V

Así pues, los niveles habituales de violencia, tanto la empleada como la permitida en los juegos a lo largo de las diferentes etapas de desarrollo de las sociedades, arrojan luz sobre un problema fundamental mucho más vasto. Puede que unos cuantos ejemplos ayuden a precisarlo.

Tomemos el caso de la lucha libre tal como se practica hoy y se practicaba en la Antigüedad. Hoy, este deporte está altamente organizado y regulado. Su órgano directivo es la Federación Internacional de Lucha Libre, con sede en Suiza. Según las reglas olímpicas de enero de 1967, entre las llaves sucias o desleales de la lucha libre están el estrangulamiento, el medio estrangulamiento y la doble «nelson» si se empuja con fuerza hacia abajo o se emplean las piernas. Dar puñetazos, tirar patadas, embestir con la cabeza: todo esto está prohibido. Los combates, que no duran más de nueve minutos y están divididos en tres periodos de tres minutos cada uno con dos intervalos de un minuto, son controlados por un árbitro, tres jueces y un cronometrista. Pese a la rigidez de estas reglas, la lucha libre es hoy para muchas personas uno de los deportes menos refinados, más rudos. Realizada por profesionales ante espectadores, aún es muy popular una versión ligeramente más violenta aunque casi siempre amañada. Pero los profesionales rara vez se causan lesiones graves uno al otro. Con toda probabilidad, el público no disfrutaría viendo cómo se rompen los huesos y corre la sangre. Sin embargo, los luchadores montan un buen espectáculo haciendo creer que se lastiman el uno al otro, y al público parece gustarle la farsa[124].

Entre los juegos de competición de las antiguas Olimpiadas estaba el pancration, una especie de lucha sobre la arena que constituía uno de los acontecimientos más populares. Pero el nivel de violencia permitido en este duelo habitual era muy distinto del que se permite en la lucha libre contemporánea. Así, Leontiskos de Mesana, quien en la primera mitad del siglo V ganó dos veces la corona olímpica de lucha, obtuvo sus respectivas victorias no derribando a sus adversarios sino rompiéndoles los dedos de las manos. Arraquion de Figalía, dos veces campeón olímpico de pancration, fue estrangulado en el año 564 durante su tercer intento de ganar la corona olímpica, pero antes de morir logró romperle a su oponente los dedos de los pies, y el dolor obligó a este último a abandonar el combate. Los jueces, por tanto, impusieron la corona al cadáver de Arraquion y proclamaron vencedor al hombre ya difunto. Después sus compatriotas le erigieron una estatua en el mercado de su ciudad[125]. Al parecer, esta era la costumbre. Si un hombre moría en algún juego de los grandes festivales, su cadáver era coronado vencedor. Pero el sobreviviente, aparte de quedarse sin la corona —motivo ya muy serio de vergüenza—, no recibía castigo alguno ni, por lo que se ve, su acción quedaba marcada con el estigma social. Morir, ser lesionado muy gravemente o hasta quedar incapacitado de por vida eran riesgos que todo luchador de pancration tenía que asumir. Puede apreciarse la diferencia entre la lucha como deporte y la lucha como agonía en el siguiente resumen:

En el pancration los contendientes luchaban con todo su cuerpo, con las manos, los pies, los codos, las rodillas, el cuello y la cabeza; en Esparta usaban incluso los dientes. Los pancratiastas podían sacarse los ojos uno al otro… también estaba permitido hacer caer al contrario echándole la zancadilla, asirlo por los pies, la nariz y las orejas, dislocarle los dedos de las manos, los huesos de los brazos y aplicarle las llaves de estrangulamiento. Si uno lograba derribar al otro, podía sentársele encima y golpearlo en la cabeza, el rostro, las orejas; también podía darle patadas y pisotearlo. No hace falta decir que en este brutal torneo los luchadores recibían en ocasiones las heridas más horribles y no pocas veces alguno resultaba muerto. El más brutal de todos era probablemente el pancration de los epheboi espartanos. Cuenta Pausanias que los luchadores peleaban literalmente con uñas y dientes, se mordían y se vaciaban los ojos el uno al otro[126].

Había un juez, pero ningún cronometrista ni límite de tiempo. La lucha se prolongaba hasta que alguno de los contendientes se rindiera. Las reglas eran tradicionales, no escritas, indiferenciadas y, en su aplicación, probablemente elásticas. Al parecer, estaba prohibido, por tradición, morderse y sacarse los ojos, pero si uno de los dos, cegado por la furia del combate, atacaba al otro de esa manera, probablemente antes de que el juez pudiera separarlos el daño ya estaba hecho.

Los antiguos Juegos Olímpicos duraron más de mil años. Quizás a lo largo de este periodo se produjeron fluctuaciones en los niveles de violencia permitidos en las luchas. Pero fueran cuales fuesen estas fluctuaciones, en la Antigüedad el umbral de sensibilidad respecto a causar daños físicos, e incluso la muerte, en un juego de competición y, por lo mismo, la ética de todos los torneos de entonces, era muy diferente del tipo de competición que hoy en día conocemos como «deporte».

Otro ejemplo es el boxeo. Al igual que la modalidad pancration de lucha, estaba mucho menos circunscrito por reglas y dependía, por tanto, de la fuerza física, de la pasión y la resistencia de la lucha espontánea, en mucho mayor grado que el boxeo deportivo. No se distinguían diferentes clases de boxeadores. No se intentaba, por tanto, emparejar a los participantes según su peso, ni en este ni en ningún tipo de competición. La única distinción que se hacía era entre hombres y muchachos. Los boxeadores no sólo peleaban con los puños. Como en casi todas las modalidades del boxeo, las piernas formaban parte de la lucha. Patear en las espinillas al contrario era normal en la tradición boxística de la Antigüedad[127]. Sólo la mano y el nacimiento de los dedos (menos el pulgar) se envolvían con tiras de cuero que se amarraban al antebrazo. Así podía cerrarse el puño o estirar los dedos, que, equipados con fuertes uñas, se hundían como espolones en el cuerpo y la cara del contrario. Con el tiempo, estas cintas de cuero blando cedieron el paso a otras más gruesas hechas sobre todo con piel de buey curtida[128]. Luego a estas se les adaptaron varias correas de cuero grueso, duro y con bordes afilados y salientes. La estatua de un boxeador sentado, obra de Apolonio de Atenas (siglo I a. C.), ahora en el Museo Nazionale delle Terme en Roma, muestra con bastante claridad todo el conjunto. Pero tal vez «boxeo» no sea el término apropiado, pues no sólo el modo de pelear sino también la finalidad y la ética distintiva de esta clase de lucha eran diferentes de las del boxeo como deporte. Significativamente, la ética de combate de estos encuentros pugilísticos, como la de los «agonistas» griegos en general, derivaba de la ética luchadora de una aristocracia guerrera en forma mucho más directa que la ética de lucha de las competiciones deportivas. Las últimas brotaron de la tradición de un país que, más que la mayoría de los otros países europeos, desarrolló una definida organización de guerra en el mar[129], muy diferente del arte militar en tierra, y cuyas clases altas terratenientes —aristócratas y miembros de la gentry— desarrollaron un código de conducta relacionado menos directamente que el de las otras clases altas europeas con el código de honor militar del cuerpo de oficiales de los ejércitos de tierra.

El «boxeo» en Grecia, al igual que las otras formas de entrenamiento y práctica agonísticas en las ciudades-Estado griegas pero a diferencia del boxeo inglés de los siglos XVIII y XIX, era considerado preparación tanto para la guerra como para los juegos de competición. Cuenta Filostrato que la técnica de combate del pancration fue muy útil a los ejércitos de las ciudades griegas en la batalla de Maratón cuando esta se convirtió en una melé generalizada, y también en las Termopilas, donde rotas sus espadas y sus lanzas, los espartanos continuaron peleando con las manos[130]. En los años del Imperio romano en que él escribió, ya no eran ejércitos de civiles los que combatían en la guerra sino soldados profesionales, las legiones romanas. Se había agrandado la distancia entre la técnica militar y la conducta bélica por un lado, y la técnica agonística tradicional de los juegos por el otro. El griego Filostrato miraba hacia atrás, a la época clásica, con comprensible nostalgia. Quizá ni siquiera entonces, en el tiempo de los ejércitos hoplitas, fuese tan estrecha la relación entre las técnicas de combate militar y las de los juegos como él sugiere, pero sí lo era mucho más que la existente entre las técnicas de los juegos de competición y las técnicas del arte militar en la época de las naciones-Estado industrializadas. Filostrato estuvo probablemente muy cerca de la línea divisoria cuando escribió que anteriormente los juegos de competición eran considerados como un ejercicio para la guerra y la guerra como un ejercicio para estas competiciones deportivas[131]. La peculiar ética de los juegos en los grandes festivales de Grecia aún reflejaba la de los heroicos antepasados representada en la épica de Homero y perpetuada de generación en generación por el uso de estos poemas épicos en la educación de los jóvenes. Reunía muchas características de la ética de exhibición que regula las rivalidades de status y de poder entre las minorías nobles en gran número de sociedades. La lucha, en el juego como en la guerra, se centraba en la ostentosa demostración de las virtudes del guerrero, que hacían a un hombre merecedor de los elogios y los honores más altos entre otros miembros de su propio grupo y a su propio grupo —comunidad o ciudad— entre otros. Era glorioso vencer a los enemigos pero casi no menos glorioso era ser vencido, como Héctor por Aquiles, siempre que uno peleara con todas sus fuerzas hasta ser mutilado, herido o muerto y no pudiese pelear más. La victoria o la derrota estaban en manos de los dioses. Lo ignominioso y vergonzoso era rendirse sin haber mostrado la suficiente valentía y resistencia.

En consonancia con esta ética guerrera, el joven o el hombre muerto en un combate olímpico de boxeo o de lucha era coronado vencedor para gloria de su clan y su ciudad, y al sobreviviente —al asesino— no se le castigaba ni estigmatizaba. En la Grecia antigua, la «limpieza» del juego no era la preocupación predominante. La ética inglesa del «juego limpio» no tiene raíces militares. Evolucionó en Inglaterra conjuntamente con un cambio muy específico en la naturaleza del disfrute y de la emoción proporcionados por los juegos de competición, con lo cual, el brevísimo placer en el resultado de una batalla deportiva, en el momento de la consumación o victoria, fue ampliado y prolongado por el placer y la excitación que se experimentan antes de que comience el juego y durante él, participando o presenciando su tensión intrínseca. El disfrute y la tensión emocional que el juego proporcionaba aumentaron en cierto modo con el goce que aportaban las apuestas, que en Inglaterra desempeñaron un papel considerable en la transformación de las formas más violentas de juego en deportes y en el desarrollo de la ética del «juego limpio». Los caballeros que presenciaban como espectadores algún encuentro deportivo en el que jugaban sus hijos, sus criados o bien profesionales famosos, gustaban de apostar dinero a un bando u otro para añadir «sabor» a la emoción de la competición misma, ya atemperada por las restricciones civilizadoras. Pero la perspectiva de ganar la apuesta sólo podía añadir emoción a la lucha si las probabilidades de ganar estaban repartidas más o menos equitativamente entre los dos lados y podían calcularse mínimamente. Todo esto se logró gracias a un nivel organizativo más elevado que el de las ciudades-Estado de la antigua Grecia:

Los boxeadores de Olimpia no estaban clasificados conforme a su peso, como tampoco los luchadores. No había ningún cuadrilátero o ring, los combates tenían lugar en un terreno al aire libre dentro del estadio. La zona a la que se buscaba llegar era la cabeza y el rostro… La lucha continuaba hasta que uno de los dos contendientes no fuese ya capaz de defenderse o bien se diera por vencido. Esto lo hacía levantando su dedo índice o extendiendo dos dedos hacia su adversario[132].

Las representaciones en las vasijas griegas muestran generalmente a los boxeadores en una posición tradicional, tan próximos el uno al otro que ambos tienen un pie muy cerca o incluso detrás del pie del contrario. Había poco margen para el juego de pies que permite a los boxeadores modernos moverse rápidamente a derecha, a izquierda, atrás o adelante. Retroceder era, según el código de los guerreros, una señal de cobardía. Evitar los golpes del contrario apartándose de su camino suponía algo vergonzoso. Los boxeadores, igual que los guerreros en lucha cuerpo a cuerpo, se suponía que debían pisar fuerte y no ceder ni un palmo de terreno. Las defensas de los boxeadores hábiles podían ser impenetrables; estos podían cansar a sus oponentes y ganar sin recibir ninguna lesión. Pero si la lucha se prolongaba demasiado, un juez podía ordenar a los púgiles que dieran y recibieran golpe por golpe sin defenderse, hasta que alguno de los dos no fuese ya capaz de continuar con el combate. El tipo agonístico de boxeo, como podemos ver, acentuaba el clímax, el momento de decisión, de la victoria o de la derrota, como el más importante y significativo de la lucha, más importante que el juego mismo. Era una prueba de resistencia física y de pura fuerza muscular tanto como de habilidad y preparación. Eran frecuentes las lesiones graves en los ojos, las orejas y hasta en el cráneo; igualmente comunes eran las orejas inflamadas, los dientes rotos y las narices aplastadas. Hubo un caso de dos boxeadores que acordaron intercambiar golpe por golpe. El primero lanzó uno directo a la cabeza de su adversario que este pudo aguantar. En un momento en que aquel bajó la guardia el otro lo golpeó bajo las costillas con los dedos estirados, le abrió el costado con las uñas, le arrancó las entrañas y lo mató[133].

Deporte y ocio en el proceso de la civilización
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