V. EL FÚTBOL POPULAR EN GRAN BRETAÑA DURANTE LA EDAD MEDIA Y A PRINCIPIOS DE LA EDAD MODERNA
Norbert Elias y Eric Dunning
EN FUENTES inglesas que datan desde aproximadamente el siglo XIV, encontramos referencias razonablemente fidedignas a un juego de pelota llamado «fútbol», pero la igualdad de nombres no garantiza lo más mínimo que se trate del mismo juego[164]. Todo lo que sabemos acerca del modo en que se jugaba apunta a un tipo de juego muy distinto. La mayoría de las referencias al fútbol en fuentes inglesas medievales proceden de las prohibiciones oficiales del juego en los edictos de reyes y autoridades civiles o de los informes sobre los procesos judiciales contra personas que habían quebrantado la ley por jugar pese a estas prohibiciones oficiales. Nada más revelador sobre la clase de juego que entonces se practicaba bajo el nombre de fútbol que los constantes y, en general, aparentemente fallidos esfuerzos de las autoridades estatales y locales por suprimirlo. Debía de ser un juego salvaje, acorde con el temperamento de la gente en aquella época. La impotencia comparativa de las autoridades encargadas de mantener la paz de la región es extremadamente útil para perfilar la diferencia entre la posición de las autoridades estatales y locales vis-à-vis los ciudadanos y, sobre todo, entre la eficacia de la maquinaria social para hacer cumplir las leyes en un Estado medieval y en uno moderno.
Una de las primeras prohibiciones del juego tuvo lugar en Londres, en una proclama de 1314 dada a conocer en nombre del rey Eduardo II por el lord alcalde. A la letra, dice:
Proclamación decretada para la Preservación de la Paz… Dado que el rey nuestro señor parte a tierras de Escocia, a la guerra contra sus enemigos, y nos ha ordenado de manera especial mantener estrictamente su paz… Y dado que se producen grandes alborotos en la Ciudad debidos a ciertos tumultos ocasionados por los numerosos partidos de fútbol en los campos públicos, de los cuales muchos males pueden llegar a surgir —Dios no lo permita— ordenamos y prohibimos, en nombre del rey, bajo pena de encarcelamiento, que tal juego sea practicado de aquí en adelante dentro de la Ciudad[165].
Una orden de 1365, del rey Eduardo III a los alguaciles de la ciudad de Londres, ilustra asimismo cuánto desaprobaban las autoridades estos anárquicos pasatiempos. A sus ojos, constituían evidentemente una pérdida de tiempo así como una amenaza para la paz, y deseaban encauzar las energías del pueblo por canales que ellos consideraban más provechosos. Querían que la gente se entrenase en el uso de las armas militares en lugar de entregarse a estos juegos salvajes. Pero, al parecer, el pueblo, ya entonces, prefería sus juegos a los ejercicios militares:
A los Sherriffes de Londres. Orden de proclamar que todo varón con plenas facultades físicas de la mencionada ciudad, los días festivos en que esté ocioso utilice en sus deportes arcos y flechas o perdigones y proyectiles… prohibiéndoles bajo pena de encarcelamiento mezclarse en el lanzamiento de piedras, palos y tejos, balonmano, balompié… u otro juegos vanos sin valor; pues los habitantes del reino, nobles y sencillos, solían en otro tiempo practicar el mencionado arte en sus deportes, y con la ayuda de Dios ganaban honor para el reino y ventaja para el rey en sus acciones de guerra; pero ahora el dicho arte está casi completamente en desuso y el pueblo se ocupa en los juegos antes dichos y en otros juegos deshonestos, derrochadores o vanos, por lo que el reino se quedará probablemente sin arqueros[166].
Con todo lo salvajes y bulliciosos que eran los tradicionales juegos de pelota, al pueblo le gustaban. El tira y afloja con las autoridades a propósito de estos pasatiempos continuó con breves interrupciones durante siglos. Las razones de la autoridad para oponerse a estos deportes varían. El peligro que representaban para el orden público y el hecho de que competían con el entrenamiento militar en el tiro con arco son algunas de las más destacadas.
La siguiente lista ofrece una selección de estos edictos y puede dar idea de la frecuencia con que eran promulgados. Esto indica la relativa incapacidad de las autoridades en aquella etapa de desarrollo de la sociedad inglesa para hacer cumplir de una vez por todas la prohibición legal de lo que hoy tal vez llamaríamos una forma de «conducta desviada». Al aplicar este término a las violaciones de la ley en una época distinta, podemos ver con más claridad que, sociológicamente hablando, el concepto de «conducta desviada» es totalmente inadecuado. La recurrencia de determinadas clases de infracciones legales implica no tanto un fracaso accidental o arbitrario de los individuos cuanto una incapacidad de la sociedad organizada como Estado para permitir que las necesidades individuales sean canalizadas de un modo a la vez socialmente tolerable e individualmente satisfactorio.
Edictos
1314 | Eduardo II | Londres |
1331 | Eduardo III | Londres |
1365 | Eduardo III | Londres |
1388 | Ricardo II | Londres |
1409 | Enrique IV | Londres |
1410 | Enrique IV | Londres |
1414 | Enrique V | Londres |
1424 | Jacobo 1 de Escocia | Perth |
1450 | Halifax | |
1454 | Halifax | |
1457 | Jacobo II de Escocia | Perth |
1467 | Leicester | |
1471 | Jacabo II de Escocia | Perth |
1474 | Eduardo IV | Londres |
1477 | Eduardo IV | Londres |
1478 | Londres | |
1481 | Jacabo III de Escocia | Perth |
1488 | Leicester | |
1572 | Londres | |
1581 | Londres | |
1608 | Manchester | |
1609 | Manchester | |
1615 | Londres |
Pese a parecer una conducta antisocial a los ojos de las autoridades, en muchas partes del país y a lo largo de los siglos fue un pasatiempo favorito del pueblo divertirse jugando al fútbol, hubiera o no huesos rotos y narices ensangrentadas. Como se ve, el aparato estatal para la observancia forzosa de tales edictos era tan rudimentario como su capacidad para hallar otras salidas recreativas igualmente satisfactorias para los ciudadanos. Algunas personas fueron multadas o enviadas a prisión por participar en estos desenfrenados juegos. Quizás en algunos lugares la costumbre decayó temporalmente. En tal caso, continuó viva en otras regiones. El emocionante juego, como tal, nunca desapareció.
Aún se conservan informes de numerosos procesos judiciales contra los transgresores. Dos de tales informes, que datan de los años 1576 y 1581, pueden bastar para mostrar lo que ocurría cuando la gente de aquella época jugaba con una pelota de cuero, si bien, por desgracia, no muestran con detalle en que consistía el juego entonces:
… Que en dicho día, en Ruyslippe, condado de Midd., Arthur Reynolds, agricultor (con otros cinco), todos de Ruyslippe, lugar antes mencionado, Thomas Darcye, de Woxbridge, labrador hacendado (con siete más, cuatro de los cuales eran agricultores, uno sastre, uno talabartero, otro rico labrador), todos siete del Woxbridge antes mencionado, con desconocidos malhechores hasta en número de ciento se reunieron ilegalmente y jugaron un cierto juego prohibido llamado fútbol, a causa del cual ilícito juego hubo entre ellos una grande pendencia, que pudo resultar en homicidios y graves accidentes.
La necropsia, realizada por el médico forense en Southemyms, condado de Midd., ante el cuerpo de Roger Ludford, hacendado, allí yacente, (…) con el veredicto de los jueces (…) que Nicholas Martyn y Richard Turvey, hacendados rurales, se hallaban el día tercero de los corrientes, entre las tres y las cuatro de la tarde, jugando con otras personas al fútbol en el campo denominado Evanses Feld, en Southemyms, cuando el referido Roger Ludford y un tal Simon Maltus, de la referida parroquia, hacendado, llegaron al terreno de juego, y que Roger Ludford gritó tíralo por encima del seto, indicando que se refería a Nicholas Martyn, quien replicó ven y hazlo tú mismo. Que al punto Roger Ludford corrió hacia el balón con la intención de patearlo, tras lo cual Nicholas Martyn con su antebrazo derecho y Richard Turvey con su antebrazo izquierdo asestaron un golpe a Roger Ludford en la parte delantera del cuerpo, debajo del pecho, propinándole un golpe y una contusión mortal de la que murió en menos de un cuarto de hora, y que Nicholas y Richard de esta forma criminal asesinaron al mencionado Roger[167].
Varios otros informes muestran el constante tira y afloja entre el pueblo que se aferraba a sus violentas costumbres y las autoridades que trataban de erradicarlas o cambiarlas. Así, un documento fechado el 10 de enero de 1540, dado a conocer por el alcalde y la corporación de Chester, menciona que era costumbre en aquella ciudad que el Martes de Carnestolendas los zapateros retasen a los fabricantes de paños a un partido con una «ball of letter [leather], caulyd a foutbale»: «pelota de cuero llamada fútbol». El alcalde y la corporación condenaron con los términos más fuertes a estas «mal dispuestas personas» que tan gran inconveniencia causaban en la ciudad. Y trataron de introducir las carreras a pie vigiladas por el alcalde, con qué éxito no lo sabemos[168].
Una orden que prohibía el fútbol, promulgada en Manchester en 1608 y repetida casi literalmente un año después, muestra con mucho el mismo cuadro. Leemos en ella acerca del grave perjuicio hecho por un «grupo de personas lascivas y desordenadas al practicar el ilícito ejercicio de jugar con pelota de cuero en las calles». La orden menciona el enorme número de cristales rotos, las ofensas a otros conciudadanos y las numerosas great inormyties cometidas[169].
Quizá sea útil añadir al menos un ejemplo no relacionado con el fútbol a fin de mostrar, de manera general, la facilidad relativamente mayor con que se aflojaban las restricciones en la Inglaterra medieval y, por tanto, la facilidad con que las personas, dentro de su propio país o pueblo, actuaban con violencia en sus relaciones unas con otras:
Habiendo decidido el Rey viajar fuera del país en 1339, comisionó al alcalde, regidores y comunidad de Londres para que mantuvieran la paz en la ciudad durante su ausencia y los invistió con el poder de sancionar con la pena debida y rápida a todos los malhechores y perturbadores de la paz en la dicha ciudad[170]. Poco tiempo después de la partida del Rey estalló una riña entre el gremio de peleteros y el de vendedores de pescado que terminó en una violenta refriega callejera. El alcalde con sus ayudantes se apresuró a llegar al lugar del alboroto y aprehendió a varios perturbadores de la paz, tal como lo demandaban su puesto y su deber; pero Thomas Hounsard y John el Cervecero, con algunos de sus compinches, se resistieron a la autoridad de los magistrados y no sólo rescataron a los malhechores sino que Thomas, desenvainando la espada violentamente, atacó a Andrew Aubrey, el alcalde, y trató de abatirlo; entretanto, el referido John hirió lastimosamente a uno de los agentes de la ciudad. Tras la pelea fueron detenidos y llevados sin demora a la Casa Consistorial, donde fueron encausados y juzgados ante el alcalde y los regidores y, habiéndose confesado culpables, fueron condenados a morir y, conducidos inmediatamente a West Cheape o Cheapside, fueron decapitados. Este acto de soberanía del alcalde fue tan oportuno para la conservación de la paz en la ciudad y para impedir los alborotos y desafueros tan frecuentes en aquellos días… que dio gran satisfacción al Rey, quien de su propia mano, con fecha 4 de junio’15, Eduardo III en la Torre, no sólo perdonó al alcalde por decapitar a las referidas bandas sino que además aprobó y confirmó al mismo[171].
Las crónicas de la Inglaterra medieval, como las de las otras sociedades medievales, describen numerosas escenas como esta. Si se desconoce la frecuencia de los estallidos de violencia no institucionalizada durante la Edad Media no es posible entender las formas más institucionalizadas, una de las cuales era el fútbol[172]. Las peleas semiinstitucionalizadas entre grupos locales preparadas de antemano para determinados días del año, sobre todo para los días de los santos y las fiestas de guardar, eran comunes como parte del tipo de vida tradicional en las sociedades medievales. Jugar con un balón de cuero era una de las maneras de concertar tales peleas. Era de hecho uno de los rituales acostumbrados una vez por año en estas sociedades tradicionales. Recordar esta institución nos ayuda a ver cómo vivían desde una perspectiva mejor. Los encuentros de fútbol y otros parecidos no eran en aquel tiempo simples trifulcas accidentales. Constituían una actividad recreativa restauradora del equilibrio y profundamente tejida en la trama y urdimbre de la sociedad. Puede parecemos un sinsentido que año tras año la gente se complicara en una pelea los días de los santos y festivos. Es evidente que nuestros antepasados, que se hallaban en una fase distinta del proceso civilizador, la vivían como una providencia perfectamente obvia y obviamente placentera.
Hoy en día, la gente, preocupada por los desagradables aspectos de la vida en las grandes ciudades y por las desventajas de vivir en una sociedad masificada, mira de vez en cuando con nostalgia hacia atrás, a los tiempos en que casi todo el mundo vivía en comunidades pequeñas parecidas por su conformación y estructura social a lo que llamaríamos aldeas grandes o ciudades comerciales pequeñas. Había excepciones naturalmente, de las cuales tal vez Londres sea el ejemplo más destacado. Pero, incluso en los textos sociológicos, cuando se habla del modo de vida de estas sociedades «tradicionales» o «populares» persiste la idea de que estaban permeadas por fuertes sentimientos de «solidaridad». Lo cual fácilmente puede interpretarse, y de hecho ocurre muy a menudo, como si las tensiones y los conflictos fuesen menos fuertes y hubiese más armonía dentro de dichas sociedades que la que hay en las nuestras[173]. La dificultad con el uso de tales categorías no radica en que sean incorrectas sino en que todos los términos generales como «solidaridad», aplicados a sociedades distintas, tienden a confundir al lector. Diversas clases de instituciones y de conducta que parecen ser incompatibles en las sociedades industriales contemporáneas no son de ninguna manera igualmente incompatibles a los ojos de personas acostumbradas a vivir en sociedades de otro tipo. Nuestra lengua, por tanto, cuando la aplicamos a otras sociedades refleja nuestras propias distinciones, que quizá no puedan aplicarse a sociedades en una fase diferente de desarrollo. Así, el término «solidaridad» evoca en nosotros la impresión de unidad permanente, amistad y ausencia de luchas. «Al estar íntimamente comunicados unos con otros, cada miembro [de una sociedad popular tradicional] recaba el asentimiento de todos los demás», como dijo un autor[174]. Efectivamente, a menudo se observan expresiones de «compañerismo» fuerte y espontáneo en sociedades tradicionales. Pero tales expresiones de lo que podríamos conceptualizar como una fuerte solidaridad eran perfectamente compatibles con enemistades y odios igualmente poderosos y espontáneos. Lo característico en verdad, al menos en las sociedades rurales tradicionales de nuestra Edad Media, era la fluctuación mucho mayor de los sentimientos de que la gente era capaz entonces y, con ella, la inestabilidad relativamente mayor de las relaciones humanas en general. Aunado a la menor estabilidad de las restricciones interiorizadas, la fuerza de las pasiones, la viveza y la espontaneidad de las acciones emotivas eran mayores en los dos sentidos: en el de la amabilidad y la prontitud para ayudar asi como en el de la rudeza, la insensibilidad y la facilidad para hacer daño. Esta es la razón por la que términos como «solidaridad», «amistad íntima», «compañerismo» y otros afines resultan bastante inadecuados para descubrir atributos de las sociedades populares preindustriales. Sólo muestran una cara de la moneda.
Incluso muchas tradiciones institucionales tenían una «doble cara» en el sentido que nosotros damos al término, pues permitían la expresión de la unidad y solidaridad íntimas y la expresión de la hostilidad igualmente íntima e intensa, sin dar la más mínima impresión de que los participantes mismos viesen nada contradictorio o incompatible en estas fluctuaciones.
El fútbol del Martes de Carnaval, un enfrentamiento ritualizado y, según lo que sabemos, bastante salvaje entre grupos vecinos, constituye un sorprendente ejemplo de esta compatibilidad entre actividades con fuerte carga emocional que parecen incompatibles según los cánones hoy en vigor. Como hemos visto, las autoridades civiles intentaron, desde muy pronto y durante largo tiempo sin mucho éxito, suprimir estos desenfrenados y belicosos juegos. Pero no se entenderá plenamente el gran poder de supervivencia de tales costumbres si sólo se las ve como juegos en el actual sentido del término. El fútbol en la Edad Media formaba parte de un ritual tradicional. Pertenecía a la ceremonia del Martes de Carnaval, que era en cierto modo un ceremonial religioso y estaba estrechamente ligado a todo el ciclo de días de santos y fiestas de guardar. También en este aspecto, una diferenciación que para nosotros es casi evidente por sí sola: la diferenciación entre actividades religiosas y civiles en la sociedad medieval, no había alcanzado entonces la etapa en que se halla en las sociedades contemporáneas. De vez en cuando leemos que todo lo que la gente hacía en la Edad Media estaba «profundamente sumergido en la religión». El mismo escritor ha llegado incluso a decir que se puede expresar «la esencia de una sociedad popular tradicional aplicándole el término “sociedad sagrada[175]”». Esta clase de declaraciones pueden dar fácilmente la impresión de que todo lo que se hacía en estas sociedades tenía el tenor de solemnidad fervorosa y altamente disciplinada que prevalece en los servicios religiosos de hoy, cuando la verdad es que en la Edad Media incluso los servicios religiosos eran a menudo más ruidosos, menos disciplinados y mucho menos distantes de la vida cotidiana de la gente de lo que lo son en nuestro tiempo. Por otra parte, esta, la vida diaria, para bien o para mal, estaba más permeada que hoy por la creencia en la proximidad de Dios, del diablo y de los diversos asistentes de ambos —santos, demonios, espíritus de todas clases, buenos o malos—, sobre los que esperaban influir con distintos rezos así como con prácticas de magia, blanca o negra. Igualmente, en lo que respecta a este campo la aplicación de términos abstractos como «religioso» o «laico», que para nosotros son como alternativas excluyentes, bloquea la comprensión de un tipo de vida que se aviene a nuestra norma de diferenciación institucional y conceptual en actividades religiosas y actividades laicas o civiles. Si tuviésemos que expresar con nuestras palabras de hoy ese menor grado de diferenciación, podríamos decir sólo que, en las sociedades de la Edad Media, las actividades seglares eran más religiosas y las actividades religiosas más laicas que en las sociedades contemporáneas.
Lo mismo es válido para el juego del fútbol que se practicaba en aquel periodo. Había en él potencial para una gran dosis de solidaridad pero también de conflicto y lucha. Las fricciones entre comunidades vecinas, gremios locales, grupos de hombres y de mujeres, jóvenes casados y solteros más jóvenes aún, eran casi siempre endémicas. Si los ánimos se exaltaban, estas fricciones podían desde luego convertirse en lucha abierta. Pero en la sociedad medieval, a diferencia de la nuestra, había ocasiones tradicionales en las que algunas de estas tensiones entre grupos de una misma comunidad o entre comunidades de pueblos vecinos podían expresarse en forma de peleas sancionadas por la tradición y también, probablemente, durante un tiempo considerable, por la Iglesia y los magistrados locales. Uno tras otro, los antiguos informes revelan que los enfrentamientos entre representantes de los grupos vecinales, con o sin pelota de cuero, formaban parte de un ritual anual. Uno se imagina que los integrantes más jóvenes de tales grupos ardían en deseos de pelear y, a menos que la tensión estallara antes de tiempo, aguardaban con placentera expectación la llegada del Martes de Carnaval o de cualquier otro día del año asignado para tales combates públicos. A lo largo de todo este período, jugar al fútbol constituía una válvula de escape para las constantes tensiones entre grupos locales. El hecho de que tal juego formase parte de un ritual tradicional no impedía que uno u otro bando inclinara las tradiciones en favor propio cuando su enemistad hacia el bando contrario subía lo bastante de tono. En el año 1579, por ejemplo, un grupo de estudiantes de Cambridge fue, como era costumbre, a la aldea de Chesterton a jugar al «foteball». Fueron, se nos dice, pacíficamente y desarmados, pero los habitantes de Chesterton habían escondido en secreto unos palos en el porche de su iglesia. Una vez iniciado el partido, buscaron camorra metiéndose con los estudiantes, sacaron los palos, se los rompieron en la cabeza a los estudiantes y les propinaron tal paliza que estos hubieron de atravesar el río para poder huir. Algunos de ellos pidieron al alguacil de Chesterton que mantuviese la «paz de la Reina», pero él formaba parte del grupo que jugaba contra ellos y, de hecho, acusó a los estudiantes de haber sido los primeros en romper la paz[176].
Este es un buen ejemplo del modo en que era utilizado el fútbol como oportunidad para saldar viejas deudas. Si hablamos de tradiciones, de reglas y rituales, estas palabras pueden evocar fácilmente la imagen de instituciones reguladoras con un funcionamiento bastante estricto e impersonal, pues esa es la connotación de tales términos en nuestra época, Pero si los utilizamos al hablar de las sociedades medievales, no debemos perder de vista el hecho de que las instituciones normativas a que se refieren —incluido lo que denominamos «tradiciones»—, si bien la gente se aferraba a ellas entonces más que nosotros a las nuestras, también dependían mucho más en su funcionamiento real de los variables sentimientos personales y de las pasiones del momento. Esto explica por una parte la extraordinaria tenacidad con que los ingleses de la Edad Media celebraban sus juegos de Martes de Carnaval año tras año, de la misma manera, pese a todas las proclamaciones de los reyes y amenazas de los magistrados locales, mientras que al mismo tiempo se permitían romper las convenciones tradicionales cuando se exaltaban sus sentimientos y hacer alguna travesura a sus oponentes, como ocurrió en Chesterton.
Un informe procedente del Castillo de Corfe, en Dorsetshire, y fechado en 1553 muestra con mayor detalle algunos aspectos de la clase de ritual tradicional representado por un juego de fútbol. La asociación de Marmolistas o Canteros Libres jugaba anualmente con un balón de cuero como parte de toda una serie de ceremonias de carnaval. Primero eran elegidos los oficiales de la asociación, luego se iniciaba a los aprendices. Cada miembro que se hubiera casado el año anterior pagaba un «chelín por matrimonio», que confería a su esposa el derecho a tener aprendices que trabajasen para ella en caso de muerte del marido. Ahora bien, el último hombre en casarse estaba eximido del pago de ese chelín, A cambio, debía aportar un balón de cuero. Luego, al día siguiente, Miércoles de Ceniza, la pelota era llevada al señor del feudo y a este se le entregaba una libra de pimienta como pago habitual por un antiguo derecho de vía que la asociación reivindicaba. Una vez entregada la pimienta, sus miembros jugaban un partido de fútbol en el terreno para el cual reivindicaban este derecho[177]. Un ejemplo como este, y hay muchos más, muestra claramente que en aquella época nadie veía ninguna incongruencia en el hecho de que un juego salvaje y desenfrenado fuese parte habitual de un ritual solemne. Las solemnidades oficiales y las celebraciones tumultuosas se traslapaban a menudo como cosa natural.
Estrechamente relacionada con el tenor menos impersonal de todas las actividades y con los niveles más altos de la emotividad espontánea estaba una peculiar variabilidad de las costumbres tradicionales, incluidos los juegos. Los modos de vida tradicionales estaban profundamente arraigados en las personas. En parte, porque muchas situaciones de tensión y conflicto que hoy se regulan formalmente por un código unificado de leyes discutidas y ejecutadas en tribunales relativamente impersonales, estaban entonces aún sujetas con frecuencia a decisiones altamente personales en el contexto del grupo local. En cambio, el derecho consuetudinario, las tradiciones no escritas, si bien ejercían hasta cierto punto funciones reguladoras similares a las de las leyes escritas de nuestro tiempo, en modo alguno eran tan inmutables como hoy, a distancia, parecen ser. Podían cambiar ya de manera imperceptible, si cambiaban las relaciones internas del grupo, ya quizá de forma más pronunciada debido al impacto de las guerras, luchas civiles, epidemias y demás sucesos que con frecuencia sacudían en profundidad la vida de las comunidades medievales. La gente, entonces, desarrollaba nuevas costumbres y pronto llegaba a considerarlas como sus tradiciones, fuesen o no idénticas a las que poseían antes de los disturbios. En la Edad Media, la mayor parte de estas tradiciones populares se transmitía de una generación a otra por medio de la palabra. Eran tradiciones orales. La mayoría de la gente no sabía leer ni escribir. No existía la costumbre de asentar por escrito regla alguna referente a los juegos como el fútbol. Los hijos jugaban como sus padres o, en el caso de transtomos sociales, como ellos creían que sus padres habían jugado.
Dada la ausencia de normas escritas y de organizaciones centrales que unificasen la manera de jugar, las referencias al fútbol halladas en los documentos medievales, en contraposición con las referencias en los documentos de nuestra época, no implican que lo que se jugaba con pelota de cuero en diferentes comunidades fuese el mismo juego en todas ellas. El modo de jugar de la gente dependía de las costumbres locales, no de reglas comunes en todo el país. La organización del juego era mucho menos rígida que hoy, la espontaneidad emocional de la confrontación, mucho mayor; las tradiciones del enfrentamiento físico y las escasas restricciones —impuestas por la costumbre, no por reglas formales altamente elaboradas que requieren un elevado índice de entrenamiento y autocontrol— determinaban la manera de jugar e imponían un cierto aire de familia a todos estos juegos. Las diferencias entre los juegos conocidos con nombres muy distintos no eran necesariamente tan marcadas como las que existen hoy entre los diferentes deportes. No es improbable que la razón primordial por la cual los documentos medievales se referían a algunos de estos juegos locales con el nombre de «fútbol» mientras otros eran conocidos por nombres diferentes, fuese el hecho de que se jugaban con instrumentos distintos. Así, vemos que, en general, las referencias al fútbol son literalmente referencias a una clase específica de balón y sólo a un tipo de juego, dado que otra clase de pelota o instrumento de juego podría dictar en general una distinta manera de jugar. De hecho, algunos documentos medievales hablan de jugar con un balón de cuero, «con un fútbol», no de «jugar al fútbol[178]». Y, por lo que se ve, la pelota que llamaban «fútbol» tenía esto en común con la utilizada en los partidos de fútbol de hoy: se trataba de la vejiga de un animal, inflada y forrada a veces, no siempre, de cuero. Comunidades rurales de todo el mundo han recurrido a este invento para proporcionarse diversión. Su uso está registrado ciertamente en casi toda la Europa medieval. Si tiene la elasticidad adecuada y no es demasiado pequeña ni demasiado grande, esta vejiga de animal inflada, embutida o no en una pieza de cuero, probablemente se preste mejor a ser pateada que una pelota compacta de menor tamaño. Pero no hay razones para suponer que el fútbol medieval sólo era impulsado con los pies ni, igualmente, que el «balonmano» lo fuese sólo con la mano. Insisto: la razón principal de tales diferencias en los nombres de estos juegos quizá se deba simplemente al hecho de que se jugaban con pelotas distintas en forma y tamaño, o con palos u otros instrumentos parecidos. Porque las características elementales: el juego concebido como lucha entre grupos distintos, el franco y espontáneo disfrute de la batalla, el desenfreno tumultuoso y el nivel relativamente alto de violencia física socialmente tolerada, eran, por lo que se ve, siempre las mismas. Igual que lo era la tendencia a romper las reglas acostumbradas, fueran cuales fuesen, siempre que los jugadores se viesen movidos por las pasiones. Consiguientemente, dado que todos estos juegos eran muy parecidos en algunos de sus aspectos, podemos lograr una vivida impresión de la manera en que la gente jugaba con un balón de cuero —de lo cual no contamos con informes verdaderamente detallados— leyendo los escasos informes más amplios que nos han llegado de este periodo acerca de otros juegos, aunque en ellos no se empleara en realidad un fútbol sino otros instrumentos.
Uno de estos informes más prolijos, que bien merece la pena leerse, es el de un juego de Cornwall que aún tenía el familiar nombre de hurling, un antiguo juego parecido al fútbol. El informe muestra brillantemente cómo en las sociedades de la Edad Media las costumbres y reglas tradicionales eran tomadas con mucho menos rigor, de manera mucho más personal e informal que las reglas e incluso las costumbres y tradiciones de nuestro tiempo.
El texto habla por sí mismo. Ninguna paráfrasis puede emular la impresión del juego y de la atmósfera que comunica:
Hurling
El nombre «hurling» viene de hurl, lanzar, arrojar, en este caso una pelota, y es de dos clases, en el oriente de Cornwall a las porterías, y en el oeste al campo abierto.
Lanzamiento a las porterías.
En el hurling con porterías hay 15, 20 o 30 jugadores más o menos, escogidos para formar cada bando, que se desprenden de sus ropas hasta quedar con las prendas más ligeras y luego se toman de las manos alineándose en dos filas una frente a otra. Sale uno de cada fila y se abrazan formando parejas, y así han de jugar, por parejas, cada uno de los dos observando al otro mientras dure el juego.
Después de esto, escogen dos setos que haya sobre el terreno a una distancia de unos dos metros y medio o tres el uno del otro; y directamente enfrente de ellos, a 65 ó 70 metros, otro par de setos con la misma separación entre ellos, a los cuales denominan porterías. Se echan a suertes y mediante esta operación se asigna una de ellas a un equipo y la otra al equipo contrario. Para guardarlas, se designa a dos de los jugadores que mejor sepan detener la pelota; el resto pasa a ocupar el espacio medio entre las dos porterías, donde alguien indistintamente arroja hacia arriba el balón y quienquiera que logre cogerlo e introducirlo en la meta de sus adversarios habrá ganado el juego. Pero en esto precisamente consiste uno de sus trabajos de Hércules, pues una vez que está en posesión de la pelota, tiene a su jugador contrario que con él formó pareja a pocos centímetros de distancia e intentando asir el balón. El otro arremete contra su pecho, con el puño cerrado, para mantenerlo a distancia, a lo cual llaman Embestida, y no es poca la virilidad que para hacerlo invierten en ello.
Si logra escapar del primero, otro toma el tumo y luego un tercero, y no lo dejan hasta que, habiendo recibido (como dice el francés). Chaussera son pied, o bien toque el suelo con alguna parte de su cuerpo, en la lucha o bien grite Alto; que es la palabra de rendición. Debe entonces lanzar la pelota («Saque» se llama esta jugada) a alguno de sus compañeros, quien cogiéndola al vuelo con la mano, se aleja también corriendo como antes; y si su suerte o su agilidad son tan buenas como para sacudirse o dejar atrás a sus contrarios que le aguardan, en la meta encuentra a uno o dos hombres frescos listos para recibirlo y mantenerlo alejado de ella. Es por tanto un partido muy desventajoso o un accidente extraordinario lo que hace que se pierdan muchos goles; sea como fuere, obtiene mejor reputación el bando que proporciona más caídas en los lanzamientos, mantiene en su poder la pelota durante más tiempo y presiona a su contrario más cerca de su propia portería. A veces una persona escogida de cada bando efectúa el saque del balón.
Los jugadores de hurling están obligados por el cumplimiento de numerosas leyes, como la de que deben lanzarse sobre un hombre de uno en uno y no acometer dos jugadores a uno solo al mismo tiempo; que el que va por la pelota no debe embestir ni sujetar con fuerza al otro por debajo de la cintura; que quien tiene el balón debe embestir únicamente en el pecho a los otros; que no debe sacar el balón hacia adelante, es decir, que no puede lanzarlo a ninguno de sus compañeros de equipo que se encuentren más próximos a la meta que él mismo. Por último, si al efectuar el saque del balón alguno del otro bando logra atraparlo en el aire, entre o antes de que el otro lo recoja, este jugador gana el mismo tanto para su equipo, el cual pasa directamente de ser defensor a agresor, en tanto el contrario desciende a ser defensor. La menor infracción de estas leyes supone para los jugadores de hurling una justa causa de pelea, pero únicamente con los puños; y ninguno de entre ellos busca vengarse por tales agravios o daños, sino que todos por igual juegan de nuevo. Estos partidos de hurling son los que más a menudo se estilan con motivo de las bodas, donde por lo general los invitados del lugar se encargan de enfrentarse a todos los que llegan de fuera.
Hurling a campo abierto.
Este juego a campo abierto es más difuso y confuso, como sujeto que está a sólo unas cuantas reglas como estas: en general son unos dos o pocos más caballeros quienes preparan el partido cuando se comprometen a que en determinado día festivo traerán a un lugar indistinto a los feligreses de dos, tres o más parroquias de la zona este o sur para jugar al hurling contra otros tantos de parroquias del norte o del oeste. Las metas son o las mansiones de esos caballeros o algunos pueblos o aldeas situados a cinco o seis kilómetros de distancia, los cuales son elegidos por cada bando según la proximidad de sus moradas. Cuando se reúnen, no se equipara el número de jugadores ni se contrasta a los hombres: sólo se lanza al aire una pelota de plata y el equipo que logre atraparla y llevarla, por su fuerza o pericia, hasta el lugar que se le ha asignado, obtiene la pelota y la victoria. Quienquiera que tenga en su poder esta pelota se ve perseguido generalmente por el bando adversario; y este no lo dejará hasta que (sin ningún respeto) el portador sea derribado a la bendita tierra de Dios: el cual jugador, una vez producida la caída, queda incapacitado para retener la pelota por más tiempo; la arroja por tanto (con el mismo riesgo de ser interceptada que en el otro juego de hurling) a algún compañero suyo situado más adelante que él, quien se aleja por su parte de igual manera. En cuanto se ve dónde está la pelota en juego, se da noticia a los compañeros, gritando «¡atención, al este!» «¡atención, al oeste!» etc., según el rumbo de quien la lleva.
Los jugadores emprenden luego su camino sobre colinas, valles, setos, zanjas; sí, y por entre cualesquiera arbustos, zarzas, lodazales, charcos y ríos; de modo que a veces se verán 20 ó 30 metidos en el agua luchando, trepándose unos sobre otros y arañándose con tal de conseguir la pelota. Un juego (en verdad) a la vez rudo y duro y que como tal, sin embargo, por no estar falto de sistemas, recuerda en cierto modo las acciones bélicas, pues habrá compañías desplegadas por una parte para hacer frente a quienes vienen con la pelota y, por otra, para socorrerlos, a modo de primera línea de combate. Además, otras tropas se sitúan a los lados, como alas, para ayudar o detener su huida; y donde va la pelota misma parecen trabarse las dos batallas principales; los de paso más lento, que vienen rezagados, ofrecen el espectáculo de una retaguardia: sí, también hay hombres a caballo colocados a ambos lados (como si se tratase de una emboscada) y listos para partir al galope con la pelota si pueden hacerse con ella. Pero no deben robar así la palma de la victoria pues por muy deprisa que galope alguno de ellos, será detenido sin duda al rodear algún arbusto, en un cruce de caminos, un puente o en aguas profundas, que (por la configuración del terreno) saben que habrán de toparse con algo así necesariamente: y si su buena fortuna no lo protege bien, él pagará el precio de su robo con su propio cuerpo y el de su caballo derribados por tierra. A veces todo el grupo que lleva la pelota se sale doce o trece kilómetros de la ruta directa, la cual ha de seguir siempre. Otras veces, tras haberla robado, un hombre a pie, lo mejor para escapar inadvertido de todos, la llevará en dirección completamente opuesta y llegará finalmente a la meta después de un gran rodeo. Conocida al momento la victoria, todo ese bando se agrupa allí con gran alborozo: y si ese lugar es la casa de un caballero, le entregan la pelota como trofeo y beben además toda su cerveza hasta que se acaba.
En este juego, puede compararse la pelota a un espíritu infernal: pues quien la atrapa sale disparado como un loco, luchando y peleando contra quienes van a sujetarlo, y tan pronto como la pelota se aleja de él, este traspasa su furia al siguiente en recibirla mientras él se vuelve tan pacífico como antes. No es fácil para mí decidir si debo recomendar más este juego por la hombría y el ejercicio, o condenarlo por el alboroto y los perjuicios que causa; pues si por un lado proporciona fuerza, resistencia y agilidad a sus cuerpos e infunde valor a sus corazones para enfrentarse al enemigo, también, por otro, va acompañado de numerosos peligros, algunos de los cuales siempre les tocan en suerte a los jugadores. Como prueba de esto, cuando el hurling ha terminado, se les ve retirarse a sus casas como quien regresa de una dura batalla, con la cabeza abierta, huesos rotos y dislocados, y con tales heridas que hacen menguar sus días; sin embargo, todo es buen juego y jamás un fiscal o regente se preocupó por el asunto[179].
Descripciones como esta son de enorme utilidad para formarse una idea razonablemente clara de las características distintivas —de la «estructura» diferente— de los juegos en una etapa anterior del desarrollo de la sociedad inglesa, la correspondiente a fines de la Edad Media y principios de la Edad Moderna. Útiles asimismo para arrojar luz sobre las diferencias que existían en la estructura más amplia de la sociedad inglesa en aquella etapa de su desarrollo. En algunos aspectos, una tradición de juego popular como la descrita aquí debe de haberse visto afectada por una característica muy influyente de la sociedad británica, si bien no es posible discernir exactamente de qué manera. Sólo los estudios comparativos de otras sociedades y de la estructura de sus juegos podría confirmamos algo en este sentido. El juego popular, como hemos visto en estos párrafos, refleja una relación muy específica entre propietarios de tierras y campesinos. Como hemos podido comprobar, los propios señores se ocupaban de organizar los juegos y fungir como patrocinadores. El juego antes relatado, con todo lo brutal y desordenado que pueda parecemos, no es sólo un juego entre aldeanos y gente de la ciudad, sin referencia alguna a las autoridades que, según las normas de aquel tiempo, pudiesen poner el alto a lo que entonces parecía una violencia excesiva. Como es sabido, una característica de la pauta de desarrollo social en estas islas es, por un lado, que la población rural integrada por campesinos en diversos niveles de servitud se transformó en una población rural de campesinos más o menos libres; y por otro lado, que junto a la clase de terratenientes nobles surgió una clase de hombres propietarios de tierras que carecían de títulos nobiliarios, una clase cuyos miembros eran sólo «caballeros», gentlemen. Este, hasta donde se puede deducir, es el marco social del juego que hemos visto: un entretenimiento local para una población de campesinos más o menos libres, patrocinado por los terratenientes del lugar, quienes a menudo, aunque quizá no siempre, no eran personas de la nobleza. Si alguien resultaba con algún hueso roto en el transcurso del juego; si quizás alguien moría ocasionalmente debido a las lesiones recibidas en el juego; si, en resumen, todo esto infringía las leyes del rey y era desaprobado por sus representantes, los habitantes del lugar, tanto campesinos como miembros de la gentry, disfrutaban con el juego y se burlaban de esas leyes sin ningún reparo. Aún se escucha el matiz de socarronería en las palabras de Carew cuando hablaba de duras batallas, cabezas abiertas y huesos rotos —y sin embargo «jamás un fiscal o regente se preocupó por el asunto». Se trataba de una tradición local. Tanto los campesinos como la gentry tenían toda la intención de conservarla y de divertirse con ella.
Su violencia de ningún modo era, sin embargo, implacable ni falta de toda ley. De hecho, había ya, como hemos podido saber por este relato, «leyes» habituales o, para decirlo con más precisión, reglas. Ya existía un rudimentario sentimiento de lo que con el tiempo se llamó «juego limpio» y, con toda probabilidad, este peculiar marco social de campesinos relativamente libres y terratenientes de clase media tuvo algo que ver en ello. En la lucha entre el jugador que llevaba el balón y sus oponentes, las «leyes» estipulaban que estos sólo podían atacarlo de uno en uno, no dos a la vez. Otra ley decretaba que los jugadores no debían pegarse por debajo del cinturón: el pecho era el único blanco legítimo. Sin embargo, aparte de los propios jugadores no existía organización formal que garantizase el cumplimiento de las leyes. No había ningún árbitro en caso de disputa. En cierto sentido, esta manera de jugar muestra un aspecto de la vida social de las primeras comunidades difícil de entender si se desconoce este contexto. Como hemos visto antes, suele decirse de ellas que, comparadas con las nuestras, estaban más estrechamente integradas o que tenían un especial sentido de la solidaridad. No obstante, estas comunidades campesinas tenían sus conflictos, bien dentro de ellas, bien con comunidades vecinas, y su manera de solucionarlos era considerablemente más violenta por regla general de lo que lo fue en una etapa posterior. El fútbol y otros juegos populares constituían, como hemos visto, un camino para liberarse de la tensión. Pero el hecho de que no existieran reglas escritas o autoridades centrales ni árbitros para supervisar a los jugadores o disminuir conflictos no significaba que la gente jugase sin atenerse a ninguna regla en absoluto. Las reglas tradicionales, las reglamentaciones dictadas por la costumbre, que —ya lo hemos visto— se desarrollaron a lo largo de los siglos como una especie de autocontrol comunitario, ocuparon el lugar que hoy ocupan nuestras normas institucionales más elaboradas y a menudo razonadas más detalladamente, y bien puede ser que los miembros de aquellas primeras sociedades se aferrasen a sus tradiciones y, entre ellas, a los escasos frenos habituales de las tensiones y los conflictos con la tenacidad que conocemos precisamente porque perderlas había significado a menudo perder una parte muy esencial de las restricciones contra sus propias pasiones que entonces tenían a su alcance. En caso de ruptura de estas restricciones impuestas por la costumbre, los hombres de aquel tiempo no tenían a nadie salvo a sí mismos para tener vigilados a los infractores. Encontramos aquí una democracia muy incipiente —una especie de democracia aldeana—. La forma de castigar a quienes incumplían las «leyes» del juego es, como describe Carew, un paradigma a pequeña escala de esta democracia campesina autorreguladora, con una supervisión de agentes oficiales externos relativamente pequeña. Considerando nuestras normas, da la impresión de que esta forma de impedir que la gente rompiese las reglas habituales no podía producir muy buenos resultados. Cualquier incumplimiento de las normas era casi siempre, como relata Carew, una ocasión más para pelear de forma bastante violenta —y probablemente con pocas prohibiciones en cuanto a lo que se podía o no hacer.
Asimismo, por la descripción de Carew es posible ver con bastante claridad que las tradiciones de lo que hoy son dos deportes distintos y aparentemente inconexos aún eran parte de un modelo indiferenciado de juego en algunos de estos juegos populares ancestrales. El hurling contenía de hecho elementos de un juego de pelota por un lado y de un combate sin armas fingido o actuado por el otro. En dicho juego, todos los participantes y espectadores aceptaban con naturalidad, como elemento normal del juego y como parte de la diversión, el hecho de que la gente incurriera en alguna clase de combate físico. No obstante, en las sociedades de tipo «medieval» incluso el combate cuerpo a cuerpo seguía una tradición normativa gracias a la cual era posible la mutua sincronización de los movimientos de los combatientes y una cierta limitación de los daños que estos se infligían unos a otros. En Cornwall, durante la época de este juego llamado hurling, un tipo de lucha ficticia y de exhibición llamado lucha grecorromana constituía aún uno de los principales entretenimientos para los habitantes de la localidad. Los luchadores comunes y corrientes se proclamaban localmente unos a otros los mejores y más famosos del país. No es de extrañar, por tanto, que las técnicas de la lucha también desempeñasen un papel en el juego de hurling. Uno de los factores a tomar en cuenta antes de determinar qué bando ganaba el juego era, como relata Carew, el número de «fracasos» (falles) que cada uno ocasionaba al bando contrario; y «dar un fracaso», tumbar al contrario y hacerle tocar el suelo con el hombro de un lado y el talón del lado contrario era, de hecho, uno de los principales objetivos del hurling. La habilidad y el éxito logrado en esto realzaban la reputación de los equipos locales. Resulta fácil imaginar que, finalizado el juego, los equipos y las comunidades a las que representaban discutieran acerca de quién venció a quién en este aspecto y que no pocas veces se enfrascarían de nuevo en otra pelea a causa de ello.
Ni siquiera en el «hurling con porterías», que era la variedad del hurling más regulada de las descritas por Carew, los criterios para asignar la victoria estaban tan claramente definidos ni eran tan predecibles como lo es el triunfo en los deportes de nuestro tiempo, ya que este último está relacionado en general con algún sistema de medición inequívoco, tales como el gol, el tanto o la carrera [en béisbol]. En un juego popular tradicional como el hurling, la elección del ganador, como se vio en la descripción de Carew, era mucho menos precisa y regulada y, en cierto modo, esto revela el carácter distintivo que separa estos juegos tradicionales de los deportes modernos en general. Ni siquiera a principios del siglo XVI las sociedades europeas eran aún sociedades de «medición». Lo más importante a observar es sin embargo que, aun cuando comparado con nuestros deportes, el hurling, incluido su componente de lucha grecorromana, estaba mucho menos regulado, no era en modo alguno un juego completamente anárquico. Nuestro vocabulario conceptual no está aún lo suficientemente desarrollado ni nuestra percepción convenientemente capacitada para permitimos distinguir con claridad y precisión entre distintos grados y tipos de reglamentación. Está claro que si estudiamos con cuidado y comparativamente otros juegos populares de nuestra sociedad y de sociedades diferentes que se encuentren en un nivel comparable de desarrollo social, podremos obtener resultados muy positivos en este aspecto.