IV

Uno de los primeros ejemplos de pasatiempo con las características distintivas de deporte fue la modalidad inglesa de la caza de zorros. En la actualidad, cualquier tipo de caza es visto por mucha gente, en el mejor de los casos, como un deporte marginal, pero en el siglo XVIII y principios del XIX la caza de zorros en Inglaterra era definitivamente uno de los principales pasatiempos a los que se aplicaba el término «deporte». El significado de esta palabra se entiende mejor si se estudia la naturaleza peculiar de este tipo de caza. Era muy grande la distancia que lo separaba de la caza más sencilla, menos regulada y más espontánea que se practicaba en otros países y en épocas anteriores, cuando los propios individuos eran los actores principales, los mastines simples adiciones y no eran los zorros los únicos animales cazados.

En Inglaterra, la caza de zorros se convirtió en un pasatiempo altamente especializado, con organización y convenciones propias. Mientras cazaban al zorro, los señores se cuidaban mucho de perseguir y matar a ningún otro animal con el que se cruzaran[151] —lo que causaba admiración y sorpresa entre los espectadores extranjeros, incapaces de entender las razones de esta conducta restrictiva. Hasta los propios cazadores ingleses, seguros en el conocimiento y el disfrute de sus costumbres, eran en su mayoría incapaces o renuentes para explicar sus rituales de caza. Ir tras un zorro y descartar a todo otro animal que se cruzara en su camino, aun cuando pudiera convertirse en el bocado más exquisito de su mesa, era simplemente parte de su código social. Un caballero no salía de caza con el fin de llevar manjares a la mesa. Lo hacía por deporte. Los cazadores solían divertirse contándose unos a otros historias en las que se mostraba cómo los extranjeros, especialmente los franceses, no comprendían la caza de zorros al estilo inglés. Había la historia del chasseur francés que, presenciando una caza de zorros en Inglaterra, manifestó sorpresa y burla al observar cómo eran ahuyentados con el látigo unos perros jóvenes que perseguían el rastro de una liebre a la que estaban a punto de atrapar; o la historia de otro gentilhombre francés que durante una cacería oyó decir a un inglés: «¡Qué admirable el deporte que el zorro ha mostrado en esta encantadora carrera de dos horas y cuarto!». El francés replicó: «Ma foi», debe merecer la pena atraparlo ya que os tomáis tantas molestias. Est-il bon pour un fricandeau[152]?.

En esto, como puede verse, consistía el «deporte»: en la agradable carrera, la tensión, la emoción, no en el fricandeau.

Anteriormente, la placentera emoción de la caza había consistido en el goce experimentado como anticipación de los verdaderos placeres, los de matar y comer. El placer de matar animales estaba realzado por su utilidad. Muchos de los animales cazados suponían una amenaza para los frutos del trabajo de las personas. Durante casi todo el siglo XVIII los animales salvajes, y los zorros entre ellos, aún abundaban en la mayoría de los países. Era necesario cazarlos para evitar que se multiplicaran. Los zorros en particular eran una amenaza constante para las aves de corral, los gansos y patos de los campesinos y de la gentry. En el campo, competían por las liebres con los cazadores furtivos. En el pasado, estaba permitido que los lebreles cazaran venados, liebres, garduñas y zorros indiscriminadamente. Plagaban los campos y bosques y todos eran considerados como animales peligrosos y repugnantes. Además servían de alimento.

En tiempos de sequía y hambre los pobres podrían sentirse menos inclinados a desperdiciar la carne de zorro por culpa de su fuerte sabor. «La carne de zorro», según una fuente francesa, es menos desagradable que la carne de lobo; «tanto los perros como los hombres la comen en el otoño, sobre todo si el zorro ha comido y engordado con uvas[153]».

De modo que los primeros estilos de caza imponían a sus seguidores escasas restricciones. La gente disfrutaba de los placeres de cazar y matar animales como pudieran y de comer todos los que querían. A veces empujaban a los animales a zonas próximas a los cazadores para que estos pudieran sentir el placer de matarlos sin realizar mucho esfuerzo. Para los cuadros militares y sociales de rango más alto, la emoción de cazar y matar animales siempre fue en cierto modo el equivalente en tiempos de paz de la excitación asociada con el hecho de matar hombres en tiempos de guerra. Del modo más natural, la gente utilizaba en ambos casos las armas más adecuadas que tenían a la mano. Ya que se habían inventado las armas de fuego, estas eran utilizadas para disparar a los zorros o a cualquier otro animal.

Una mirada al pasado, a las formas más antiguas de cacería, muestra las peculiaridades de la caza de zorros en Inglaterra desde un mejor ángulo. Era una forma de cazar en la que los cazadores se impusieron a sí mismos y a sus mastines diversas restricciones muy concretas. Toda la organización de la caza, la conducta de los participantes, el entrenamiento de los perros, todo estaba regido por un código extremadamente elaborado. Pero la razón de ser de este código, los tabúes y restricciones que imponía sobre los cazadores, estaban muy lejos de ser obvios. ¿Por qué se entrenaba a los perros para que no siguieran otro rastro que el del zorro y, en la medida de lo posible, no el de cualquier zorro sino el del primero que habían descubierto? El ritual de la caza exigía que los cazadores no utilizaran ningún tipo de armas. ¿Por qué se consideraba un delito social grave disparar a los zorros e igualmente impropio de caballeros emplear cualquier arma para cazarlos? Los caballeros que practicaban la caza de zorros mataban, para decirlo de alguna manera, por poderes: delegando la tarea de matar en sus perros. ¿Por qué prohibía el código de caza que las personas mataran al animal cazado? En épocas anteriores el papel principal de la caza lo habían desempeñado los hombres, mientras que los mastines habían representado un papel secundario. ¿Por qué en la modalidad inglesa se había dejado el papel principal a los perros y los hombres se limitaron al papel secundario de seguidores, observadores o quizá controladores de aquellos?

Como resultado de este traspaso de los papeles principales en la caza y de la consiguiente necesidad por parte de los cazadores de identificarse en cierto modo con los perros —como si se hubieran desprendido de una parte de sí mismos y la hubiesen despachado a mancharse de sangre y a matar en lugar de hacerlo ellos—, numerosos cazadores se sintieron ligados a sus animales por un afecto que con frecuencia era recíproco. Conocían a sus perros individualmente por sus nombres. Evaluaban y analizaban las cualidades de cada uno y las comparaban con las de los demás. Admiraban su valentía, su fiereza, su intrepidez, y fomentaban la rivalidad entre ellos.

«Deben —escribió Beckford— querer y temer al mismo tiempo al cazador. Deben temerle mucho, pero quererlo más. Sin duda alguna los lebreles harían más por el cazador si lo quisieran más[154]». La relación íntima y personal entre cazadores y perros, incluida una cierta proyección de los sentimientos del cazador, fue un aspecto integral de la figuración básica de la caza de zorros.

¡Observa a Galloper, cómo los guía! Resulta difícil distinguir cuál va primero, corren con tal estilo…; pero él aventaja a todos; su olfato no es menos excelente que su velocidad. ¡Cómo busca el rastro!… Ahí, ahora, ¡ya va a la cabeza otra vez[155]!.

Y el final:

¡Cuidado ahora, zorro! ¡Cómo le ladran!, ¡y el pequeño «Sin miedo», cómo lo acosa!, ¡también los terrier le gruñen ahora!. ¡«Venganza» lo tiene tan cerca!, ¡cómo lo presiona! ¡Todo acabó para él! ¡Dios, qué masa tan compacta forman entre todos; el bosque entero resuena!, ¡sí que ha durado poco la contienda! ¡Ahora, sí, ahora ya lo tienen[156]!.

Al delegar los cazadores en los perros la mayor parte de la persecución así como la función de matar y someterse ellos mismos a un elaborado y autoimpuesto código de restricciones, el placer de cazar se convirtió parcialmente en un placer visual; el gozo derivado de hacer se había transformado en el gozo de ver.

La dirección de los cambios experimentados en la manera de cazar, si se contrasta el ritual inglés de la caza de zorros con anteriores formas de caza, muestra muy claramente la dirección general de un empuje civilizador[157]. El aumento de las restricciones sobre el empleo de la fuerza física y en particular sobre el hecho de matar y, como expresión de estas restricciones, el desplazamiento del placer experimentado cometiendo actos violentos al placer experimentado viendo cometer actos de violencia, pueden observarse como síntomas de un empuje civilizador en muchas otras esferas de la actividad humana. Gomo se ha demostrado, todas están relacionadas con movimientos tendentes hacia la mayor pacificación de los países, asociada con el crecimiento o el aumento de la eficacia en la monopolización de la fuerza física por los representantes de las instituciones centrales de esos países. Se relacionan, además, con uno de los aspectos más decisivos de la pacificación y civilización interna de un país —con la exclusión del uso de la violencia en las recurrentes luchas por el control de estas instituciones centrales y con la consiguiente formación de la conciencia—. Puede verse esta creciente interiorización de las prohibiciones sociales contra la violencia así como el avance en el umbral de rechazo a la violencia, especialmente contra el hecho de matar y hasta de ver cómo otros lo hacen, si se considera que, en su momento culminante, el ritual inglés de la caza de zorros, que prohibía toda participación humana directa en la matanza, representó un empuje civilizador. Fue un avance en el rechazo por parte de las personas a cometer actos violentos, mientras que hoy, en consonancia con el ininterrumpido avance del umbral de sensibilidad, no son pocos quienes encuentran desagradable incluso este testimonio de un empuje civilizador anterior y a quienes les gustaría que fuese abolido.

A veces se cree erróneamente que un proceso civilizador es un proceso en el que aumentan las restricciones, o «represiones» como algunos las llaman, inculcadas a los individuos, con la correspondiente disminución de su capacidad para sentir emociones agradables y disfrutar de la vida. Pero, en cierto modo, quizás esta impresión se deba al hecho de que las satisfacciones agradables de las personas han captado menos la atención de la investigación científica, como tema válido e interesante, que las reglas restrictivas, las coerciones sociales y sus instrumentos, tales como las leyes, las normas y los valores. Estudiar el desarrollo de los deportes puede contribuir a equilibrar la balanza. De cuando en cuando aparecen en la bibliografía especializada declaraciones que viene muy al caso mencionar. Así, con harta frecuencia se ha visto en la caza una actividad sustitutiva de la guerra. También se ha reconocido a veces con absoluta claridad que la forma que adoptó en Inglaterra representaba una moderación de sus aspectos menos civilizados, lo cual se correspondía mejor con la sensibilidad de los caballeros civilizados al dejar que los perros se encargaran de dar muerte a la presa y limitar ellos su propia actividad a ayudarlos, a experimentar la emoción de la espera y a observar la muerte de la víctima. Beckford escribió:

Al estar tan familiarizados con los lebreles y poder ayudarlos a veces, encuentran el deporte más interesante y tienen la satisfacción de pensar que con ello contribuyen al éxito del día. Este es un placer que con frecuencia se disfruta; un placer sin remordimientos. Ignoro qué efecto tenga sobre otros, pero yo siempre me siento de buen ánimo tras un buen deporte de caza; y nunca el resto es desagradable para mí. ¿Qué son otros deportes comparados con este tan lleno de entusiasmo? La pesca, a mi modo de ver, es una diversión aburrida. El tiro, aunque admite un compañero, no permite la presencia de muchos. Los dos pueden, por consiguiente, ser considerados como diversiones egoístas y solitarias en contraste con la caza, donde cuantos gusten asistir son bienvenidos…

Pues es la caza parecida a la guerra; sus incertidumbres, sus fatigas, sus dificultades y sus peligros la hacen interesante por encima de todas las demás diversiones[158].

Estas reveladoras palabras señalan de varias formas el núcleo central del problema. Desde la época en que vivió Beckford, el proceso civilizador ha avanzado en el mismo sentido e incluso ha rebasado, entre algunos sectores de la población, el punto en que él y el sector de la sociedad en que se movía se encontraban entonces. Aquel sector ha dejado de ser el dominante, el que imponía el modelo a seguir. Y, si en su sociedad la conciencia y la correspondiente sensibilidad habían llegado a convertir en desagradable para ellos matar al zorro con sus propias manos, hoy tienen más voz y poder los sectores de la población cuya sensibilidad e identificación con el animal cazado son tan fuertes que la caza y muerte de zorros por el puro placer del hombre es para ellos absolutamente desagradable.

En tiempo de Beckford, la pacificación interna —la estabilidad y eficacia de la protección que las agencias centrales de una sociedad y sus órganos podían ofrecer a las personas, sobre todo contra las amenazas físicas de toda clase— y con ella las correspondientes restricciones, externas e internas, sobre los individuos, no habían llegado ni con mucho al punto en que se encuentran hoy. Pero, comparada en general con formas anteriores de caza y de pasatiempos, la dirección del cambio en la conducta y la sensibilidad fue la misma. El hecho de matar y el recurso a la violencia física en términos generales, aun en los casos de actuación violenta contra los animales, habían quedado circunscritos de modo más elaborado por tabúes y restricciones. Nada más característico de una corriente civilizadora que decir que la violencia indirecta, el matar por poder, el hecho de que uno pudiese ayudar a los perros a hacer lo que uno ya no quería hacer, permitía sentir «un placer sin remordimientos».

Lo que Beckford observó en este pasaje fue, efectivamente, uno de los aspectos centrales del deporte y en particular de los juegos deportivos. Todos ellos son figuraciones dinámicas de personas, y a veces también de animales, que permiten librar una contienda directa o indirectamente, implicándose por entero («en cuerpo y alma», como solía decirse), y disfrutar la emoción de la lucha sin pesar alguno —sin mala conciencia.

De hecho, el deporte es uno de los grandes inventos sociales que los seres humanos han hecho sin haberlo planeado. Les ofrece la liberadora emoción de una lucha en la que invierten habilidad y esfuerzo físico mientras queda reducida al mínimo la posibilidad de que alguien resulte seriamente dañado.

En el siglo XVIII, el umbral de rechazo a la idea de causar daño a otros directa o indirectamente, relacionada con la emoción agradable derivada de la batalla mimética que es una competición deportiva, no había llegado tan lejos y en muchos casos se encontraba por debajo del nivel que hoy ocupa en muchas sociedades avanzadas. Pero la dirección del cambio en la conducta y los sentimientos que puede observarse entonces era la misma que se observa en épocas más recientes.

Uno de los problemas fundamentales a que se enfrentan las sociedades en el curso de un proceso civilizador era —y sigue siendo— el de encontrar un nuevo equilibrio entre placer y restricción. El progresivo reforzamiento de los controles reguladores sobre la conducta de las personas y la correspondiente formación de la conciencia, la interiorización de las normas que regulan más detalladamente todas las esferas de la vida, garantizaba a las personas mayor seguridad y estabilidad en sus relaciones recíprocas, pero también entrañaba una pérdida de las satisfacciones agradables asociadas con formas de conducta más sencillas y espontáneas. El deporte fue una de las soluciones a este problema. Las innúmeras personas que anónimamente contribuyeron al desarrollo de los deportes quizá no fueran conscientes del problema al que se enfrentaban en la forma general en que ahora se presenta en retrospectiva al sociólogo, pero algunas sí que tenían clara conciencia de él como problema específico con el que se topaban en la inmediatez de sus propios pasatiempos limitados. La figuración de la caza de zorros —de la caza convertida en deporte— muestra algunas de las formas en que la gente se las ingenió para obtener placer de una actividad que implicaba ejercer violencia física y matar en una etapa en que, en la sociedad en general, incluso los ricos y poderosos habían visto cada vez más mermada su capacidad para emplear la fuerza sin el consentimiento de la ley y en la que su propia conciencia se había vuelto más sensible con respecto al uso de la fuerza bruta y el derramamiento de sangre.

¿Cómo fue posible hacerlo?, ¿cómo pudieron obtener placer sin remordimientos de conciencia pese a que la conciencia socialmente inculcada se había vuelto más fuerte, casi omnipresente y, aunque todavía menos sensible con respecto a la violencia de lo que tiende a ser en las sociedades industriales avanzadas de hoy, mucho más sensible de lo que había sido en épocas anteriores? El problema fue menos difícil de resolver cuando la violencia se practicaba con animales en lugar de con seres humanos. De todos modos, fue bastante sorprendente que, en el inicio de una corriente civilizadora, el umbral de sensibilidad hubiese avanzado hasta incluir a los animales. Los controles sociales externos tal como se expresaban en leyes y reglamentos formales sólo tenían aplicación a los seres humanos. Que la sensibilidad con respecto a la violencia llegase a afectar a los animales fue una característica de la irradiación del sentimiento más allá del objetivo inicial, que es un rasgo general de la formación de la conciencia. El avance, en esta etapa, había sido suficiente para que las personas disfrutaran con la muerte del animal cazado de una forma indirecta, como observadores, y no directamente como ejecutores.

Pero, si estudiamos la figuración de la caza de zorros con más atención y la comparamos con anteriores modalidades de caza, pronto advertiremos un giro altamente característico en cuanto al centro de interés de las actividades que proporcionaban placer. En las modalidades de caza anteriores, las principales fuentes de placer habían consistido en general en el hecho de matar y luego comer la presa. Una característica de la forma inglesa de caza de zorros fue que desapareció el placer de comer como incentivo para la caza y que el placer de matar, aunque nada despreciable, se vio atenuado. Era un placer con intermediario. De matar se encargaban los mastines, mientras que el placer en la persecución se convertía, para decirlo así, en la fuente principal de entrenamiento y en la parte central del ejercicio. La muerte del zorro —el júbilo de la victoria— aún continuaba siendo el clímax de la caza, pero ya había dejado de ser por sí sola la fuente principal de placer. Esa función había pasado a desempeñarla la caza del animal, la persecución. Lo que, en las formas de caza más sencillas y espontáneas, había sido un placer a priori ante la perspectiva de matar y comer el animal, cobró una importancia mucho mayor que nunca. En relación con todos los demás fines de la caza, la tensión de la fingida batalla y el placer que esta proporcionaba a los participantes alcanzó un alto grado de autonomía. Matar zorros era fácil. Todas las reglas de la caza estaban pensadas para hacerlo menos fácil, para prolongar la lucha, posponer la victoria por un rato —no porque se considerase inmoral o injusto en modo alguno matar a los zorros, sino porque la excitación de la propia cacería se había convertido cada vez más en la principal fuente de gozo para los cazadores. Disparar contra los zorros estaba estrictamente prohibido; en los círculos en que se originó esta forma de caza, en la aristocracia y en la gentry, se consideraba una falta imperdonable, y los campesinos arrendatarios, de grado o por fuerza, habían de acatar las reglas de sus superiores, aun cuando los zorros les robasen sus gallinas o sus gansos. Matarlos con armas de fuego era un pecado porque privaba a los señores de la tensión y emoción de la caza; les echaba a perder su deporte.

Lo que antaño fuera un placer anticipado, preparatorio del placer de matar y comer el animal cazado, se convirtió ahora en la parte medular del placer, que culminaba en la muerte del animal, mientras que este ya no representaba papel alguno en la cena ni en el festejo posterior a no ser como tema de conversación. El significado que la palabra «deporte» asumió en el siglo XVIII se vio profundamente afectado por este peculiar giro en la forma en que las personas gozaban sus pasatiempos; representó una profunda transformación subliminal de los sentimientos. En la Edad Media el término «deporte» había tenido un significado mucho menos preciso. Entonces podía aplicarse a numerosas diversiones y entretenimientos diferentes entre sí. Fue durante el siglo XVIII cuando se convirtió en un término más especializado: se transformó en un terminus technicus para designar un determinado tipo de pasatiempos que en aquella época se desarrolló entre caballeros y aristócratas dueños de tierras, y del cual la altamente idiosincrática forma de cazar zorros que se desarrolló en aquellos círculos fue uno de los más prominentes. Quizá su rasgo más característico era la tensión-emoción del remedo de batalla que requería ejercicio físico y el gozo que esa batalla brindaba a los seres humanos como participantes o como espectadores.

Hasta donde se puede ver, los grupos de cazadores de zorros no ignoraban totalmente la peculiar autonomía de su «deporte» —el relativo distanciamiento de las alegrías brindadas por la batalla mimética con respecto a cualquier otro objetivo o función social—. Expresiones tales como «el zorro nos proporcionó un buen deporte» o «nuestro deporte depende completamente del exquisito sentido del olfato tan peculiar de los perros», muestran con absoluta claridad la estrecha relación que en aquel tiempo tenía el término «deporte» con la tensión de la batalla fingida como tal y con el placer derivado de ella[159].

Tampoco desconocían por completo los practicantes de la caza de zorros el hecho de que cabía esperar de ella la agradable tensión-emoción que era la esencia del «buen deporte» sólo porque su figuración básica aseguraba un equilibrio de tensiones moderadamente inestable, un transitorio equilibrio de poder entre los contrincantes. Según un manual deportivo:

La noble ciencia, como llaman a la caza de zorros su adeptos, es considerada por unanimidad la perfección de la caza. El animal perseguido corre justamente a la velocidad necesaria para el caso y cuenta además con toda clase de artimañas para despistar a sus perseguidores. Deja un buen rastro, es muy intrépido y abunda lo suficiente como para ofrecer razonables oportunidades de deporte[160].

La caza de zorros al estilo inglés es tomada aquí como modelo empírico para poner de manifiesto algunas de las características distintivas originales de los pasatiempos llamados «deportes». Ello puede coadyuvar a entender mejor ciertas características estructurales del deporte como fuente de tensión-emoción agradable, a las cuales se les dio después únicamente una explicación utilitarista. Los grupos relacionados con la caza de zorros ya habían desarrollado una «ética» precisa, lo cual es una de las características de todos los deportes, pero en esta etapa la «ética deportiva» no era como la ética de las clases medias a las que se aplican términos como «moral» o «moralidad». Era la ética de las clases ociosas ricas, refinadas y comparativamente restringidas que habían llegado a apreciar la tensión y la emoción de las batallas fingidas bien reguladas como parte principal de su placer. Las reglas de la caza de zorros, elaboradas y vigiladas por caballeros y rigurosamente aplicadas contra los infractores, garantizaban que la caza les proporcionase los componentes esenciales del buen «deporte»: la justa medida de tensión agradable y emoción placentera por la batalla. Tales normas aseguraban que las condiciones para la agradable tensión-emoción que los caballeros buscaban y necesitaban, fuesen producidas con exacta regularidad por la dinámica de una figuración en la que cazadores a caballo, lebreles y zorro estaban entrelazados.

Hoy, en general, se tiende a explicar la relativa igualdad de oportunidades para ambos contrincantes que es característica de todos los deportes, como un postulado «moral» en cuanto a la «justicia» o «limpieza» del juego se refiere.

Pero, aquí como en otros casos, los aspectos «morales» suelen ocultar los aspectos sociológicos, la estructura o función de tal ordenamiento. Sin una figuración capaz de mantener por un tiempo un equilibrio moderadamente inestable de oportunidades para los contrincantes, no podría esperarse gozar de un «buen deporte»; sin un ordenamiento «justo», el placer y la emoción proporcionados por la tensión de la batalla, función primordial del deporte, serían demasiado breves y no podrían ser esperados con un alto grado de regularidad. De este modo, la caza de zorros mostraba ya, en esencia, que los seres humanos habían aprendido a organizarse según una técnica específica que es utilizada en todas las clases de deportes —una técnica para mantener por un rato, dentro de una determinada figuración de participantes, un equilibrio de fuerzas en tensión con una alta probabilidad de catarsis, de liberación de la tensión, al final.

Otro de los continuos problemas de los deportes en general, que los deportistas encontraron con bastante anterioridad en relación con la caza de zorros, era el de cómo hallar el correcto equilibrio entre la prolongada tensión-emoción de la batalla misma y el relativamente breve placer culminante de la catarsis, del clímax y la liberación de la tensión. El problema sobre cuál de estos dos polos era prioritario, como en las correspondientes polaridades de otros deportes, suscitó polémicas entre quienes preferían la caza misma y quienes atribuían mayor importancia al hecho de matar zorros, es decir, entre los partidarios del «buen deporte» y los que estaban por «obtener victorias». La recurrencia con que se presentan discusiones análogas en diferentes deportes y en épocas distintas es un indicador de que la estructura básica del deporte continúa siendo la misma de siempre. Como ya se ha dicho, la dinámica figuracional de un deporte debe estar equilibrada para impedir, por un lado, que las victorias sean demasiado precipitadas y, por otro, que haya demasiados empates. Las primeras acortan la tensión-emoción agradable, no le dan el tiempo suficiente para que crezca hasta un punto óptimo de placer. Los otros alargan la tensión más allá del punto óptimo y esta se estanca sin resolverse en clímax ni en liberación catártica. Mientras la figuración básica de un deporte asegurase un justo equilibrio entre estas dos posibilidades marginales, los deportistas podían optar por atribuir más peso a una o a la otra.

En lo que respecta a la caza de zorros, ya Beckford discutió este problema a fines del siglo XVIII. Él mismo subrayó la importancia del clímax, del momento en que se da muerte al zorro, pero no por ello veía el placer y la emoción de este momento independientemente del placer y la emoción proporcionados por la persecución previa. Al explicar por qué recomendaba al cazador salir con su jauría en las primeras horas de la mañana, sobre todo si sus perros estaban «sedientos de sangre», escribió:

La mañana es generalmente la parte del día en que se rastrea mejor la pista; y el animal que, en este caso, más que nunca usted desea matar (los perros están sedientos de sangre) tiene entonces el mínimo de posibilidades de escapar de usted. La falta de descanso [del zorro] y tal vez el estómago lleno dan una gran ventaja a los mastines… Supongo, amigo mío, que a esto me dirá usted: «entonces el cazador de zorros no es un deportista justo». Desde luego que no; y lo que es más, mucho lamentaría que lo tomaran por uno. El está más allá de todos los principios. En su opinión, un deportista justo o limpio y uno tonto son sinónimos; por consiguiente, se aprovecha del zorro todo lo que puede. ¿Creerá usted quizá que a veces por esto echa a perder su propio deporte? Es cierto, a veces lo hace, pero… siendo que todo el arte de la caza de zorros radica en mantener bien ensangrentados a los perros, el deporte no es sino una consideración ancilar hacia el cazador; lo primero es matar al zorro; de aquí la vehemencia de la persecución, principal placer de la caza. —Lo confieso: creo que la sangre es tan necesaria para la jauría de lebreles que, en mi caso, siempre regreso a casa más complacido tras una persecución indiferente pero que haya terminado con la muerte del zorro, que tras la mejor correría posible si luego termina sin haber atrapado al animal. Las buenas partidas de caza, hablando en términos generales, siempre duran mucho y, si no acaban exitosamente hacen más daño que bien a los perros. Nuestros placeres, en general, son mayores, creo, durante el periodo de espera que en su culminación; en este caso, la realidad misma garantiza la idea y el éxito presente es presagio casi cierto de un deporte futuro[161].

Uno de los artificios que los seres humanos encontraron un poco por casualidad cuando, en el curso de un proceso civilizador, se veían frente a la necesidad de encontrar un nuevo equilibrio entre placer y restricción, fue una mayor capacidad para disfrutar la prolongada emoción de la lucha y la tensión que conducía al clímax, en contraste con el breve placer del clímax y la consiguiente liberación de tensión. Las palabras de Beckford «nuestros placeres, en general, son mayores durante el periodo de espera que en su culminación», si bien no constituyen necesariamente un diagnóstico correcto, señalan con bastante claridad el giro efectuado en la importancia entre el placer de la tensión y el placer de la consumación indicado en el desarrollo de pasatiempos como la caza y que es, hablando más generalmente, característico de una corriente civilizadora. Como vimos, el término «deporte» se convirtió en el tecnicismo aplicado a lo que antes había sido la parte preparatoria de una caza o un juego, junto con el placer anticipado que se esperaba obtener de ella. Decir que el zorro «nos proporcionó un buen deporte» expresaba simultáneamente la propia dinámica figuracional y el grado de emoción placentera que esta proporcionaba; la expresión se refería a la lucha entre el zorro y los lebreles con sus cazadores así como a la satisfacción que brindaba a los últimos. Beckford aún podía decir sin avergonzarse lo que la mayoría había dicho probablemente como cosa natural siglos antes y lo que cada vez menos gente iba a decir en los siglos posteriores: que lo primero que el cazador deseaba era matar al zorro y que el deporte era una consideración secundaria.

Además, conforme aumentaba la importancia y el placer de la tensión, ya más prolongados, en contraste con el breve acto final —con el acto de matar y sus placeres—, el placer mismo se volvió más diversificado. De hecho, se convirtió en un placer compuesto de varias partes. La figuración básica de la caza de zorros, como la de muchos otros deportes, estaba estructurada de tal forma que la emoción y el placer derivados de ella radicaban no sólo en una sino en varias luchas que tenían lugar al mismo tiempo. Como siempre, la lucha principal era entre el cazador y el cazado. Pero en el caso de la caza de zorros, la figuración estaba formada no sólo por dos sino por tres clases de participantes: el grupo de personas montadas a caballo, la jauría de perros y el zorro. La confrontación primordial era la lucha entre los últimos, y la tensión, la emoción que engendraba, dominaba todas las demás. Pero ligada estrechamente a esta lucha había otra, secundaria, entre los perros. Los cazadores seguían y observaban a los mastines con verdadera ansiedad. Los más valientes y rápidos, con el mejor olfato y que más se acercaban al zorro, hinchaban de orgullo a sus amos y dueños. Estos perros eran admirados y tratados con mimo. Sus cachorros se vendían a precios elevados. Para terminar, otro enfrentamiento secundario consustancial a la figuración era el que tenía lugar entre los propios cazadores. La pregunta era: ¿quién se apegaba más a la jauría?, ¿quién tomaba atajos aun cuando fueran peligrosos?, ¿quién retrocedía ante vallas, ríos u otros obstáculos?, ¿quién estaba presente en el momento de la muerte del zorro?

La emoción evocada por la lucha entre el zorro y los perros se realzaba grandemente por la que tenía lugar entre los cazadores. En el siglo XVIII y principios del XIX la caza de zorros solía ser más exigente y salvaje de lo que es hoy. Era una prueba de valor, fuerza y habilidad para los caballeros y a veces para las damas. En el calor de la caza, los participantes se retaban a menudo unos a otros hasta el máximo. Asumían los riesgos, a sabiendas de que tal vez tendrían que pagar el placer de la excitación con una caída, con lesiones o incluso con la misma vida. La caza de zorros en Inglaterra fue ideada por nobles y caballeros en un periodo en que la rivalidad de status dentro de su grupo social se expresaba cada vez menos en forma de duelos y otros combates físicos directos —si bien estos eran aún muy frecuentes entre los más jóvenes— y más con armas como el acabamiento visible y la valentía eminente. La caza de zorros brindaba oportunidades a ambos. Para muchos de sus incondicionales partidarios, sus convenciones eran como un ritual, casi un culto.

El siglo XVIII, en Inglaterra —y no sólo en Inglaterra— fue un periodo en el que avanzaron de manera notable la pacificación y domesticidad de las clases terratenientes y, con ella, el refinamiento de sus costumbres. La amenaza de guerra civil ya no representaba un serio peligro. Aún siguieron vivos por un tiempo los recuerdos de las luchas internas del siglo anterior[162]. Como casi siempre sucede, después de una guerra civil muchos temían que volviese a estallar. Estaban cansados de la violencia entre seres humanos. Tras un periodo de disensiones internas, suele ocurrir que un determinado grupo emerja como el más fuerte, pero no fue así en Inglaterra. La progresiva monopolización de la fuerza física de la cual dependió la pacificación interna en todos los países, en particular la pacificación de los grupos gobernantes, tomó en Inglaterra un rumbo distinto al de la mayoría de los países de Europa. La administración y utilización del monopolio institucionalizado de la fuerza física y de su gemelo, el monopolio de la imposición fiscal, de los que, entre otras cosas, dependía la eficacia de los procedimientos legales en el país, no se convirtió aquí en el monopolio permanente de uno de los diversos estamentos o sectores rivales. No, desde luego, como en Francia y otros estados autocráticos, en el monopolio del rey de la Corte. Lo que en Inglaterra resultó del violento periodo de conflictos sociales fue un equilibrio de tensiones moderadamente inestable entre varios grupos gobernantes rivales, ninguno de los cuales parecía ya dispuesto, o con la fuerza suficiente, para retar a las fuerzas combinadas de los otros en un confrontación directa de fuerza física. Lo que poco a poco surgió fue, en cambio, un acuerdo tácito entre los grupos de poder rivales de la sociedad en general. Convirtieron en aceptar una serie de reglas conforme a las cuales se turnarían para formar gobierno y administrar o utilizar los mecanismos de todas las funciones gubernamentales: el monopolio de la fuerza física y el cobro de impuestos. Ciertamente, estas reglas no se elaboraron de la noche a la mañana. Hubo combates y choques esporádicos entre los partidarios de los diversos sectores hasta por lo menos mediado el siglo XVIII, pero el miedo a que uno de los grupos contendientes y sus seguidores hiriera físicamente o aniquilara a los otros fue desapareciendo poco a poco. El pacto de no pelear para acceder al gobierno y a sus recursos de poder por medios violentos sino sólo conforme a las reglas convenidas, por medio de palabras, votos y dinero, comenzó a estar en vigor. No hay que dejar de advertir que este acuerdo también entrañaba un equilibrio de tensiones moderadamente inestable entre los diversos grupos. Un factor importante en la transición a tan complicado esquema de acuerdos fue que ninguna de las partes rivales, ni siquiera el rey, disponía del irrestricto control de un ejército establecido.

Llevó tiempo resolver el problema central que siempre ha sido, y continúa siendo, el obstáculo a salvar cuando se pasa de un periodo de violencia entre diversos grupos de interés a un régimen en el que los conflictos se resuelven por vías institucionales no violentas. El problema es siempre el mismo: cómo superar el temor y la sospecha recíprocos de que los adversarios, una vez alcanzados los puestos de gobierno y con los recursos del poder a su disposición, dejen de jugar conforme a las reglas convenidas, intenten permanecer en el poder infringiendo tales reglas y utilicen los recursos gubernamentales para debilitar o eliminar a sus rivales. Cómo y por qué los grupos sociales que antes se habían amenazado unos a otros con utilizar la violencia física, o que la habían utilizado de hecho en sus luchas por conseguir el dominio, dejaron de hacerlo en general durante la primera mitad del siglo XVIII, cómo y por qué un régimen parlamentario que posibilitaba los cambios de gobierno por medios pacíficos y conforme a reglas establecidas empezó a funcionar con regularidad considerable y casi sin regresiones, son problemas que no es necesario explorar en este contexto. Pero no se debe dejar de señalar el hecho en sí. Es importante hacer notas la peculiar forma que en la Inglaterra de este periodo asumió el acceso a los puestos de gobierno y el control de sus principales fuentes de poder —los monopolios de la fuerza física y de la tributación fiscal. Estamos acostumbrados a denominar «pluralismo» o «gobierno parlamentario» a esta forma de gobierno. Pero estas manidas palabras pueden ocultar fácilmente el problema central que hay que resolver para que tal régimen funcione: el problema de la transición no violenta de un gobierno a otro conforme a las reglas convenidas. ¿Cómo inducir en caso necesario a los miembros de un gobierno a que abandonen conforme a estas reglas los enormes recursos de poder que el mando presidencial puso a su disposición?, ¿cómo estar seguros de que acatarán las reglas pese a los grandes recursos militares y financieros que pueden capitanear en tanto que controlan los monopolios centrales del Estado?

El desarrollo y el funcionamiento relativamente estable de un régimen parlamentario pluripartidista en Inglaterra durante el siglo XVIII, tras un periodo de encarnizada lucha civil, resolvió este problema. La institucionalización gradual del régimen parlamentario representó un empuje pacificador muy considerable. Exigía el nivel de autorrestricción más elevado que se necesita para que todos los grupos implicados renuncien resueltamente a utilizar la violencia aun cuando las reglas acordadas estipulan que los adversarios pueden ocupar el gobierno y gozar de sus frutos y sus recursos de poder. A duras penas puede considerarse casual que los pasatiempos relativamente más violentos y menos regulados de las clases terratenientes se transformaran en los pasatiempos relativamente menos violentos y más detalladamente regulados que dieron a la expresión «deporte» su significado moderno en el mismo periodo en que esas clases sociales renunciaban a la violencia y aprendían a autorrestringirse en la forma más elevada exigida por el modo parlamentario de controlar y especialmente cambiar los gobiernos. De hecho, tampoco las propias luchas parlamentarias carecían de las características de los deportes; ni faltaban en estas batallas parlamentarias verbales y pacíficas las oportunidades de experimentar una tensión-emoción agradable. En otras palabras, hubo afinidades evidentes entre el desarrollo y la estructura del régimen político inglés en el siglo XVIII y la deportivización de los pasatiempos de las clases altas de Inglaterra en el mismo periodo.

Al igual que la transformación del Parlamento desde fines del siglo XVII y principios del XVIII, la de los pasatiempos practicados por las clases altas en el siglo XVIII reflejó un problema concreto característico de todos los cambios que estaban ocurriendo en la estructura del país en general. Se trataba de un problema cada vez más patente a medida que progresaba la pacificación, que aumentaba la necesidad de autoimponerse restricciones, sobre todo en las clases terratenientes políticamente más poderosas de Inglaterra, y a medida que el aparato social para la prevención de la violencia ilegal —un aparato controlado en gran medida por los propios miembros de estas clases— perdía eficacia. Sin el aumento de la seguridad que de este modo se proporcionaba, sin los avances habidos en la pacificación interna, el crecimiento económico y el desarrollo del comercio no habrían podido llegar muy lejos. La pacificación y la comercialización, juntas, contribuyeron y exigieron una mayor reglamentación en la conducta personal de los individuos y no sólo en sus negocios y ocupaciones. Esta tendencia hacia el ordenamiento más estricto de la conducta estaba sostenida no sólo por controles externos, sino también por autocontroles socialmente inducidos[163]. En el siglo XVII, con la excepción quizá de la Comunidad de Naciones de Cromwell, la cultura, los ideales y las normas de conducta de los cortesanos y ciudadanos estaban aún, pese a algunos puntos de enlace, marcadamente separados. Exagerando un poco, podría decirse que por un lado estaban los buenos modales sin moral y, por otro, la moral sin buenos modales. A principios del siglo XVIII las dos tradiciones comenzaron a acercarse la una a la otra. El intento de Addison y Steele por reconciliar a las dos fue sólo la manifestación de una tendencia más amplia. No sólo los ciudadanos sino también las clases hacendadas, la aristocracia y la gentry, sintieron el efecto de las presiones que las restricciones sobre el uso de la fuerza física y la presión por una reglamentación mayor de la conducta imponían sobre los individuos en un país políticamente más estable y con un rápido proceso de comercialización.

No obstante, con la tendencia hacia una mayor reglamentación la vida fue haciéndose más monótona. Las condiciones que propiciaban la emoción individual fuerte, sobre todo la emoción socialmente compartida que podría llevar a la pérdida del autocontrol, se hicieron entonces más raras y menos tolerables desde el punto de vista social. El problema radicaba en cómo dar a los individuos la oportunidad de experimentar plenamente la excitación agradable que parece ser una de las necesidades más elementales de los seres humanos sin los consiguientes peligros sociales y personales para otros o para uno mismo, y a pesar de una formación de conciencia pronta a suprimir muchas formas de emoción que, en épocas anteriores, habían sido fuente de gratificación placentera así como de revueltas, daños y sufrimientos humanos. ¿Cómo, en una sociedad cada vez más reglamentada, podía garantizarse a los seres humanos una cantidad suficiente de excitación agradable como experiencia compartida sin el riesgo de desórdenes socialmente intolerables y sin causarse daño unos a otros? En Inglaterra, una de las soluciones a este problema fue, como vimos, el nacimiento de unos pasatiempos bajo la forma que conocemos como «deportes». La modalidad inglesa de la caza de zorros sólo fue un ejemplo, entre otros, de esta transformación, pero muestra vividamente una temprana fase en la solución de ese problema. En este aspecto, fue tremendamente significativo el cambio ocurrido al pasar del interés en la victoria al interés aún mayor en la prolongada emoción placentera de la lucha. Posteriormente, este cambio halló expresión en la famosa ética deportiva según la cual lo importante no era ganar sino participar. Los cazadores de zorros aún podían herir y matar realmente aunque sólo delegando tal función y sólo a animales. Otras modalidades de deporte, como el criquet y el fútbol, muestran cómo se resolvió el problema en los casos en que todos los participantes eran seres humanos.

Deporte y ocio en el proceso de la civilización
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