VII
La comparación del nivel de violencia representado por los juegos de la Grecia clásica o, para el caso, por los torneos y juegos populares de la Edad Media, con los niveles representados por los deportes contemporáneos muestra una determinada trayectoria en el proceso civilizador, pero el estudio de esta trayectoria, del proceso civilizador de los juegos, será inadecuado e incompleto si no se enlaza con el estudio de otros aspectos de las sociedades cuyas manifestaciones son las competiciones deportivas. En resumen: no se comprenderá el fluctuante nivel de civilización en las competiciones deportivas en tanto no se lo asocie al menos con el nivel general de violencia socialmente permitida y con la correspondiente formación de la conciencia en las sociedades.
Quizá unos ejemplos ayuden a enfocar con precisión este contexto más amplio. En el siglo XX, el asesinato en masa de grupos dominados por los nazis alemanes ha provocado el rechazo de casi todo el globo. El recuerdo de estas muertes ha empañado durante un tiempo el buen nombre de Alemania entre las naciones del mundo. El choque fue aún mayor debido a que muchos habían vivido con la ilusión de que en el siglo XX ya no ocurrirían tales barbaridades. Habían supuesto tácitamente que los seres humanos se habían «civilizado» más, que eran «moralmente mejores» y que ese cambio cualitativo era parte de su naturaleza. Se enorgullecían de ser menos salvajes que sus antepasados o que otros pueblos conocidos por ellos sin enfrentarse jamás al problema que su propia conducta relativamente civilizada les planteaba —el problema de por qué ellos, su conducta y sus sentimientos se habían vuelto un poco más civilizados. Lo ocurrido con los nazis fue como una advertencia; un recordatorio de que las restricciones a la violencia no son síntomas de la superioridad de la naturaleza de las «naciones civilizadas», ni características eternas de su configuración racial o étnica, sino aspectos de un tipo concreto de desarrollo social que había producido un control social más diferenciado y estable de los medios de ejercer la violencia y una formación de la conciencia consecuente con él. Obviamente, este tipo de desarrollo social podía revertirse.
Lo cual no implica necesariamente que no haya bases sólidas para evaluar los resultados de este desarrollo en el comportamiento y los sentimientos humanos como «mejores» que las correspondientes manifestaciones de anteriores etapas del desarrollo. Un mayor entendimiento del nexo entre los hechos proporciona una base mucho mejor, la única base segura en verdad, para emitir juicios de valor como este. En caso contrario no podremos saber, por ejemplo, si nuestra forma de erigir barreras individuales de autocontrol contra la violencia física no va asociada a malformaciones psicológicas que, a su vez, podrían parecer sumamente bárbaras a los ojos de una época más civilizada. Por si esto fuera poco, al evaluar una forma de conducta y de sentimientos más civilizada como «mejor» que otras formas menos civilizadas, al considerar que la humanidad ha progresado por llegar a nuestros propios niveles de rechazo y repugnancia contra formas de violencia que eran comunes tiempo atrás, nos vemos frente al problema de por qué un desarrollo no planificado ha producido algo que juzgamos como progreso.
Todos los juicios respecto a los niveles de conducta civilizada son juicios comparativos. No se puede decir en sentido absoluto: nosotros somos «civilizados», ellos son «incivilizados». Pero sí puede decirse con gran confianza: «las pautas de conducta y de sentimiento de la sociedad A son más civilizadas que las de la sociedad B», siempre que se tenga a la mano un medidor claro y preciso del desarrollo. La comparación entre las competiciones agonistas griegas y las competiciones deportivas contemporáneas es un ejemplo. Los niveles de rechazo público ante el asesinato en masa son otro. Como se demostró en años recientes, el sentimiento casi universal de aversión contra el genocidio indica que las sociedades humanas han pasado por un proceso civilizador, pese a lo limitados e inestables que puedan ser sus resultados. La comparación con las actitudes del pasado muestra esto de manera muy clara. En la Antigüedad griega y romana, la masacre de toda la población masculina de una ciudad derrotada y conquistada, y la venta como esclavos de sus mujeres y niños, si bien podían mover a compasión, no provocaban la condena generalizada. Nuestras fuentes son incompletas pero, aun así, muestran que los casos de asesinato masivo se han presentado con bastante regularidad a lo largo de todo el periodo[138]. A veces, la furia del combate de un ejército largamente amenazado o frustrado era un factor decisivo en la masacre total de los enemigos. La destrucción de todos los sibaritas sobre los que pudieron poner sus manos los ciudadanos de Crotona comandados por Milón, el famoso luchador, es un ejemplo del caso. Otras veces el «genocidio» era un acto calculado tendente a destruir el poderío militar de un estado rival, como sucedió con Argos, cuya fuerza militar como posible rival de Esparta fue prácticamente aniquilada destruyendo absolutamente a todos los varones que podían portar armas por orden del general espartano Cleómenes. La masacre de la población masculina de Melos por orden de la Asamblea de Ciudadanos de Atenas en el año 416 a. C., vividamente descrita por Tucídides, fue el resultado de una figuración muy similar a la que condujo a la ocupación soviética de Checoslovaquia en 1968. Los atenienses consideraban Melos parte de su imperio, pues para ellos tenía importancia estratégica en su lucha con Esparta. Pero los habitantes de Melos no deseaban formar parte del imperio ateniense. Así pues, los atenienses asesinaron a los hombres, vendieron a las mujeres y niños como esclavos y poblaron la isla con colonos atenienses. Para algunos griegos, la guerra era la relación normal entre las ciudades-Estado. Los periodos de guerra podían ser interrumpidos por tratados de corta duración. Los dioses, por boca de sus sacerdotes, y los escritores podían desaprobar tal vez este tipo de masacres, pero el nivel de rechazo «moral» contra lo que ahora denominamos «genocidio» y, en términos más generales, el nivel de inhibiciones interiorizadas contra la violencia física, eran decididamente más bajos y los sentimientos de culpa o de vergüenza asociados con tales inhibiciones decididamente más débiles de lo que son en las naciones-Estado del siglo XX relativamente desarrolladas. Quizá ni existiesen tales sentimientos.
No faltaba la compasión hacia las víctimas. Los grandes dramaturgos atenienses, Eurípides sobre todo en Las troyanas, expresaron este sentimiento con una vivacidad tanto más fuerte cuanto que no estaba nublada por la repugnancia moral ni la indignación. Sin embargo, no vamos a dudar de que la esclavización de las mujeres de los vencidos, la separación de las madres de sus hijos, el asesinato de los niños varones y otros muchos temas relacionados con la violencia y la guerra tratados en sus tragedias, tenían para el público ateniense, en el contexto de sus vidas, un verismo y una realidad muy superiores a los que poseen para un público contemporáneo en el contexto de las nuestras.
En conjunto, el nivel de inseguridad física que se vivía en las sociedades de la Antigüedad era mucho mayor que en las naciones-Estado contemporáneas. Que sus poetas mostrasen más compasión que indignación moral no altera en nada esta diferencia. Ya Homero desaprobó el hecho de que Aquiles, en su dolor y furia por la muerte de Patroclo, hiciera matar no sólo ovejas, reses y caballos sino también a doce jóvenes nobles de Troya, que luego fueron quemados en la pira funeraria de su amigo en sacrificio a su alma en pena. Pero, una vez más, el poeta no juzga ni condena a su héroe desde la atalaya de su propia rectitud y superioridad moral por haber cometido la bárbara atrocidad de sacrificar a seres humanos. La crítica de Aquiles por parte del poeta no tiene el matiz emotivo de la indignación moral. Homero no arroja dudas sobre lo que llamamos el «carácter» de su héroe, sobre su valía como ser humano. Los hombres hacen «cosas malas» (kaka erga) cuando están apesadumbrados y furiosos. El bardo mueve la cabeza con desaprobación pero no apela a la conciencia de sus oyentes; no les pide que vean a Aquiles como a un réprobo moral, como a un «mal sujeto». Apela a su compasión, a su capacidad para comprender la pasión que se apodera hasta de los mejores, hasta de los héroes, en tiempos de tensión y los lleva a hacer «cosas malas». Pero su valor humano como hombre noble y guerrero está fuera de duda. El sacrificio humano no tenía para los antiguos griegos ni mucho menos la fama de horrible que tiene para las naciones más «civilizadas» del siglo XX[139]. En Grecia, los niños de las clases educadas sabían de la ira de Aquiles, de los sacrificios y de los juegos celebrados en el funeral de Patroclo. Los Juegos Olímpicos descendían en línea directa de estos torneos funerarios ancestrales. Una línea de sucesión muy diferente de la de los juegos contemporáneos.