IV
Examinados con detenimiento, no es difícil ver que los juegos de competición en la Antigüedad clásica, a menudo representados como el gran paradigma del deporte, tenían ciertas características propias y se desarrollaron en condiciones muy distintas de las de nuestros deportes. La ética de los jugadores, las normas por las cuales eran juzgados, las reglas de la competición y la realización propiamente dicha de aquellos juegos diferían notablemente en muchos aspectos de las características del deporte moderno. Numerosos y relevantes escritos de hoy muestran una fuerte inclinación a minimizar las diferencias y exagerar las semejanzas. El resultado es un retrato distorsionado tanto de nuestra sociedad como de la griega, además de una visión bastante distorsionada de la relación entre ellas. La confusión se debe no sólo a la tendencia ya aludida de tratar los juegos de la Antigüedad como la encamación ideal del deporte moderno, sino también a las correspondientes expectativas de hallar la confirmación de esta hipótesis en los escritos de los antiguos y a la tendencia a descartar las pruebas contradictorias o a tratarlas automáticamente como referencias a casos excepcionales.
Quizá sea suficiente aquí con señalar uno de los rasgos básicos característicos de las diferencias entre la estructura global de los juegos de la Antigüedad clásica y la de los juegos de los siglos XIX y XX. En la Antigüedad, las reglas consuetudinarias de los acontecimientos atléticos «pesados», tales como el boxeo y la lucha, admitían un grado de violencia física mayor que el aceptado por las reglas de los correspondientes tipos de juegos competitivos de hoy. En estos últimos, además, las reglas están mucho más detalladas y diferenciadas; no son, para empezar, reglas dictadas por la costumbre sino reglas escritas, explícitamente sometidas a la crítica y a la revisión razonadas. El nivel superior de violencia física en los juegos de la Antigüedad no era por sí solo sino un dato aislado, sintomático de algunos rasgos concretos de la sociedad griega, especialmente en la etapa de desarrollo alcanzada por lo que ahora denominamos la organización «estatal» y por el grado de monopolización de la violencia física que esta implica, La monopolización y el control relativamente sólido, estable e impersonal de los medios de violencia son una de las características estructurales fundamentales de las naciones-Estado contemporáneas. Comparados con ellos, la monopolización y el control institucional de la violencia física en las ciudades-Estado griegas eran aún rudimentarios.
No es difícil clarificar problemas como estos siempre que en su investigación nos guiemos por un modelo teórico claro como el propuesto por la teoría de los procesos civilizadores[123]. Según esta teoría, uno espera que la formación del Estado y de la conciencia, el nivel de violencia física socialmente permitido y el umbral de rechazo contra el hecho de emplearla o presenciarla, difieran de diversas maneras en las diferentes etapas del desarrollo de las sociedades. Resulta sorprendente descubrir hasta qué grado la evidencia en el caso de la Grecia clásica confirma estas expectativas teóricas. Así, la teoría y los datos empíricos, juntos, eliminan uno de los principales obstáculos para la correcta comprensión de las diferencias en el desarrollo, tales como las existentes entre los juegos antiguos y modernos, es decir, el sentimiento de que se denigra a otra sociedad y se rebaja su valor humano por reconocer que en ella el nivel de violencia física tolerado, incluso en los juegos de competición, era más alto que el nuestro y su umbral de rechazo contra la idea de que las personas se lastimaran o incluso llegaran a matarse unas a otras en tales juegos por el placer de los espectadores era, en relación directa con el anterior, más bajo que el nuestro. En el caso de Grecia, nos encontramos, pues, divididos entre el alto valor humano tradicionalmente asignado a sus logros en el campo de la filosofía, las ciencias, las artes y la poesía, y el bajo nivel humano que parecemos atribuir a los griegos de entonces si hablamos de su bajo nivel de rechazo a la violencia física, si sugerimos que, comparados con nosotros, ellos eran un pueblo «incivilizado» y «bárbaro». Precisamente por no entender bien la verdadera naturaleza de los procesos civilizadores, por seguir la tendencia prevaleciente a utilizar términos como «civilizado» e «incivilizado» para expresar juicios de valor etnocéntricos, para emitir juicios morales absolutos y definitivos —nosotros somos «buenos», ellos son «malos» o viceversa—, nuestro razonamiento se ve llevado a caer en contradicciones aparentemente ineludibles como estas.
En consonancia con la organización social y el control de los medios de violencia en las sociedades-Estado industrializadas de nuestro tiempo, nosotros mismos somos educados conforme a pautas concretas de autocontrol en lo que respecta a los impulsos violentos. Automáticamente, con estas pautas o reglas medimos todas las transgresiones (ocurran en nuestra propia sociedad o en otras con un grado distinto de desarrollo). Una vez interiorizadas, estas normas nos brindan protección y refuerzan nuestras defensas para no caer en ningún tipo de desliz. El incremento de la sensibilidad con respecto a los actos de violencia, los sentimientos de repudio al ver cómo se comete violencia más allá del nivel permitido en la vida real, o de culpabilidad por nuestros propios deslices, la «mala conciencia», todo esto es sintomático de tales defensas. Con todo, en un periodo de violencia incesante en los asuntos entre las naciones, estas defensas interiorizadas contra los impulsos violentos se vuelven irremediablemente inestables y quebradizas, por estar expuestas en forma continua a estas presiones sociales antitéticas: las que nos dicen que aumentemos el nivel de autocontrol de los impulsos violentos en las relaciones humanas dentro de una sociedad-Estado, y las que fomentan el decremento de ese mismo autocontrol e incluso nos alientan a actuar violentamente en las relaciones con otras sociedades diferentes de la nuestra. Las primeras explican el grado relativamente alto de seguridad física, si bien no, desde luego, psicológica ni de otro tipo, del que gozan los ciudadanos de las naciones-Estado más desarrolladas dentro de sus sociedades respectivas. Constantemente se enfrentan a las demandas impuestas a los ciudadanos de estos estados debido a la ausencia de una monopolización eficaz de la violencia física en las relaciones internacionales. El resultado es una doble moralidad, una formación de la conciencia escindida y contradictoria.
Este tipo de discrepancias las hallamos sin duda alguna en muchas etapas del desarrollo de las sociedades. En la etapa tribal, el nivel de control de la violencia dentro de los grupos sociales es casi siempre mayor que el control de la violencia entre esos mismos grupos. Tal era el caso de las ciudades-Estado griegas. Sólo que en ellas la disparidad entre los dos niveles era relativamente pequeña si la comparamos con la que es característica en nuestro tiempo. Hay muchos indicios para sugerir que este desfase, esta disparidad entre el nivel de seguridad física y el de control tanto social como individual de los impulsos violentos con la correspondiente formación de la conciencia alcanzada hoy en las relaciones entre los estados, por una parte, y el nivel de seguridad física y de regulación social de los sentimientos abiertamente violentos e —intermitentemente—, de las acciones violentas en las relaciones internacionales por otra, es hoy mayor que nunca. El nivel de seguridad física dentro de las naciones-Estado industriales más avanzadas, aunque parezca bajo a quienes viven en ellas, es con toda probabilidad mayor que en las sociedades menos desarrolladas, si bien apenas ha disminuido la inseguridad en las relaciones interestatales. En la presente etapa del desarrollo social, los conflictos violentos entre las naciones son para quienes se ven envueltos en ellos tan difíciles de resolver como siempre. En consonancia con esto, los niveles de la conducta civilizada son relativamente bajos y la interiorización de los tabúes sociales contra la violencia física, esto es, la formación de la conciencia, es poco duradera y comparativamente inestable. El hecho de que los conflictos y tensiones dentro de las naciones industrializadas sean ahora generalmente menos violentos y en cierto modo más gobernables, es el resultado de un largo proceso de desarrollo no planificado, de ninguna manera un mérito de las presentes generaciones. Pero estas suelen verlo así y tienden a emitir juicios sobre las generaciones pasadas cuya formación de conciencia, cuyo nivel de rechazo contra la violencia física, por ejemplo en las relaciones entre las élites gobernantes y los gobernados, era menor, como si el mayor nivel de rechazo que ellas tienen fuese simplemente un logro personal.
Así se juzga a menudo el nivel de violencia que se observa en los juegos de épocas pasadas. Casi nunca distinguimos entre los actos individuales de transgresión a las normas de control de la violencia en nuestra propia sociedad y las transgresiones similares cometidas en otras sociedades conforme a su nivel de violencia socialmente permitido, de acuerdo con las normas de esas sociedades. De este modo, nuestra respuesta emocional inmediata, casi automática, a menudo nos induce a juzgar a las sociedades que tienen otras normas de control y de rechazo de la violencia como si sus miembros fuesen libres para escoger entre sus normas y las nuestras y se hubieran equivocado a la hora de elegir. Con respecto a ellos, gozamos la misma sensación de «ser mejores», moralmente superiores, que a menudo experimentamos respecto a los individuos que transgreden las normas en nuestra propia sociedad cuando calificamos su conducta de «incivilizada» o «bárbara», expresando con ello nuestro sentimiento de superioridad moral. Vemos su adhesión a unas normas sociales que permiten formas de violencia condenadas por repulsivas en nuestras sociedades como una lacra en su moral y un signo de su inferioridad como seres humanos. Así, juzgamos y evaluamos a toda una sociedad en su conjunto como si fuera un miembro, un individuo de la nuestra. Por regla general, no preguntamos y, en consecuencia, no sabemos cómo ocurren los cambios en el nivel de control de la violencia, ni en las normas sociales que la regulan, ni en los sentimientos que tienen que ver con ella. Tampoco, por regla general, preguntamos, ni consecuentemente sabemos, por qué ocurren. En otras palabras, no sabemos cómo se explican y, para el caso, tampoco cómo explicar nuestro mayor nivel de sensibilidad con respecto a la violencia física, al menos en las relaciones entre los Estados. Cuando mucho, los explicamos vagamente según las expresiones que utilicemos, en lugar de hacerlo de manera explícita y crítica, como cuando hablamos, por ejemplo de un «defecto» en la naturaleza de los grupos en cuestión, o de una característica inexplicable de su idiosincrasia «racial» o étnica.