VII
Ya se puede visualizar mejor la relación entre las actividades recreativas y no recreativas como un fluctuante equilibrio de tensiones. En las esferas de la vida altamente rutinizadas y bien reguladas donde la función «para nosotros» o «para ellos» domina sobre la función para uno mismo, damos cumplimiento a las exigencias de largo plazo impuestas por nuestras complejas sociedades y, en consecuencia, también por nosotros mismos. Pero lo hacemos a costa de diversas necesidades inmediatas y espontáneas y de su satisfacción. No decimos a nuestro jefe, nuestro cliente, ni siquiera a nuestro subordinado cuánto nos desagradan, cuánto los despreciamos o detestamos. Tampoco decimos a nuestra secretaria, nuestra compañera de otro departamento, nuestra cliente, agente de bolsa o de seguros cuánto nos gustan, lo atractivas que son y lo que nos gustaría salir con ellas. Son mil y una maneras de mantener a raya nuestras emociones. Y por una excelente razón. Si todo el mundo aflojara o perdiera el control, el entramado de nuestra sociedad se vendría abajo y todas las prolongadas satisfacciones que obtenemos de ella en términos de comodidad, salud, variedad de opciones de consumo y de satisfacciones recreativas y muchos otros privilegios de los que se carece en países menos desarrollados —y que nosotros a menudo no sentimos como tales— se perderían.
Nos hemos acostumbrado a creer, sin precisar más en modo alguno el modelo de relación, que la compensación por las relaciones de tipo impersonal que prevalecen en los sectores más altamente rutinizados de nuestra vida social nos la proporciona la familia. Hasta cierto punto, esto es probablemente correcto. La familia puede proporcionar equilibrios emocionales que contrarresten la relativa represión emocional exigida sobre todo en la vida ocupacional de las personas. De hecho, si consideramos la relativa pérdida de funciones que la familia como institución ha sufrido durante los procesos de urbanización e industrialización, podemos añadir que ha ganado otras al convertirse en uno de los agentes sociales para la satisfacción de las necesidades instintivas y emocionales de las personas en una sociedad en la que estas, fuera de la vida familiar, están más controladas que en otros tipos de sociedades. Sin embargo, hay muchas pruebas de que la familia por sí sola no basta para satisfacer todas esas necesidades severamente restringidas en otros campos. Una de las razones es que en nuestras sociedades la propia vida familiar se ha rutinizado mucho también y, aunque constituye un locus social para la relajación socialmente aprobada de las restricciones que mantienen a raya nuestros impulsos, es necesario asimismo reconocer que, debido particularmente a la mayor igualdad de poder entre los sexos y las generaciones, ha producido nuevas clases de restricciones y nuevos tipos de tensión. Otra razón es el hecho de que, en el marco de la familia, la función compensadora —es decir la satisfacción de impulsos y emociones que ella proporciona— se asocia con un compromiso muy fuerte y casi ineludible. Este compromiso consta de tres niveles. De los tres, un anillo de boda es el típico de la mayoría de los compromisos en las sociedades más desarrolladas. Los esposos en su relación mutua, los padres en relación con sus hijos, están comprometidos unos con los otros por todo tipo de presiones sociales, sin descartar las de los vecinos, los amigos y las de la ley. Los esposos están comprometidos entre sí y con sus hijos, como decimos, por el «sentido de la responsabilidad», en otras palabras, por propia conciencia. También, en algunos casos, están comprometidos el uno con el otro emocionalmente por el afecto mutuo y quizá por el amor que se tienen. Es muy poco lo que sabemos sobre el modo en que estos tres niveles de compromiso familiar se afectan uno al otro. Con frecuencia se supone que son necesarios los dos primeros para que pueda formarse, o durar, el tercero de ellos. Si fuésemos sinceros con nosotros mismos diríamos que ignoramos casi todo sobre la naturaleza de la unión emocional duradera entre los miembros de una pareja. Aun cuando la satisfacción sexual tiene un papel en ella —y esto es característico del modo en que estamos hechos los seres humanos—, tan prolongada unión es muy diferente en su naturaleza del breve acto sexual. En teoría, apenas hemos comenzado a arañar la superficie en nuestra exploración de la naturaleza y las condiciones del compromiso emocional duradero entre dos seres humanos. Si es mutuo, constituye probablemente una de las experiencias humanas más satisfactorias, pero hay que matizar esta afirmación pues, en lo que respecta al problema del amor, resulta extremadamente difícil pasar del ideal a la realidad. Igualmente, apenas hemos comenzado a explorar la relación entre los efectos de las presiones institucionales sobre el compromiso emocional y el compromiso por propia conciencia. Incluso alcanzar esta etapa de clarificación conceptual ha resultado difícil. Si pudiéramos ir un poco más adelante, si supiéramos más sobre la interdependencia funcional de estos tres niveles de compromiso en la familia, estaríamos en situación de enfrentar y dominar las cambiantes condiciones de la vida familiar más realistamente de lo que podemos hoy. No obstante, como quiera que sea, ahora comprendemos mejor la peculiar naturaleza del ocio como espacio en el que, comparado con la familia, se puede obtener gratificación emocional sin ninguno de estos compromisos, mientras que en aquella puede hallarse otro tipo de compensación emocional pero sólo ligada a compromisos emocionales y de otras clases.
Si no se hace referencia al hecho de que las actividades recreativas no demandan obligatoriamente ningún compromiso, no pueden entenderse correctamente las funciones que realizan en la vida de las sociedades industrializadas. Las satisfacciones instintivas y emocionales proporcionadas en el seno de la familia van de la mano de fuertes restricciones normativas e institucionales. Por ser de larga duración, estas satisfacciones suelen rutinizarse en cierta medida.
Las satisfacciones personales están parcialmente subordinadas a la consideración hacia otras personas, que son, a su vez, quienes proporcionan tales satisfacciones. Las satisfacciones recreativas están muchísimo más confinadas al momento. Son altamente transitorias. Al mismo tiempo, ofrecen la posibilidad de contrarrestar las restricciones emocionales, la ausencia comparativa de estimulación emocional que puede expresarse abiertamente, característica de los principales sectores de actividad de la gente en sociedades más diferenciadas por otro tipo de actividad cuya función primordial es la de proveer placer por y para uno mismo. Pueden contrarrestar las restricciones emocionales normales sin ningún otro compromiso que el que el individuo esté dispuesto a aceptar voluntariamente en un momento dado. Pero esta misma ausencia de compromiso, combinada con un alto grado de estimulación emocional, las cuales, juntas, confieren a muchas actividades recreativas las características a las que nos referimos con el término «juego», plantea problemas específicos.
Ya hemos aludido al hecho de que, en todas las sociedades más o menos bien ordenadas, las situaciones que estimulan emociones fuertes son tratadas con desconfianza, especialmente por los responsables de mantener el orden. Lo antes dicho sobre la naturaleza de las emociones como fuerzas vectoriales de acción explica esta tendencia. Bajo la influencia de sentimientos poderosos, los individuos tienden a actuar de una manera que ni ellos pueden controlar y que, por tanto, también para los guardianes del orden público puede resultar difícil de controlar. En cualquier sociedad y particularmente en una altamente compleja en la que ha de mantenerse la ensambladura de las actividades mediante largas cadenas de interdependencias, por esa misma razón todas las áreas están generalmente cercadas por regulaciones y sanciones con el fin de impedir que el estímulo de las emociones se nos vaya de las manos. Ya hemos mencionado el modo en que la mayoría de las sociedades aúnan la legitimación de la satisfacción sexual y otras satisfacciones emocionales dentro del marco de la familia con un entrenamiento socializador, con creencias, con restricciones y prohibiciones directas que contrarresten los peligros que para los demás puede tener la liberación de las fuerzas instintivas y emocionales en una persona. Quizá no siempre se comprende plenamente que en lo que respecta a las actividades recreativas se plantean los mismos problemas. Ya hemos dicho que en muchas de ellas está presente como característica central un elemento de riesgo, un «jugar con fuego». A primera vista, puede parecer que el riesgo sólo lo corre quien participa en una determinada actividad —el riesgo de perder la apuesta para el que juega a ello, el de las carreras de coches para el que conduce. Pero no acaba aquí la historia. Las actividades recreativas, como hemos tratado de demostrar, constituyen un enclave en el que, hasta cierto punto, pueden relajarse los controles emocionales, estimularse la excitación y expresarse abiertamente. Pero en las sociedades tan bien reguladas como la nuestra, la legitimación de cualquier disminución del autocontrol entraña riesgos no sólo para las personas que participan en ellas directamente sino también para otras, para el «buen orden» de la sociedad. Al investigar el desarrollo del fútbol, por ejemplo, descubrimos que en la Edad Media los reyes y las autoridades de los pueblos trataron durante siglos de acabar con los partidos de fútbol, entre otras razones porque casi invariablemente terminaban con derramamiento de sangre o, si se jugaban en las calles del núcleo urbano, por lo menos con innumerables cristales rotos[114]. La incapacidad de las autoridades para lograr poner fin a todo esto se debió en gran parte al hecho de que la gente obtenía mucho placer en la emoción del juego, en el debilitamiento de las restricciones. Simplemente, la organización para el control por parte del Estado no fue lo bastante eficaz para contrarrestar la atracción que la exaltación emocional del juego ejercía sobre los jugadores.
Hoy, la eficacia del poder restrictivo del Estado es mucho mayor, y hay que recordar precisamente este aumento para comprender algunas de las características estructurales y de los problemas recurrentes que presentan las actividades recreativas en nuestra época. El equilibrio de tensiones entre el deseo de estimulación emocional por parte de quienes participan en actividades recreativas y las autoridades estatales que los vigilan para que este relajamiento del control no provoque daño alguno ni a quienes buscan el ocio ni a los demás, es una característica tan fundamental de la organización y la conducta de las actividades recreativas de hoy como de las sociedades medievales que hemos mencionado. Pero el hecho de que el control por el Estado haya aumentado su eficacia con respecto al pasado no deja de tener consecuencias para estas actividades. Por el momento, bástenos señalar que la necesidad de un alto grado de regulación parece haber motivado una tendencia mayor hacia la sofisticación y sublimación de las respuestas emocionales que las instituciones recreativas tienen el fin de provocar. De ningún modo puede entenderse el aspecto mimético de las ocupaciones recreativas de nuestro tiempo sin tomar en cuenta el hecho de que muchas, aunque no todas, pese a lo que pueda parecer, ya no están llamadas a satisfacer necesidades emocionales instintivas en su forma más elemental sino series complejas de demandas afectivas en las que entra en juego una mezcla de sentimientos compuestos. Por otra parte, el hecho de que el control por el Estado sea ahora mucho más eficaz significa asimismo que su funcionamiento es más uniforme y predecible. A menudo opera solamente como un «vigilante en los extremos», confiando en gran parte en el autocontrol de los vigilados. Muy fragmentarios serán todos los análisis sociológicos de las actividades recreativas que no tomen en cuenta el hecho de que dos de los tres niveles de compromiso antes mencionados con respecto a la familia también desempeñan el papel de marco de control en las actividades recreativas.