V

Bien puede ocurrir que algunas personas perciban un fuerte matiz de burla en nuestras palabras al describir una sociedad como la nuestra con el calificativo de insípida, carente de emoción. Lo dicho hasta ahora puede contribuir a precisar el sentido que aquí hemos dado al término. Se refiere al tipo y grado de restricción impuesta en nuestra sociedad a las emociones de tipo espontáneo, elemental e irreflexivo, tanto en la alegría como en la tristeza, en el odio como en el amor. Los estallidos extremos, poderosos y apasionados han sido rebajados por restricciones estructurales internas mantenidas por controles sociales, las cuales a su vez, al menos en parte, están enclavadas a tanta profundidad en nosotros que no podemos sacudírnoslas en modo alguno.

Sin embargo, hoy en día a menudo se utiliza el término «emocionante» en un sentido menos específico y más figurado. Nos prestaríamos abiertamente a un malentendido si no dijéramos que, en este sentido más lato, nuestras sociedades distan mucho de ser insípidas. No le faltaría razón a quien juzgara las sociedades en que vivimos como de las más excitantes en el desarrollo de la humanidad. Quizás una cita ayude a ilustrar este otro sentido. Está tomada de un artículo escrito por Jean-Luc Godard:

Me alegro sobremanera de vivir [… ] hoy, en nuestro tiempo, porque los cambios son enormes. Para un peintre en lettres[78] esto es inmensamente excitante. En Europa, y en Francia en particular, todo está hoy en movimiento. Claro que hay que tener ojos para verlo. La juventud, el desarrollo de las ciudades, de las provincias, de la industrialización…: vivimos en una época extraordinaria. Para mí representar la vida moderna no consiste sólo en mostrar los inventos y desarrollos industriales aislados a la manera de los periódicos; consiste en representar toda esta metamorfosis[79].

Esta clase de emoción tal vez muchos la compartamos. Probablemente no sea inexacto decir que, desde el Renacimiento, pocos periodos han ofrecido a quienes vivieron en ellos una oportunidad tan grande como la nuestra para experimentar con formas y pensamientos nuevos y para liberar gradualmente a la imaginación de los grillos tradicionales. Pese a la amenaza de guerra que se cierne sobre nosotros, el aire está lleno de promesas, y eso es excitante.

Pero la excitación de que hablamos en este ensayo es de una clase distinta: menos reflexiva y menos dependiente de la previsión, del conocimiento y de la capacidad que cada quien tenga para liberarse un rato de la opresiva presencia de sufrimientos y peligros que nos rodean. Nos interesa la emoción primaria y espontánea que probablemente se ha opuesto al orden de la vida desde que comenzó la historia humana. En una sociedad en la que han disminuido las inclinaciones hacia la emoción de tipo serio y amenazador, aumenta la función compensadora de la emoción lúdica. Con la ayuda de esta, la esfera mimética ofrece, por decirlo así, la oportunidad muchas veces repetida, de «refrescar el espíritu» en el curso por lo demás imperturbable de la vida social ordinaria. La emoción lúdica se distingue de la otra por ciertos aspectos a los cuales habremos de referimos más tarde. Es una excitación que buscamos voluntariamente. Para sentirla, muchas veces hemos de pagar. Y, a diferencia de la otra, esta es siempre agradable y, dentro de ciertos límites, podemos disfrutar de ella con el consentimiento social de los demás y con el de nuestra propia conciencia.

Podríamos señalar con toda razón que, fuera de la esfera mimética, nuestra sociedad deja abierto un gran campo para la excitación placentera de tipo totalmente realista. Se pensará, como es obvio, en la que es inherente a las relaciones entre hombres y mujeres. Quizá sea posible ilustrar un poco más la línea de pensamiento que hemos seguido hasta ahora si aceptamos este reto. En nuestra sociedad, la gran emoción intrínseca al encuentro de los sexos se ha circunscrito de una manera muy concreta. También en esta esfera la pasión y la emoción en estado bruto conllevan grandes peligros. Es fácil que lo olvidemos porque también en este terreno un nivel muy elevado de restricciones se convierte en la segunda naturaleza de quienes han sido criados y educados en estas sociedades más complejas y, del mismo modo que en los demás campos, el relajamiento de los controles tiende a catalogarse como anómalo o constitutivo de delito. La experiencia grandiosa y emocionante que entraña el conocimiento del otro sexo está regulada, de acuerdo con las tradiciones y normas oficiales de nuestra sociedad, para que se convierta en un acontecimiento único en la vida de las personas. La emoción más grande posible socialmente reconocida, simbolizada por el concepto del amor, se hace encajar en el orden de nuestra vida limitándola, idealmente por lo menos, a una sola experiencia en la vida de cada individuo. Probablemente, nada ilustra tan bien la peculiar función de la esfera mimética en nuestra sociedad como el inmenso papel que la representación del amor desempeña en muchos de sus productos. La necesidad aparentemente inacabable de representaciones del amor en películas, obras de teatro y novelas no se explica suficientemente con simples referencias a las inclinaciones libidinosas de las personas. Lo que estas representaciones miméticas proporcionan es la renovación de la emoción específica asociada con la primera, y quizá después con otra nueva, gran relación sentimental entre un hombre y una mujer, una posibilidad que está cerrada para muchos en la vida real. Para clarificar nuestro problema es vital distinguir en este contexto entre la satisfacción, incluida la satisfacción sexual, inherente a una vida matrimonial larga y bien ordenada por un lado, y la excitación específica inherente al único gran amor, que es fresca y nueva, por el otro. Lo que las innumerables representaciones miméticas del amor ofrecen es la experiencia de volver a vivir esta emoción, aunque sólo sea ficticiamente, volver a sentirla con todas sus tensiones y conflictos hasta la culminación, que es agradable tanto si el desenlace de la historia es alegre como si es desgraciado. La experiencia mimética del amor produce y despierta emociones que suelen adormecerse en la vida corriente, aun cuando las personas no carezcan de satisfacción sexual en el sentido más común del término.

Gracias a este ejemplo, vemos mejor por qué no basta con tratar sólo el trabajo ocupacional como el polo opuesto del ocio ni pretender explicar las características y funciones de las actividades recreativas sólo con respecto a las del trabajo ocupacional. En sociedades relativamente bien ordenadas como la nuestra, la rutinización invade todas las esferas de la vida, incluidas las de mayor intimidad[80]. No limita su acción al trabajo fabril ni a las actividades eclesiásticas, administrativas u otras similares. A menos que el organismo sea reanimado y sacudido intermitentemente por alguna experiencia excitante ayudada por poderosos sentimientos, la rutinización y la restricción globales como condiciones del orden y de la seguridad harán que se resequen las emociones y nazca un sentimiento de monotonía, del cual la monotonía emocional del trabajo no es sino un ejemplo. Pues no es en tanto que propiedad del trabajo cuanto de los sentimientos engendrados en quienes lo realizan como debe evaluarse la cualidad de monótono. La peculiar estimulación emocional proporcionada por las actividades recreativas de tipo mimético y que culmina en una tensión y exaltación agradables, representa la contrapartida más o menos institucionalizada de las fuertes y constantes restricciones emocionales requeridas por todas las actividades no recreativas de la gente en las sociedades más diferenciadas y civilizadas. La emoción lúdica y agradable que los individuos buscan en sus horas de ocio representa, pues, al mismo tiempo el complemento y la antítesis de la periódica propensión por parte de las emociones a perder su frescura en las rutinas «racionales», no recreativas de la vida[81]; mientras que la estructura de las organizaciones e instituciones miméticas representa la antítesis y el complemento de la de las instituciones formalmente impersonales y encaminadas a un fin, que dejan poco espacio para las emociones apasionadas o las fluctuaciones en los estados de ánimo. En tanto que complemento del mundo de actividades no recreativas, encaminadas al cumplimiento de tareas y altamente impersonales, las instituciones recreativas, sean teatros y conciertos o carreras y partidos de criquet, no son sino representaciones de un mundo «irreal» de fantasía. La esfera mimética constituye una parte específica e integral de la «realidad» social.

Deporte y ocio en el proceso de la civilización
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