57

«La oscuridad total», pensó Daniel atónito. Densa y espesa como la materia que lo rodeaba por todas partes y se introducía por su boca y sus orificios nasales. Absolutamente ninguna luz en ningún lugar, ninguna sombra negra. Era como encontrarse en un nuevo elemento, donde no sabías qué estaba arriba o abajo. Como en el espacio. Que el Polo Norte está arriba y el Polo Sur abajo es solo un prejuicio, ¿por qué decimos eso? ¿Arriba y abajo con respecto a qué?

Él estaba muerto, sin ninguna duda. Ya no existía arriba y abajo. No tenía ningún punto de referencia. ¿Pero entonces cómo podía pensar ese tipo de cosas? Claro que sí, había un punto de referencia. Algo pesado y anguloso que le presionaba la pierna y la cadera derechas de forma muy real y dolorosa. Trató de evadirse del peso, apartarlo, pero se dio cuenta de que no podía moverse demasiado. ¿Dónde estaban los doctores Fischer y Kalpak?

Entonces comprendió lo que había sucedido. Las explosiones. El departamento de investigación subterránea del doctor Fischer no formaba parte de la actividad oficial de Himmelstal y no figuraba en ningún plano. Por ello no se había tenido en cuenta al calcular las cargas de dinamita. Se había derrumbado la habitación donde estaba, tal vez todo el departamento de investigación.

¡Estaba enterrado vivo! La idea apareció, aunque él se negaba a prestarle atención.

Gritó, pero el grito le producía más dolor que ruido y la garganta se le llenaba de polvo, provocándole una tos dolorosa.

Mientras tosía oyó algo. ¿Una máquina? ¿Una voz humana? Eran tonos largos, vibrantes y chirriantes. Se quedó inmóvil, escuchando con concentración. Le pareció reconocer la melodía. ¿No era The Star—Spangled Banner, el himno nacional de Estados Unidos? Pero sonaba de un modo extraño, como una voz humana imitando a una guitarra eléctrica.

-¡Tom! -gritó-. ¿Eres tú?

A un ritmo progresivo, la voz extraña pasó de gritos estruendosos a ruidos sordos y, después de un vehemente crescendo, fue interrumpida por un clic y se encendió una diminuta llama.

Tom salió de la oscuridad. Llevaba un encendedor en la mano y su reducido círculo de luz alumbraba su rostro cadavérico bajo la cabeza rapada. Su imitación de la guitarra al parecer le había dejado exhausto y aún tenía algo de saliva en las comisuras de la boca, pero parecía estar completamente ileso.

-¿Puedes ayudarme, Tom? Estoy atascado -gimió Daniel.

-Sí, esto es demasiado estrecho -suspiró Tom sin moverse.

A pesar de la escasa luz, Daniel pudo percibir los escombros de los bloques de cemento y los hierros que sobresalían. Estaba tumbado sobre el suelo de baldosas con el sillón encima de él.

-Tom -gimió de nuevo.

Tom se acercó a él y lo alumbró con el encendedor. Retrocedió un par de pasos, lo miró pensativo mientras se pasaba la mano por el cráneo rapado y finalmente dijo:

-Hay que quitarte esa porquería de encima. No se te ve.

-Estoy completamente de acuerdo contigo -dijo Daniel, sin apenas poder respirar-. Pero a mí me resulta difícil. ¿Puedes ayudarme?

Tom se acercó y echó un vistazo a la situación. Se puso en cuclillas al lado de Daniel y le ofreció el encendedor.

-Sostén esto.

Luego empujó con toda la fuerza de su hombro contra el bloque de hormigón sin poder moverlo.

-No se puede -concluyó-. Tendrás que llevar eso. Pero muy bonito no es.

-¿Y si intentas tirar de mí? -susurró Daniel.

Tom suspiró y parecía que estaba empezando a cansarse, pero de todos modos sujetó a Daniel por debajo de los brazos y con un tirón fuerte y preciso logró arrastrar a Daniel unos centímetros, con el resultado de que Daniel tenía que soportar todo el peso en la pierna, en vez de en la cadera. Rugía de dolor, pero de algún modo logró arrastrarse un poco más hasta que se liberó por completo. Rodó por el suelo cogiéndose el tobillo mientras jadeaba.

-Estás mucho más guapo sin esa porquería -dijo Tom en tono aprobatorio.

Daniel se levantó, comprobó que no se había roto nada y alumbró a su alrededor con el encendedor. Estaban encerrados en una especie de bolsa, completamente rodeados de bloques de hormigón destrozados y hierros rotos.

Tom silbó y señaló algo. Entre el hormigón sobresalía un brazo con una manga de tela blanca. La piel de la mano era oscura, la palma más clara y los dedos largos y delgados como tallos de flores.

-Es el doctor Kalpak -confirmó Tom.

Se agachó, tiró con cuidado de los dedos y dijo chasqueando la lengua:

-Podría haber sido un buen guitarrista.

-Su hermana es primera violinista de la London Symphony Orchestra -murmuró Daniel mientras buscaba en vano el pulso en la muñeca, que aún estaba caliente.

Miró los montones de hormigón que llegaban hasta el techo. Era probable que el doctor Fischer estuviera debajo de ellos.

-¿Dónde estabas tú cuando se derrumbaron los pasillos? -le preguntó a Tom.

-En la sala de espera. Iban a operarme después que a ti. Fui al retrete y el vigilante se quedó fuera. Luego no sé qué pasó cuando tiré de la cadena. Debí apretar un botón que no era. ¿Dónde estabas tú? ¿Estabas en plena operación?

Señaló la cabeza recién rapada de Daniel y este sintió de repente que algo caliente y pegajoso corría por sus sienes hacia las mejillas. Se llevó la mano a la cabeza jadeando aterrado, se detuvo un instante y se palpó con cuidado la parte dolorida que sentía sobre su oreja derecha.

Tom cogió el encendedor y alumbró la cabeza de Daniel.

-Es solo una herida. Probablemente te cayó hormigón encima de la cabeza. Yo ahora tengo que moverme un poco -dijo como disculpándose.

Se dio la vuelta dejando a oscuras a Daniel y con el encendedor en una mano empezó a trepar por los bloques de hormigón con inesperada agilidad.

-Ten cuidado que no vuelvan a caerse -gritaba Daniel mientras Tom saltaba de un bloque a otro como una cabra montesa.

¿Dónde pretendía ir?

-Demasiado estrecho. Habría que quitar esto -dijo resoplando-. Y esto.

Tom estaba sobre el montón de hormigón midiendo con las manos. La pequeña llama del encendedor oscilaba en la oscuridad.

-Habría que quitar muchas cosas, Tom.

Cada vez se veía menos luz y Daniel, consternado, vio que Tom estaba a punto de desaparecer entre los bloques.

-Espera, ¿dónde vas? -gritó aterrado por la idea de quedarse solo en la oscuridad.

-Así. Eso está mejor -se oyó decir arriba.

La cabeza de Tom y la mano con el encendedor salieron por una brecha que había entre los bloques de hormigón y el techo.

-¿Vienes o vas a quedarte aquí? -gritó.

-¿Qué hay al otro lado? -preguntó Daniel, preocupado, mientras trepaba por los bloques de la pared que se había derrumbado.

-No sé si te va a gustar. Pero en cualquier caso, no es tan asquerosamente estrecho -dijo Tom.

-¿Es la sala de tratamientos? ¿El pasillo?

-Algo parecido.

-¿Hay alguien ahí?

Tom se dio la vuelta, su brazo con el encendedor desapareció dentro de la brecha y todo quedó a oscuras. Su voz sonó extrañamente lejana.

-No. O sí. Depende.

-Espera. Sigue con el mechero -gritó Daniel tropezando con algo.

Buscó un punto de apoyo en la oscuridad. Tom apareció de nuevo con el encendedor y Daniel descubrió consternado que había estado a punto de caer por una brecha entre dos bloques.

-Alúmbrame hasta que esté arriba, por favor -pidió.

Tom suspiró impaciente, pero mantuvo el encendedor levantado y para distraerse hizo algunas imitaciones de guitarra eléctrica.

Cuando Daniel se abrió paso hasta el último bloque, Tom se retiró para que él pudiera salir por el hueco. Al principio le pareció imposible, pero Tom lo había logrado y aunque Daniel no estaba tan delgado como él, debía intentarlo. No había otra opción.

Se arañó la cabeza herida contra el hormigón y sintió que la sangre pegajosa corría por sus mejillas. Con las mandíbulas apretadas de dolor rodó y salió al otro lado.

Lo primero que le sorprendió fue que olía de forma completamente distinta. El olor a polvo de hormigón seco se mezclaba con un olor frío y húmedo a tierra y piedra. Estaba tan oscuro como al otro lado, pero algo le decía que no estaban en una sala de tratamientos ni en el pasillo de un hospital. Por el contrario, tuvo la sensación de estar inmerso en un profundo pozo.

-¡Tom! -gritó-. ¿Dónde estamos?

Su voz resonó en los muros de piedra. A lo lejos se oía el eco de agua goteando lentamente.

-Si no hiciera tanto frío, creería que estamos en el sistema de túneles subterráneos de Vietcong -dijo Tom desde la oscuridad.

-Te oigo como desde muy lejos. Y no veo nada. ¿Tienes el mechero? -gritó Daniel.

Se oyó un clic y la llama chispeó al mezclarse con el aire húmedo. Tom estaba a unos diez metros de él, en un tramo estrecho que tenía el techo en forma de bóveda de piedra. El aliento salía de su boca como humo.

-¿No dijiste que habías visto gente? -le recordó Daniel.

Tom se encogió de hombros.

-Estaban allí -dijo acercando el encendedor a la pared.

Entonces Daniel descubrió en el muro de piedra de la pared unos nichos horizontales, como compartimentos de un estante. Se acercó con cautela a los nichos, iluminados parcialmente por el encendedor que sostenía Tom.

Se imaginó lo que iba a ver, lo había visto en Roma y en París, sin embargo, la visión del cráneo marrón con las cuencas de los ojos vacías le hizo contener el aliento. Estaba demasiado oscuro para poder ver dentro de los otros nichos, pero sabía que los esqueletos estaban ahí, alineados, descansando en sus literas de dos pisos.

-Las catacumbas -susurró él-. Así que existen realmente.

-Eso parece -dijo Tom y, en un ataque repentino de racionalidad, añadió-: Tenemos que ahorrar gas. Mira un poco alrededor. Luego nos quedaremos a oscuras.

Daniel fue rápidamente al montón de hormigón a buscar un par de trozos de hierro que pudieran utilizar. Si iban a andar a oscuras necesitaban algo en que apoyarse. No quería tropezar con algo inesperado.

El encendedor se apagó y ellos se internaron en la oscuridad negra como alquitrán. Tom primero, Daniel detrás, agarrado con fuerza a una punta del chándal de Tom y con la otra mano golpeando con la barra de hierro la pared, donde, apenas a unos metros de distancia, estaban los esqueletos en sus tumbas abiertas.

Al golpear Tom el hierro contra las piedras se oyó un tintineo.

-¿Qué es eso? ¿Está atascado? -preguntó Daniel muy cerca de su espalda.

Tom sacó el mechero y comprobaron que el pasadizo hacía un recodo de noventa grados. A partir de ahí se volvía más estrecho y más bajo.

El encendedor volvió a apagarse y siguieron avanzando agachados en la oscuridad, mientras Tom mantenía el buen ánimo con un frenético solo de guitarra eléctrica. Daniel se golpeó la cabeza con el techo algunas veces. Gritaba cuando la piedra le arañaba la herida y la sangre corría por su rostro. Tom no le prestaba atención, solo seguía adelante haciendo imitaciones de sonidos electrónicos.

De repente un sonido chirriante hizo que se detuviera.

-¿Otra pared? -preguntó Daniel.

Sin encender el mechero, Tom se hizo a un lado y Daniel vio por qué se había detenido. Un poco más adelante brillaba un delgado rayo de luz.

-Sabía que teníamos que llegar a algún sitio -exclamó Daniel-. Es la entrada a algún sitio.

Pero cuando llegaron al rayo de luz no había ninguna entrada, sino un muro de piedra con una rendija vertical en una esquina.

-De todos modos se trata de una pared exterior -dijo Daniel.

Intentó mirar a través de la rendija. La luz era tan fuerte que al principio lo cegó. ¿Era la simple luz del día? Esperó un momento, dejó que sus ojos se acostumbraran y volvió a mirar. Pero la rendija era demasiado estrecha y la luz demasiado fuerte. Solo podía ver una claridad vacía. ¿Era una habitación? ¿Una habitación de reconocimiento con paredes de azulejos blancos y tubos de luz fluorescente?

No, la corriente de aire frío que entraba por la grieta no venía de ninguna habitación. Y el olor, ¡esa fragancia deliciosa y fresca del aire libre! Lo que había al otro lado era el valle. La libertad.

Se dio cuenta de lo irónico de su reacción: ese valle que antes consideraba su cárcel ahora lo veía como su libertad. Y el camino pasaba a solo unos centímetros de la estrecha grieta. ¡Qué ironía! Iba a morir allí dentro junto el loco de Tom y ambos compartirían tumba con los demás esqueletos.

Acercó la boca a la grieta y pidió ayuda a gritos. Era como gritar a la pared. El ruido volvía otra vez a él y dudaba que alguien lo oyera; ni siquiera aunque estuviera justo al otro lado. La abertura era demasiado estrecha para que pudieran entrar por ella los sonidos.

-Tienes un aspecto horrible -dijo Tom asqueado, señalando el rostro lleno de sangre de Daniel.

-Lo siento -dijo Daniel.

Vio con asombro que Tom se bajaba la cremallera de su sudadera y se la quitaba. Después se quitó la camiseta y dejó al descubierto su tórax escuálido y sin pelo.

-¿Qué haces? -preguntó Daniel-.Vas a morirte de frío.

Con unos fuertes tirones, Tom hizo jirones su camiseta. Daniel seguía mirándolo. Por un instante se le ocurrió pensar que tal vez su compañero pensaba vendarle las heridas. Pero Tom se limitó a frotarle con la relativa fuerza de sus manos la sangre de la cabeza y de la cara.

-Así está mejor -asintió, observando satisfecho la tela ensangrentada mientras la sostenía en alto.

Daniel se sentó junto a la pared de piedra. Levantó una mano hacia el rayo de luz del día que, como un hilo fino, caía en medio de la oscuridad. Juntó los dedos pulgar e índice como si pudiera captarlo. Se dedicó durante horas a ese juego sin sentido hasta que estaba tan helado de frío que apenas podía sentir ya su cuerpo.

Tom iba y volvía en la oscuridad, parloteando sus tonterías y cantando a solas. Daniel no lo escuchaba. Estaba concentrado en el rayo de luz que cada vez se hacía más pálido y delgado.