EL EQUILIBRIO DE PODER ENTRE LOS SEXOS: algunas hipótesis sociológicas

El primer punto a señalar es que, al igual que ocurre con el resto de las interdependencias sociales, el mejor modo de conceptuar la interdependencia de hombres y mujeres, al menos en primera instancia, es partir del equilibrio o reparto del poder entre las partes implicadas. Este constituye una «estructura profunda» dentro de la cual se generan y mantienen las ideologías y los valores que gobiernan las relaciones entre los sexos. Ahora bien, aunque tales ideologías y valores constituyen un ingrediente activo en el equilibrio de poder entre los sexos —en el sentido, por ejemplo, de que pueden impulsar a hombres y mujeres a luchar por lo que creen que son sus intereses—, sucede que las transformaciones en las relaciones entre los sexos y en las ideologías y los valores que las gobiernan dependen a menudo de otros cambios ocurridos con anterioridad en ese subyacente equilibrio de poder y que no son intencionados ni responden a ideologías y valores específicamente definidos. El segundo punto es que la balanza de poder entre los sexos tenderá a inclinarse a favor de los hombres en tanto la violencia y la lucha sean males endémicos de la vida social. Así sucede, naturalmente, en las sociedades guerreras, pero también esto tiende a ser válido para las sociedades industrializadas en las que el poder de la élite militar es alto en relación con el de la población civil y para los sectores de la estructura social en que las condiciones sociales conducen a la producción y reproducción de bandas proclives a pelear. La balanza de poder entre los sexos se inclinará igualmente a favor de los hombres en la medida en que ellos tengan mayores oportunidades que las mujeres para emprender acciones unificadas y monopolicen el acceso y el control de las esferas institucionales determinantes en la vida, sobre todo las de la economía y el Estado. A mayor abundamiento, cuanto más extensas sean las formas de supremacía masculina en una sociedad, mayor será la tendencia a que prevalezca una estricta segregación entre los sexos. Conclusión de estas teorías es que las posibilidades de dominio de los hombres tenderán a reducirse y aumentarán consiguientemente las de las mujeres a medida que se vuelvan más pacíficas las relaciones dentro de la sociedad o de una parte de ella, cuando las posibilidades por parte de las mujeres de actuar unitariamente se aproximen o rebasen a las de los hombres, y cuando empiece a derrumbarse la segregación de los sexos. Un corolario más es que los valores machistas tenderán a desempeñar un papel más importante en la identidad masculina bajo condiciones sociales en las que la lucha sea moneda corriente y la balanza de poder se incline en favor de los hombres. Consecuentemente, las tendencias machistas de estos sufrirán lo que podríamos denominar un giro «civilizador» en la medida en que las relaciones sociales se pacifiquen, las oportunidades de poder para las mujeres aumenten y la segregación sexual disminuya.

En el fondo de estas ideas subyacen dos hechos innegables; el primero, aunque con algunas excepciones en ambos sexos: los hombres son en general más grandes y fuertes que las mujeres y, por ende, mejores que ellas para luchar; y el segundo: el embarazo y la crianza de los niños tienden a incapacitar a las mujeres, entre otras cosas, para todo lo relativo a la lucha. Naturalmente, la moderna tecnología armamentista puede llegar a equiparar y quizás eliminar por completo las ventajas innatas en los hombres para pelear. Del mismo modo, las técnicas actuales de control de la natalidad han reducido el número de embarazos y con ello el tiempo invertido por las mujeres en gestar y criar a sus hijos. En otras palabras, las posibilidades de dominación por parte de los hombres debidas a su fuerza y capacidad para luchar varían en sentido contrario al del desarrollo tecnológico —es decir, son mayores cuando el desarrollo tecnológico es débil y viceversa—. No obstante, parece razonable suponer que la influencia más importante de todas sea, probablemente, el nivel de formación del Estado, o para ser exactos, el grado en que el Estado es capaz de mantener el monopolio sobre el uso de la fuerza física.

Este modo de enfocar los problemas de la dominación e identidad masculinas deriva de la obra de Norbert Elias[287], Se trata de una visión bastante diferente de la de los marxistas, que en gran parte atribuyen el complejo machista a las exigencias y restricciones que impone el trabajo manual[288]. Para precisar más: aunque puede que tales restricciones contribuyan a sustentar las formas más extremas de la identidad machista, premiando por ejemplo la fuerza física, es difícil entender cómo por sí solas podrían haber generado una ética en que la rudeza y la habilidad para pelear son fundamentales y que celebra la lucha como una de las principales fuentes de sentido y gratificación en la vida. Efectivamente, es discutible que un enfoque como este pueda ilustrar las ideas patriarcales implícitas en tantas teorías sociológicas como se han elaborado hasta el momento. Asi sucede cuando se cree que la producción y reproducción de la vida material radican primordialmente en la economía y cuando la importancia de la familia y las relaciones entre los sexos se relegan, al menos de forma implícita, a un plano secundario.

Hemos llegado a un punto en el que es posible analizar algunas relaciones entre el deporte y la actitud patriarcal. Para ilustrar tales relaciones expondremos, muy brevemente, tres estudios de caso, que son: el desarrollo de los modernos «deportes de combate»; el nacimiento y posterior (relativa) declinación de la subcultura machista que estuvo tradicionalmente asociada con el rugby; y el fenómeno de la violencia en el fútbol por parte de los hinchas tal como existe actualmente en Gran Bretaña.

Deporte y ocio en el proceso de la civilización
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