éxito y la lealtad de grupo necesaria para el funcionamiento de una sociedad industrial avanzada. En este sentido, según Rigauer, el deporte contribuye a mantener el statu quo y a reforzar el dominio de la clase gobernante.
A primera vista, estos tres diagnósticos —que el deporte se está volviendo más «serio»; que la «exhibición» está predominando y destruyendo el ingrediente «juego»; y que el deporte cada vez se distingue menos del trabajo— parecen descripciones adecuadas de una corriente importante en el deporte moderno. Sin embargo, en los tres análisis hay un sesgo valorativo que pone en duda su adecuación. Cuesta creer, por ejemplo, que los deportes hayan mantenido su popularidad, que la hayan aumentado, como de hecho ha ocurrrido en todos los países del mundo, si en ellos el factor juego se hubiese atrofiado hasta el punto en que afirma Huizinga, o si, como alega Rigauer, se hubiesen vuelto tan enajenantes y represivos como el trabajo, o si, para terminar, se hubiese dañado tan seriamente como diría Stone el equilibrio entre exhibición y juego. Es posible, desde luego, que en su difusión hayan intervenido factores como la obligatoriedad y/o la búsqueda de beneficios aparte del placer personal y directo, dando en cierto modo pie a los efectos deletéreos que produce la participación cada vez más seria. Que tales contracorrientes niveladoras han ocurrido de hecho, queda implícito en los argumentos presentados más adelante en este ensayo. Por el momento, es suficiente con señalar que Huizinga, Rigauer y Stone no prestan atención a tal posibilidad.
Por si esto fuera poco, Huizinga es un romántico que anhela una sociedad «orgánica». También queda implícito en su análisis que la «democratización» de los deportes sea la principal causa de su «declive». En resumen, sus palabras implican que la creatividad y las normas morales elevadas son un campo cerrado de las élites. Su crítica de los deportes modernos da en el blanco, sobre todo —aunque resulta exagerada— su afirmación de que se ha producido un «giro hacia la superseriedad». Sin embargo, aparte de relacionarla con lo que él considera una corriente cultural general, no hace nada por estudiar la sociogénesis de esta supuesta transformación del deporte, por relacionarla sólidamente con sus fuentes sociales estructurales.
Similares consideraciones se aplican a la crítica de Rigauer, quien no hace ningún intento por analizar empíricamente la manera en que se ha producido la alegada correspondencia estructural entre el deporte y el trabajo. Tampoco distingue entre formas de trabajo, formas de deporte y países diferentes en este sentido, ni intenta determinar si son distintos o no los grupos que proponen, por una parte, valores orientados hacia el éxito y, por la otra, valores que resalten el factor recreativo, el placer proporcionado por el deporte. Gomo tampoco intenta documentar empíricamente los cambios que, según él, han tenido lugar con el paso del tiempo en el equilibrio entre estos valores. Rigauer simplemente pinta un cuadro general e indiscriminado que afirma que todos los deportes en todos los países industrializados han desarrollado características similares a las del trabajo y que, en esa medida, sirven por tanto a los intereses gobernantes.
El análisis de Stone, si bien, al igual que el de Huizinga, resalta los nocivos efectos de la democratización de los deportes, es sociológicamente más satisfactorio. Sin embargo, hay razones para creer que su análisis del equilibrio entre juego y exhibición no consigue llegar al meollo del problema. Desde el punto de vista figuracional, no se trata simplemente de la presencia o ausencia de espectadores o, cuando estos están presentes, de la interacción entre ellos y los jugadores sino, lo que es más importante, de los patrones de interdependencia entre los grupos que participan. Así, la presencia de espectadores en un acontecimiento deportivo puede inducir a los jugadores a exhibirse pero no obligarlos a que lo hagan. El elemento lúdico, en cualquier deporte, tenderá más a verse seriamente amenazado cuando los jugadores dependan de los espectadores —o de agentes externos tales como grupos con intereses comerciales y el Estado— para obtener beneficios económicos y de otro tipo. En tales condiciones, sea el deporte abiertamente profesional o nominalmente de afición, las presiones encaminadas a permitir que los intereses de los espectadores asuman un papel importante, a hacer que el «juego» se convierta en «espectáculo», pueden ser apremiantes.
Efectivamente, en sus respectivos exámenes del desarrollo del deporte moderno, ni Huizinga ni Rigauer ni Stone se han ocupado satisfactoriamente de la dinámica de ese proceso. Sus análisis son en cierto modo curiosamente impersonales. Cada uno presenta una corriente relacionada con la industrialización, pero todos prestan escasa o nula atención a los choques de intereses o de ideologías de los grupos. En sus análisis —sobre todo en los de Huizinga y Rigauer—, casi parece como si los viejos valores y formas del deporte estuvieran desvaneciéndose sin conflicto. Que se trata de un planteamiento supersimplificado, independientemente de sus méritos como primera aproximación a una teoría sociológica de la corriente dominante en el deporte moderno, se verá claramente, espero, tras realizar un análisis figuracional de dicha corriente.
En lo que sigue a continuación, trato de indicar que la seriedad cada vez mayor del deporte moderno puede atribuirse en gran medida a tres procesos interrelacionados, que son: la formación del Estado, la democratización funcional y la difusión del deporte a través de la cada vez más dilatada red de interdependencias internacionales. Los dos primeros, ambos entretejidos en las largas cadenas de interdependencia, son naturalmente los procesos estructurales profundos por medio de los cuales Elias explica principalmente la sociogénesis del proceso de civilización[200].
Esto nos lleva a pensar en la posibilidad de que exista relación entre el proceso civilizador y la tendencia, en los deportes, hacia una creciente seriedad en la participación; esta última, por ejemplo, puede deberse en parte al hecho de que, debido a la socialización del individuo dentro de las normas más restrictivas del sistema moderno de interdependencias sociales, más complejo y opresivo, el individuo moderno, más restringido y civilizado, participa en el deporte con menos espontaneidad e inhibiciones que su antepasado, menos civilizado y con menos limitaciones emocionales, quien vivió en un sistema de interdependencias sociales menos complejo y opresivo. Parece razonable afirmar que esto sea así. No obstante, aún es necesario precisar con exactitud cuáles fueron las relaciones entre la creciente seriedad en la participación deportiva, por un lado, y la formación del Estado, la democratización funcional y el proceso civilizador por el otro.
También queda por demostrar en qué forma estuvo relacionada esta tendencia con la difusión internacional del deporte y cómo estos procesos estructurales profundos pueden brindamos una explicación de ella más satisfactoria que la ofrecida por Huizinga, Rigauer y Stone[201]. De la primera de estas tareas me ocuparé enseguida.