II
Desde la publicación de mi ensayo «La génesis del deporte como problema sociológico», que invita a reflexionar sobre el origen del deporte en Inglaterra, se me ha solicitado con frecuencia que aporte más información sobre el tema. Para responder a tal solicitud presenté una breve respuesta preliminar en el ensayo sobre la caza de zorros incluido en este volumen, y ahora aprovecho la oportunidad que me brinda esta introducción para ofrecer al menos un breve apunte de uno de los aspectos centrales de la relación entre el desarrollo de los pasatiempos calificados como deportes y el desarrollo de la estructura de poder en la sociedad inglesa. Servirá además para ilustrar de la mejor manera uno de los principales objetivos de este volumen: demostrar que los estudios del deporte que no son estudios de la sociedad son estudios fuera de contexto. La especialización cada vez mayor ha contribuido a hacer creer que los términos «deporte» o «sociedad» denotan ámbitos con una identidad propia. Hay especialistas en el estudio del deporte, especialistas en el estudio de la sociedad, especialistas en el estudio de la personalidad, y otros muchos especialistas…, cada grupo trabajando, por así decirlo, en su propia torre de marfil. Ni dudar que, dentro de sus límites, cada grupo ha realizado investigaciones importantes por sus resultados, pero son muchos los problemas que no pueden abordarse sólo dentro de los confines de una sola especialidad. Buen ejemplo de ello es la relación existente entre el desarrollo de la estructura de poder en la Inglaterra del siglo XVIII y el desarrollo de los pasatiempos que adquirieron las características de deportes.
En esencia, el surgimiento del deporte como forma de lucha física relativamente no violenta tuvo que ver con un desarrollo relativamente extraño dentro de la sociedad en general: se apaciguaron los ciclos de violencia y se puso fin a las luchas de interés y de credo religioso de una manera que permitía que los dos principales contendientes por el poder gubernamental resolvieran completamente sus diferencias por medios no violentos y de acuerdo con reglas convenidas y observadas por ambas partes.
Los ciclos de violencia son figuraciones formadas por dos o más grupos, procesos de ida y vuelta que atrapan a dichos grupos en una situación de miedo y desconfianza mutuos, en los que cada grupo asume como un hecho natural que sus miembros podrían ser heridos o incluso muertos por el otro grupo si este tuviera la oportunidad y los medios para hacerlo. Tal figuración de los grupos humanos tiene en general un fuerte ímpetu propio en ascenso. Puede terminar en un estallido de violencia particularmente virulento que lleve a la victoria de uno u otro bando. Puede concluir con el debilitamiento acumulativo o con la destrucción recíproca de todos los participantes.
En Inglaterra comenzó un ciclo de violencia, siempre que pueda decirse que un ciclo así comenzó en una fecha determinada, en 1641, cuando el rey Carlos I, secundado por algunos de sus cortesanos, penetró en la Cámara de los Comunes para apresar a algunos diputados opuestos a sus deseos. Los diputados lograron escapar pero el intento por parte del rey de utilizar la violencia provocó la violencia del otro bando. Así se inició un proceso revolucionario en el curso del cual el Rey fue ejecutado por los puritanos. El cabecilla de estos, Cromwell, ocupó el lugar del Rey y, aunque después de la muerte de Carlos I su hijo fue restaurado en el trono y se realizaron intentos para atemperar el odio, el miedo y la desconfianza de muchos miembros de las clases altas hacia los puritanos de clase media y baja, el ciclo de violencia cobró fuerza, si bien de forma menos virulenta y explosiva. Los puritanos derrotados no sólo vieron perjudicada su situación legal sino que fueron con mucha frecuencia hostigados, perseguidos y, a veces, violentamente atacados. Su situación se convirtió en un fuerte incentivo para emigrar a las colonias americanas. Quienes permanecieron en el país, los «Disidentes» ingleses, aprendieron a vivir a la sombra de su pasado revolucionario.
Sus posibilidades de acceder al poder habían disminuido sobremanera pero muchos miembros de las clases altas propietarias de tierras continuaron considerándolos como posibles conspiradores de rebelión.
Si intentamos descubrir por qué la moderación de la violencia en los pasatiempos, que es una característica distintiva del deporte, apareció por vez primera entre las clases altas de Inglaterra durante el siglo XVIII, no podremos dejar de analizar el desarrollo de las tensiones y de la violencia que afectaron a esas clases en la sociedad en su conjunto. Cuando un país ha atravesado ciclos de violencia —sirvan de ejemplo las revoluciones—, se necesita un largo tiempo para que los grupos implicados lleguen a olvidarlos. Tal vez se sucedan muchas generaciones antes de que los grupos antagonistas vuelvan a confiar el uno en el otro suficientemente para vivir en paz juntos y permitir, si son miembros de un solo Estado, que funcione adecuadamente un régimen parlamentario. Pues un régimen así plantea exigencias muy concretas a quienes lo constituyen y no es fácil satisfacer tales demandas. No obstante, casi siempre se asume que lo es. Tiende a creerse que para todos los tipos de sociedades es fácil adoptar y mantener la democracia en el sentido de un régimen multipartidario, sea cual sea el nivel de las tensiones que lo sacudan o la capacidad de sus miembros para tolerar las tensiones. De hecho, se necesitan condiciones especiales para que tal régimen madure y se perpetúe. Es frágil y sólo podrá funcionar en tanto estas condiciones existan en el conjunto de la sociedad. Si las tensiones sociales se acercan al umbral de la violencia o lo rebasan, todo régimen parlamentario está en riesgo de sucumbir. En otras palabras, su funcionamiento depende de que el país pueda o no monopolizar la violencia física, mantener estable la pacificación social interna. Esa estabilidad, empero, depende hasta cierto punto del nivel de restricción que individualmente tengan las personas que conforman estas sociedades. Por si esto fuera poco, ese nivel no es igual en los miembros de todas las sociedades humanas. Puede decirse, en términos generales, que los miembros de las sociedades más antiguas tienen un umbral de violencia más bajo que los de las sociedades más tardías. Y aun entre los últimos, se observan diferencias considerables en la capacidad para tolerar tensiones como parte de lo que a menudo se denomina el «carácter nacional». Dado que las tensiones continuas constituyen una parte integral de cualquier régimen parlamentario, en el que se libran numerosas batallas no violentas según reglas firmemente establecidas, el nivel de tolerancia a las tensiones como parte del habitus social de un pueblo tiene que afectar de alguna manera el funcionamiento de un régimen de tal naturaleza.
En este sentido, hay cierto grado de afinidad entre un régimen parlamentario y los juegos deportivos. Esta afinidad no es accidental. Ciertos tipos de actividades recreativas, entre ellos la caza, el boxeo, las carreras y algunos juegos de pelota, se convirtieron en deportes y, de hecho, así fueron llamados por primera vez, en Inglaterra durante el siglo XVIII, es decir, justamente cuando las antiguas asambleas nacionales, la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes, que representaban a secciones pequeñas y privilegiadas de la sociedad, se convirtieron en el principal campo de batalla en el que se decidía quién debía formar gobierno. Entre las principales exigencias de un régimen parlamentario tal como surgió en Inglaterra en el mencionado siglo, estaba la disposición de toda facción o partido en el gobierno a traspasar de buen grado las funciones gubernamentales a sus oponentes sin recurrir a la violencia si así lo exigían las reglas del juego parlamentario, por ejemplo cuando un importante voto en el Parlamento o unas elecciones generales se oponían a la continuidad de dicho grupo o facción en el gobierno. Esta regla básica sólo tenía posibilidades de cumplirse en tanto la hostilidad y el odio de los grupos contendientes entre sí en el país y de sus representantes en el Parlamento no se acercara ni rebasara el umbral de la violencia. Para ceder pacíficamente a un grupo rival o enemigo los inmensos recursos de poder que el mando gubernamental ponía en manos de quienes lo ocupaban era imprescindible tener una gran confianza en ese grupo; había que tener la absoluta seguridad de que, una vez en el poder, los contrarios no obrarían con venganza, que los rivales o enemigos no utilizarían los medios oficiales para incriminar a quienes antes ocuparon los puestos gubernamentales, para hostigarlos ni amenazarlos, obligarlos al exilio, encarcelarlos o asesinarlos.
A fines del siglo XVII, algunos destacados personajes como el marqués de Halifax, significativamente llamado «el Conciliador», trataron de cerrar las heridas, atemperar la desconfianza, el miedo y el odio dejados por la revolución puritana, especialmente por la ejecución del rey, y asimismo por los reiterados intentos de los Estuardo y sus seguidores de imponer en Inglaterra un régimen despótico similar al de Luis XIV en Francia, en el cual fue virtualmente abolida la influencia de las asambleas nacionales. En los primeros años del siglo XVIII aún estaban muy vivos el temor y el odio enormes engendrados por los violentos sucesos del siglo anterior. Todavía se asociaba a los disidentes puritanos con la rebelión y la dictadura, a los reyes Estuardo y sus seguidores jacobitas con los intentos de establecer un régimen absolutista y católico. Entre los dos extremos se levantaba el caballón del grupo nacional más poderoso, los terratenientes del Reino Unido, que habían llegado a adueñarse de ambas cámaras del Parlamento. Pero había divisiones entre ellos. Como era de esperarse en una situación así, los Whigs o liberales, conducidos por una aristocracia inmensamente rica de reciente ascendencia, mantenían una oposición más firme, una mayor enemistad hacia los aspirantes Estuardo, mientras mostraban mayor indulgencia con los Disidentes. El grupo de los Tories o conservadores, constituido en su mayor parte por familias adineradas sin títulos de nobleza, casi todas mucho más antiguas que las grandes familias aristocráticas de los Whigs pero con propiedades mucho más pequeñas, era más implacable en su hostilidad hacia los Disidentes y se sentía en cambio más ligado sentimentalmente a la dinastía Estuardo. No obstante, hasta ellos rechazaban las inclinaciones absolutistas y católicas de los Estuardo de manera tan radical como los Whigs.
Así pues, la división política principal habida en Inglaterra durante el siglo XVIII fue la que se dio entre facciones de los grupos propietarios de tierras, entre los Whigs y los Tories, rivalidad no nacida del antagonismo entre clases sociales distintas con estilos de vida diferentes o diferentes fines sociales e intereses económicos. Este hecho desempeñó, sin duda, un papel significativo en la transformación de las tradicionales asambleas nacionales en Cámaras del Parlamento en el sentido actual del término y, por ende, en el desarrollo del gobierno parlamentario. En numerosos países del continente europeo hubo a lo largo del siglo XVIII fuertes y abiertas divisiones entre las clases medias urbanas y la nobleza terrateniente. En Francia, un vástago de la primera, la clase constituida por funcionarios públicos que ocupaban los cargos en régimen de propiedad y ios legaban a sus hijos como herencia, encabezada por una «nobleza de oficio» (noblesse de robe) y cuyos componentes conservaban legalmente su calidad de miembros de la Cámara de los Comunes, ocupó el punto medio entre las clases medias dedicadas al comercio y la aristocracia dueña de haciendas. En Inglaterra, la posición similar como grupo intermediario entre los artesanos y comerciantes urbanos por una parte y la aristocracia terrateniente por la otra fue ocupada por la gentry, una clase constituida por personas ricas y bien educadas pero no nobles. Fue esta una formación social única, tan característica del desarrollo y la estructura de la sociedad inglesa como la noblesse de robe lo fue en la estructura y el desarrollo de la francesa. Una clase así, de propietarios no pertenecientes a la nobleza, no podía desarrollarse en Francia, o para el caso, en Alemania, dado que en estos países la propiedad de tierras, ligada en parte a la tradición feudal que aunaba la posesión de grandes extensiones con los servicios de guerra prestados al soberano, o bien estaba reservada a los nobles o bien conllevaba el derecho a los títulos y privilegios de la nobleza. No fue este el caso en Inglaterra.
Resulta innecesario en este punto explicar toda la concatenación de circunstancias que contribuyeron al surgimiento de esta formación social única, la gentry inglesa. Pero, si no es tomada en cuenta, no será posible entender cabalmente la naturaleza del proceso de pacificación experimentado en Inglaterra durante el siglo XVIII y que estuvo estrechamente ligado al surgimiento en este país tanto del gobierno parlamentario como de determinados juegos recreativos concebidos como deportes. La existencia de una clase terrateniente sin abolengo y sin escaños en la Cámara de los Lores pero con una nutrida representación en la Cámara de los Comunes, tuvo consecuencias importantes a la hora de repartir las cuotas de poder en el país. En muchos de los países europeos de mayor extensión, los intereses de los propietarios de tierras estaban representados generalmente en la asamblea de los nobles, mientras que la asamblea de los comunes o plebeyos representaba, por lo general, los intereses de los sectores urbanos y, a veces, de los campesinos. En Inglaterra en cambio, debido en parte a la existencia de la gentry, también en la Cámara de los Comunes hallaron considerable representación los intereses de quienes poseían propiedades rústicas. Hacia fines del siglo XVIII, los representantes de la gentry ocupaban dos quintas partes de los escaños en la Cámara de los Comunes. En otra quinta parte se sentaban los hijos de las familias aristocráticas irlandesas, los pares de Irlanda, a quienes legalmente correspondía el estatus de miembros de esta Cámara. En otras palabras, los intereses de los hacendados dominaban no sólo la Cámara Alta sino también la Baja. La completa desaparición del campesinado inglés como clase social se debió en parte al hecho de que, después de Isabel I, los soberanos ingleses nunca tuvieron un poder tan grande como sus equivalentes en los demás países europeos. También contribuyó la menor dependencia de los monarcas ingleses con respecto al campesinado indígena como fuente de reclutamiento para sus ejércitos. En el continente, los gobernantes protegieron hasta cierto punto a sus campesinos contra los nobles que intentaban apropiarse de sus tierras recurriendo al uso de vallados, si bien hubo excepciones. En Inglaterra, la aceleración de este movimiento en la última parte del siglo XVIII y la nueva manera de privatizar las tierras mediante leyes aprobadas en el Parlamento con independencia del Gobierno, reflejaban el interés común que las clases hacendadas, tanto Whigs como Tories, nobles y no nobles, tenían en relación con los grupos de pequeños propietarios, quienes junto con sus familias y tal vez algunos peones, realizaban buena parte de las tareas exigidas por la posesión de la tierra. El duro y constante trabajo manual fue la característica decisiva que distinguía a un campesino dueño de su parcela de un caballero con tierras de cultivo. Demostró a las poderosas clases altas terratenientes que podían aniquilar con éxito al campesinado libre, limitar el poder de los reyes sometiéndolos al control del Parlamento, sojuzgar a los puritanos y mantener cierto grado de autoridad sobre las corporaciones urbanas, incluidas las de la capital. El hecho de que los intereses de los hacendados, los grupos de caballeros y de nobles dueños de fincas rústicas, controlaran no sólo la Cámara de los Lores sino también la de los Comunes, debe verse como un factor de primer orden en la posición de dominio que las clases terratenientes mantuvieron durante la mayor parte del siglo XVIII y los primeros años del XIX. Como fue en el seno de estas clases donde tuvo lugar la transformación de los antiguos pasatiempos en actividades deportivas, ese hecho adquiere relevancia en este contexto. Puede decirse que el surgimiento del deporte en Inglaterra durante el siglo XVIII fue parte integrante de la pacificación de las clases altas de este país.
Lo mismo puede decirse de la transformación que sufrieron las tradicionales asambleas estatales inglesas[58], parecidas en muchos aspectos a las asambleas estatales tradicionales en los demás países, hasta quedar convertidas en un parlamento de dos niveles en el sentido moderno de la palabra y en parte integral, por tanto, del gobierno parlamentario como tal, que entonces casi no tenía parangón en lugar alguno. También el auge de esta forma de gobierno estuvo estrechamente ligado a la fuerte oposición de las clases terratenientes en Inglaterra. Eran numerosas las divisiones entre ellas. La más obvia, la impuesta por las diferencias de rango y de propiedad. Los grandes terratenientes, duques y condes la mayoría de ellos, podían tener más de cuatro mil hectáreas y quizá hasta ocho mil, que les rendían un ingreso superior al de muchos de los soberanos más pequeños del continente y muchísimo mayor que el de los comerciantes ingleses más ricos. En el otro extremo de la escala, los hidalgos rurales poseían quizá cuatrocientas hectáreas o incluso menos y vivían en una gallarda pobreza. Pero todos estaban unidos, no sólo por sus intereses comunes en tanto que señores independientes con propiedades rústicas, sino también por las convenciones de una sociedad basada en la posesión de tierras, por una tradición cultural autóctona que distinguía a las clases dueñas de tierras, nobleza y gentry por igual, de otras clases sociales cuyos integrantes masculinos no eran considerados «caballeros» ni por su rango social ni por sus modales.
Básicamente, esta unidad de las clases hacendadas contribuyó sin ninguna duda a que, en la Inglaterra del siglo XVIII y pese a las enormes divisiones entre ellas —de las cuales fueron las que separaban a los Whigs de los Tories las que tuvieron mayor trascendencia—, desaparecieran gradualmente las graves tensiones del siglo XVII, características de un período de revueltas revolucionarias con sus secuelas de odio y de miedo. Unidas por un código «caballeroso» de sentimientos y conductas, las facciones enemigas aprendieron a tenerse la confianza mutua suficiente para que fuera posible enfrentarse sin violencia en el Parlamento. En el transcurso del siglo XVIII las dos principales facciones dentro de las clases terratenientes de Inglaterra sufrieron cambios en su naturaleza así como en su función. Tanto en los Whigs como en los Tories había miembros de la aristocracia y de la gentry. Sería erróneo atribuir esta división en facciones sociales simplemente a una división basada en sus diferentes rangos y propiedades, pero quizá sea correcto decir que, tradicionalmente, entre los Whigs predominaban los aristócratas mientras que entre los Tories, con la excepción quizá de algunos sirs o barones, eran mayoritarios los caballeros sin alcurnia.
En el siglo XVIII, algunas de las cuestiones que originalmente los habían dividido perdieron importancia o desaparecieron por completo. Con el paso del tiempo, se hizo evidente que los Estuardo nunca regresarían y que la casa Hanover había de mantenerse en el trono. A todas luces, los Disidentes no tenían ni la posibilidad ni la intención de derrocar al gobierno por la fuerza. Poco a poco, las dos principales facciones herederas de las clases altas llegaron a legitimarse e identificarse como representantes de los diferentes principios o filosofías políticas (los predecesores de los programas de partido). En nombre de estos principios, ambas facciones compitieron en el Parlamento por el acceso al gobierno y, en tiempos de elecciones, en todo el país. Y lo hicieron según las reglas convenidas y las exigencias de un caballeroso código de sentimientos y de conducta compartido por los Whigs y los Tories. En aquella etapa, la observancia del Código parlamentario y la del código de caballeros estaban íntimamente entrelazadas.
La familiaridad puede oscurecer a los ojos de las generaciones posteriores el hecho de que la lucha no violenta entre dos grupos esencialmente hostiles por el derecho a constituir un gobierno era algo muy nuevo entonces. Nos encontramos aquí ante un aspecto bastante común del desarrollo social frecuentemente mal interpretado. Por circunstancias a veces fortuitas, los seres humanos pueden llegar a modelos de ordenación institucional u organizativa que, si funcionan bien, en seguida se vuelven tan obvios para los participantes que estos los consideran «naturales», «normales» o, simplemente «racionales». Fue así como los grupos rectores de Inglaterra durante el siglo XVIII se acercaron paulatinamente a algo completamente nuevo —un gobierno de tipo parlamentario— sin percatarse en absoluto de que representaba una novedad.
Durante el primer cuarto del siglo XVIII, hasta 1722 aproximadamente, cuando Robert Walpole se hizo con el control del gobierno, las tensiones se mantuvieron muy altas en Inglaterra. Aún eran muy fuertes y profundos el resentimiento y la desconfianza entre los sectores enemigos de la sociedad inglesa, herencia del turbulento siglo XVII. Los herederos de la revolución puritana, los Disidentes, aunque apenas constituían ya una fuerza política activa, aún cargaban el estigma de su pasado revolucionario. Los caballeros Tories creían que planeaban otra vez el derrocamiento por la fuerza de la monarquía y del gobierno. Por su parte, pese al tiempo transcurrido los Tories no eran del todo capaces de olvidar su asociación con la dinastía de los Estuardo y con los complots, reales o imaginarios, para restaurar por la fuerza a un Estuardo en el trono. A principios del siglo XVIII, los cambios de gobierno de los Whigs a los Tories o de los Tories a los Whigs aún suscitaban el temor a que, una vez en el poder, un determinado gobierno se vengara salvajemente de sus contrarios. Ningún bando podía estar seguro de que el otro no los hostigara, los encarcelara o, con algún pretexto, los asesinara. Así, cuando la reina Ana nombró un gobierno tory, sus miembros tomaron enormes represalias contra sus predecesores Whigs, haciendo todo lo posible por humillar a los principales dirigentes de este grupo. Tras la muerte de la reina unas elecciones llevaron de nuevo al poder a los Whigs. Ahora fueron estos quienes, por su parte, emprendieron con vigor la tarea de hostigar y humillar a sus enemigos Tories. El resultado fue que los principales dirigentes de este grupo huyeron al continente, se unieron al pretendiente Estuardo al trono y empezaron a conspirar para invadir Inglaterra y derribar por la fuerza al gobierno de los Whigs.
Robert Walpole, quien llegó al poder en 1722, comenzó a timonear el barco lejos de la violencia. Poseía en dosis considerables las habilidades diplomáticas y manipuladoras que todo jefe de un gobierno parlamentario necesita y dio un gran empuje a los acontecimientos en esa dirección. Aun así, no dejó en cierto momento de tratar con enorme severidad a un oponente tory. Antes de su llegada al poder, logró con sus amigos enviar al exilio a un líder tory acusándolo de haber participado en una conspiración de los Estuardo. Y sin embargo, unos cincuenta años más tarde, un portavoz de la Cámara de los Comunes amonestaba a los diputados recordándoles que el objetivo de los debates no debía consistir en acentuar las diferencias sino en alcanzar decisiones conjuntas que guiaran la política ministerial[59]. Aún después, Burke justificaba la existencia de diferentes partidos basándose en la necesidad de una oposición formal. Incluso sugirió la posibilidad de organizar la oposición al gobierno en el poder de modo que siempre hubiera un gobierno alternativo a la vista.
En menos de un siglo, dos facciones de las clases altas, los Whigs y los Tories, que en una etapa violenta se habían tratado con rudeza y brutalidad, se transformaron en partidos de las clases altas respaldados por un electorado relativamente pequeño constituido por grupos privilegiados y que se enfrentaban con métodos que, tal vez no excluían la compra de votos y el soborno, pero que no eran violentos en términos generales. Este cambio constituyó un notable ejemplo del empuje civilizador. Parte de él fue la pacificación de las clases altas y, de hecho, la de un extenso sector de la sociedad inglesa. Igualmente lo fue la prosperidad cada vez mayor de las clases altas propietarias de tierras.
Es fácil detectar las manifestaciones de tal empuje. El traspaso pacífico de funciones de un gobierno a otro contrario presuponía un elevado nivel de autocontrol. Lo mismo puede decirse de la buena disposición por parte del nuevo gobierno a no utilizar sus grandes recursos de poder para humillar o destruir a los predecesores hostiles o contrarios. En este sentido, el surgimiento del gobierno parlamentario en Inglaterra durante el siglo XVIII con una rotación sin sobresaltos de grupos rivales y conforme a reglas convenidas, puede servir de lección práctica. Fue uno de esos ejemplos tan poco frecuentes que ilustran cómo un ciclo de violencia, un proceso de doble sentido que envuelve a dos o más grupos humanos en una situación de miedo recíproco a la violencia del otro, se resolvió en una situación de compromiso sin vencedores ni vencidos absolutos. A medida que los dos bandos perdieron la desconfianza mutua y dejaron de recurrir a la violencia y a los métodos asociados con ella, aprendieron y de hecho desarrollaron las nuevas habilidades y estrategias necesarias para la contienda pacífica. Las habilidades militares cedieron el paso a las habilidades verbales del debate, de la retórica y la persuasión, todas las cuales exigían mayor contención y definieron claramente el cambio como un empuje civilizador. Fue este cambio, el aumento de la sensibilidad en relación con el uso de la violencia, el que, reflejado en la conducta social de los individuos, se manifestó asimismo en el desarrollo de los pasatiempos que practicaban. La «parlamentarización» de las clases hacendadas de Inglaterra tuvo su equivalente en la «deportivización» de sus pasatiempos[60].
Como el último, también el primero tuvo aspectos económicos. El auge de la comercialización contribuyó a la prosperidad de los propietarios de tierras más ricos y, en menor medida, a la de los pequeños propietarios, lo cual sirvió igualmente para moderar las pasiones partidarias entre ellos. Pero es un error considerar los aspectos económicos del desarrollo por separado. Es muy dudoso que las clases altas hacendadas de Inglaterra hubiesen aprovechado las oportunidades económicas que el comercio les ofrecía si la lucha por el poder en que estaban enzarzadas contra su rey hubiese tomado un giro diferente, si, al igual que sus homólogos franceses, se hubieran visto sometidas al gobierno de los reyes absolutos y de sus ministros en lugar de elevarse a una situación de igualdad y, más aún, de superioridad en relación con el rey y la Corte en tanto que oligarquía más o menos autónoma. El nacimiento del gobierno parlamentario, parte del proceso de formación del Estado en Inglaterra[61], y, sobre todo, el desequilibrio en la balanza de poder entre el rey y las clases altas con grandes extensiones de tierra, desempeñó un papel activo y no sólo pasivo en el desarrollo de la sociedad inglesa. Si preguntamos por qué los pasatiempos se convirtieron en deportes en Inglaterra, no podemos dejar de decir que el desarrollo del gobierno parlamentario y por tanto de una aristocracia y una gentry más o menos independientes, desempeñó un papel decisivo en el desarrollo del deporte.
Quisiera intercalar ahora unas palabras a propósito de la tarea que me he impuesto en esta parte de mi introducción. He señalado el problema planteado por el origen del deporte en Inglaterra. Lo he hecho sin ninguna intención de elogiar o recriminar a nadie. Rastrear los orígenes y el desarrollo de las instituciones entre las que uno vive, las cuales parece a primera vista que se explican por sí solas, es una tarea excitante y satisfactoria por derecho propio. Pero no debe abordarse con la mira corta ni desde una perspectiva estrecha; en otras palabras, no puede hacerse si, al igual que algunos especialistas, uno considera el deporte como si fuese una institución social de nuestra época que haya nacido y que exista enteramente por sí sola, con independencia de los demás aspectos de las sociedades en desarrollo que las personas constituyen en su interrelación. El deporte es una actividad de los seres humanos, y muchas actividades humanas que son exploradas académicamente como objetos de estudios aislados y como si existieran, por ende, en compartimientos estancos son, de hecho, actividades de esos mismos seres humanos. Las mismas personas que, como seres políticos, votan o son miembros del Parlamento, pueden también ganarse la vida trabajando como seres económicos, rezar junto a otros como seres religiosos o navegar a vela y esquiar como deportistas en su tiempo libre. Consecuentemente, una vez que se ha descubierto que el concepto de deporte se asoció en el siglo XVIII con una característica de los pasatiempos de las clases altas de Inglaterra, no debe investigarse el deporte de manera aislada. Debe analizarse el acaecer, el desarrollo y sobre todo los cambios en la estructura de la personalidad, en la sensibilidad respecto a la violencia de los seres humanos que integraban aquellas clases. Si entonces se descubre que durante el siglo XVIII, en Inglaterra, los avatares de las clases altas las condujeron a un pronunciado avance en su largo proceso de pacificación, puede decirse con toda justicia que se está en el camino correcto.
No obstante, para mayor seguridad tratándose de estos temas, siempre es útil establecer comparaciones. Pueden verse las características del desarrollo inglés desde una perspectiva mejor si miramos lo que ocurrió comparativamente en Francia. Ya indiqué en otra ocasión el papel que como agente civilizador desempeñó la corte real en Francia[62]. Hablé, para decirlo brevemente, de la pacificación de los guerreros. La poderosa clase constituida por los nobles guerreros propietarios de tierras, de grandes extensiones en las que gobernaban con bastante independencia, se convirtió en una clase integrada por cortesanos y oficiales del ejército dependientes por completo del rey, o en nobles que habitaban en sus propiedades rústicas privados de casi todas sus anteriores funciones militares. Este cambio fue fundamental para la pacificación y la civilización de la sociedad francesa. El principal agente civilizador de las clases altas en este país, sobre todo en el siglo XVII, fue la Corte real. Allí se manifestó a plenitud un proceso civilizador que empujaba con fuerza no sólo hacia un mayor grado de restricción sino también hacia un código de conducta y sentimientos más diferenciado y sublimado. Aprender las habilidades sumamente específicas del cortesano, adquirir sus maneras sociales, era una condición indispensable para la supervivencia y el éxito social en las lides de la vida en la Corte. Esta exigía que toda persona se ajustara a un patrón característico, en sus movimientos no menos que en su aspecto exterior y en su manera de sentir, de acuerdo con los modelos y normas que distinguían a los cortesanos de las personas pertenecientes a otros grupos. Las pruebas recabadas en fuentes de aquella época muestran con claridad cómo y en qué momento cambiaron las pautas y los sentimientos de la gente, por ejemplo los de vergüenza o disgusto, primero en la sociedad cortesana y luego también en un círculo más amplio, siguiendo la dirección característica de un vigoroso empuje civilizador. En Francia, a la turbulencia del siglo XVI siguió, en el XVII, un período de pacificación interna. En este caso, un ciclo de violencia terminó gracias a una serie de victorias que pusieron de manifiesto la inequívoca superioridad del poder de los reyes y de sus representantes en contraste con el de las clases medias urbanas. Esa fue la razón por la que en Francia, en el siglo XVII, la Corte devino un factor de civilización muy importante si es que no el principal.
Como puede verse, no podría ser mayor el contraste con el desarrollo y las características de las clases terratenientes inglesas. Las consecuencias de esta disparidad entre los avatares y las características de las clases de posición social elevada en la Inglaterra del siglo XVIII y la Francia del siglo XVII se hacen sentir hoy en día en las diferencias que existen entre la lengua inglesa y la francesa y entre los hábitos sociales, a veces llamados el «carácter nacional» del pueblo inglés y el francés.
Del mismo modo que el empuje pacificador y civilizador del siglo XVII en Francia no fue el inicio de un proceso en esa dirección, el esfuerzo civilizador equivalente en la Inglaterra del siglo XVIII fue sólo uno de varios empujes de esa clase, si bien tal vez el más decisivo. Los fructíferos intentos por parte de Enrique VIII de someter a sus barones constituyeron un paso adelante en esa dirección. La poderosa vida de la Corte en tiempos de la reina Isabel I y del rey Jacobo I tuvo una función parecida. Pero en el siglo XVIII, la prolongada lucha entre los monarcas y sus representantes por un lado y entre las clases altas con tierras y las clases medias urbanas, por el otro, condujo a una situación en la cual las primeras, pertenecientes a la nobleza y a la gentry, obtuvieron la igualdad por no decir la supremacía, en relación con el rey y la Corte. Su posición dominante en ambas cámaras del Parlamento y en todos los gobiernos las colocó en una posición superior a la de las clases medias urbanas. La superioridad de sus mecanismos de poder no era sin embargo tan grande como para que descuidasen los intereses del rey y de la Corte, ni tampoco los de las corporaciones urbanas. Mantener al país bajo control sin estallidos de violencia, de los cuales muchos ciudadanos probablemente se habían cansado ya, exigía sopesar con cuidado sus propios intereses y los de los otros sectores, así como mostrar una buena disposición hacia el compromiso. El régimen parlamentario se desarrolló durante el siglo XVIII como respuesta a esta necesidad de equilibrio de poderes, equilibrio que garantizaba que los reyes de Inglaterra, a diferencia de los de Francia, nunca convertirían en cortesanos a sus clases altas ni aplastarían sus intereses. Sin embargo, en el siglo XVIII los mecanismos de poder en manos del monarca eran aún muy considerables y así continuarían siéndolo todavía un poco más de tiempo. Los ministros habían de cultivar cuidadosamente la buena voluntad del rey y de las personas influyentes en la Corte. En contrapartida, los reyes ingleses de entonces habían dejado ya de tener el poder suficiente para reafirmar la posición de la Corte como eje alrededor del cual giraban los asuntos nacionales, como centro desde el cual se gobernaba al país y en el que se tomaban todas las decisiones, incluso las relativas al buen gusto. La mayoría de estas funciones se habían trasladado a las mansiones palaciegas de los grandes nobles y, sobre todo, al Parlamento. La transformación de las tradicionales asambleas estatales de Inglaterra en las cámaras parlamentarias con el sentido actual del término significó no sólo un cambio institucional sino también un cambio en la estructura de la personalidad de las clases altas de ese país. El desarrollo no planificado que les permitió derrotar todos los intentos de establecer un régimen autocrático, promovidos desde abajo o desde arriba, por los puritanos o por los reyes, ofreció a los grupos que sugieran de estas luchas como las clases gobernantes en potencia, un gran aliciente para desactivar el ciclo de violencia, suavizar las disputas entre sus facciones y aprender en cambio a luchar sólo con medios pacíficos según reglas mutuamente convenidas. Esta fue una de las grandes diferencias entre la evolución de las clases altas de Inglaterra y las de Francia. En Francia, la supremacía del rey, la manera autocrática de gobernar impedían casi siempre que la disensión y la lucha entre las facciones se hiciesen públicas. En Inglaterra, el régimen parlamentario no sólo permitía los enfrentamientos abiertos entre las facciones rivales sino que además imponía la necesidad de que se desarrollasen en público. La sobrevivencia social y desde luego el éxito social en una sociedad parlamentaria dependían de la capacidad de lucha, pero no con la daga o la espada sino con el poder de la palabra, la capacidad de persuasión, el arte del compromiso. Por grandes que fuesen las tentaciones en las batallas electorales de la lucha parlamentaria, se suponía que los caballeros nunca debían perder los estribos ni recurrir a la violencia entre iguales, salvo en la forma regulada del duelo. Advertimos de inmediato la afinidad entre las contiendas parlamentarias y las deportivas. También estas eran luchas competitivas en que los caballeros se contenían para no emplear la violencia o, en el caso de los deportes con espectadores tales como las carreras de caballos o el boxeo, trataban de eliminar o suavizar la violencia lo más posible.
Hay otros aspectos del deporte que se perciben con más claridad si comparamos el desarrollo inglés con el francés. En Francia, un proceso de formación del Estado que consagró en las instituciones nacionales la victoria de los reyes sobre los nobles y los plebeyos provocó, como dije antes, una profunda división entre la nobleza cortesana y la nobleza rural. La última tenía un estatus marcadamente inferior al de la primera debido a su alejamiento de las sedes de poder, de los centros de refinamiento. En Inglaterra, un equilibrio diferente de poderes entre los reyes y las clases terratenientes resultó en una tradición que, ya en el siglo XVII, al menos entre los sectores más ricos de la aristocracia y de la gentry, ligaba estrechamente la vida rural y la vida en la Corte; luego, en el siglo XVIII, relacionaba la vida rural y la vida social de las familias terratenientes más adineradas, en Londres, cuando se reunía el Parlamento. La institución que ligaba la vida en el campo con la vida en la ciudad era «la Temporada londinense». Todas las familias que habitaban en sus propiedades rústicas y que podían permitírselo, iban durante la «Temporada» a Londres, allí vivían varios meses en sus propias casas y disfrutaban de los placeres de la vida urbana: las apuestas, los debates y los chismes de sociedad. Así, el modo de vida de la aristocracia y de la gentry propietarias de grandes extensiones de tierra, o al menos de sus sectores más ricos, ligaba la vida en la ciudad con la vida en el campo, lo cual contribuye a explicar por qué en el siglo XVIII se transformaron en deportes juegos al aire libre como el criquet, en el que se aunaban los hábitos rurales con los modales de las clases altas, o luchas de índole urbana como el boxeo, que adaptó una práctica habitual de la clase baja al gusto de la clase alta. Esta tradición se mantuvo incluso después de que la influencia formativa de las clases terratenientes sobre el desarrollo del deporte hubiese terminado y pasado a las manos de las clases industriales urbanas.
Otro aspecto más de lo que generalmente se denomina «desarrollo político» afectó al desarrollo del deporte y merece ser mencionado aquí. De nuevo ocurre que destaca con mayor claridad sí comparamos la evolución inglesa con la francesa. En Francia, al igual que en muchas otras monarquías aristocráticas, el derecho de los súbditos a asociarse según sus preferencias estuvo restringido con frecuencia como algo natural, cuando no totalmente abolido. En Inglaterra, los caballeros se asociaban como querían. Una expresión del derecho de los caballeros a reunirse libremente fue la institución de los clubs. Es significativo que el término fuese adoptado por los revolucionarios franceses cuando también a ellos se les permitió reivindicar el derecho a la libre asociación, pues no había en la tradición francesa de gobierno autocrático ningún precedente de procedimiento ni concepto específico alguno relativo a ella.
En el desarrollo del deporte fue fundamental la formación de estos clubes, creados por personas interesadas ya fuese como espectadores ya como participantes. En el nivel previo al del deporte, pasatiempos como la caza o diversos juegos de pelota se regulaban de acuerdo con las tradiciones locales, distintas con frecuencia de una localidad a otra. Tal vez algún parroquiano de más edad, quizás un padrino o patrocinador de la villa, se encargaba de vigilar que la joven generación observara las costumbres tradicionales; tal vez nadie lo hacía.
Una característica distintiva de los nuevos pasatiempos convertidos en deportes fue la de que estos eran regulados en un nivel supralocal por una de esas asociaciones libres de caballeros a las, que acabo de referirme, los clubes. El criquet en su etapa inicial de desarrollo es un ejemplo típico. Cuando surgió la costumbre de organizar competiciones por encima del nivel local dado que los equipos de criquet viajaban de un lugar a otro, hubo que garantizar la uniformidad del juego. Tal vez primero dentro de un mismo condado. Entonces los caballeros formaban un club campestre cuyos miembros acordaban unificar las tradiciones locales. El acuerdo sobre las reglas a imponer en este nivel superior de integración y, en caso de que tales reglas no fuesen totalmente satisfactorias, el acuerdo de cambiarlas fue una condición de primer orden para el paso de un pasatiempo tradicional a un deporte. El acuerdo sobre un marco de reglas y de costumbres sociales relacionadas con el juego iba generalmente del brazo con el desarrollo de un organismo de supervisión que se encargaba del cumplimiento de las reglas y proporcionaba árbitros para los partidos cuando había necesidad de ellos. Era el primer paso en el camino hacia un desarrollo que hoy se considera en general como un hecho consumado y para el que, en consecuencia, faltan los conceptos adecuados. Los diversos deportes, podríamos decir, comenzaron a asumir un carácter propio que se impuso en la gente que los practicaba. En el nivel de las competiciones tradicionales locales a campo abierto, sin reglas concisas ni estrictas, el juego y los jugadores eran idénticos en gran medida. Un movimiento improvisado, capricho de un determinado jugador que complaciera a los demás, podría alterar el esquema tradicional del juego. El nivel organizativo superior de un club que regulaba y supervisaba los partidos dotó al juego de una cierta autonomía en relación con los jugadores. Y esa autonomía aumentó a medida que los organismos de supervisión en un nivel superior de integración se hicieron con el control efectivo del juego, como cuando, por ejemplo, un club de Londres, el MCC, se apoderó del control efectivo del criquet que hasta entonces habían detentado los clubes campestres. No hace falta ir más lejos. No será difícil mostrar cuándo, si ese fue el caso, el desarrollo de un deporte inglés alcanzó el nivel de varios clubes locales, de una asociación nacional que coordinaba a todos los clubes locales y, en algunos casos, el desarrollo de diversas asociaciones nacionales coordinadas por una asociación internacional.
Esta breve ojeada a los desarrollos organizativos puede ayudamos a enfocar mejor el aspecto del deporte al que acabo de referirme. Podría decirse que cada deporte tiene una fisonomía propia. Cada uno atrae a gente con determinados rasgos de personalidad. Y ello es posible porque goza de una relativa autonomía no sólo respecto a los individuos que lo practican en un momento dado sino también respecto a la sociedad en que se desarrolló. Por ese motivo, algunos deportes desarrollados primero como tales en Inglaterra pudieron ser transferidos y adoptados por otras sociedades como si fuesen propios. El reconocimiento de este hecho despliega ante nosotros un vasto territorio que investigar. Por ejemplo: ¿por qué algunos deportes inicialmente ingleses tales como el fútbol y el tenis fueron abrazados por muchas sociedades distintas en todo el mundo, mientras que el desarrollo del criquet quedó confinado a un exclusivo círculo de países de la Comunidad Británica de Naciones?, ¿por qué Estados Unidos, sin abandonar completamente las variedades inglesas, desarrolló su propia variedad de fútbol?
Si se comprende la autonomía relativa de un deporte podrá entenderse mejor la finalidad de esta clase de observaciones sociogenéticas y psicogenéticas. Casi siempre se da por hecho que las investigaciones sociológicas son necesariamente de un tenor reduccionista. La demostración de que era posible explicar algunos aspectos de la sociedad tales como la ciencia o el arte en términos de otras disciplinas, por ejemplo, en términos de los aspectos económicos, pareció agotar el programa de los sociólogos. Lo que yo he señalado aquí brevemente es un programa sociológico más amplio. He tratado de mostrar la concatenación de hechos, o al menos algunos de sus aspectos, que en Inglaterra contribuyeron al nacimiento del deporte. Exclusivamente analizados desde el punto de vista del deporte, muchos de estos acontecimientos fueron obra de la casualidad. De ahí que quien intente dar una idea de algunas razones por las que el deporte se desarrolló en Inglaterra, como he hecho yo, presente el cuadro de un desarrollo, de un orden seriado de pasos en una determinada dirección. Pero, como dije antes, si bien es posible demostrar que el último paso, en este caso el deporte, fue precedido por una sucesión de pasos anteriores concretos como condición necesaria, no por ello puede decirse que, a causa de esa sucesión de acontecimientos previos, el último de ellos había de ocurrir obligatoriamente[63]. Asimismo, tampoco la conexión entre lo que con frecuencia se denomina las diferentes esferas del desarrollo social, en este caso por ejemplo, entre un régimen parlamentario de clase alta y los pasatiempos de las clases altas convertidos en deportes, tiene el carácter de una conexión causal. Simplemente ocurrió que la misma clase de gente que participó en la pacificación y en el aumento de la regularización sobre las luchas de facciones en el Parlamento, contribuyó a incrementar la pacificación y regularización de sus pasatiempos. No puede decirse que en tal caso la parlamentarización de las antiguas cámaras de los Lores y de los Comunes fuera la causa y el deporte el efecto. Ambos, el deporte y el Parlamento, tal como nacieron en el siglo XVILL, tipificaban el mismo cambio en la estructura de poder de Inglaterra y en los hábitos sociales de la clase que surgió de las luchas precedentes como el grupo gobernante.