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Al principio no vio nada más que luz. Un destello cegador que hizo que Daniel se quedara de pie en medio del despacho de la doctora Obermann y se protegiera los ojos con la mano. Había grandes ventanales panorámicos que llegaban al suelo, a través de los que entraba el resplandor del sol y se reflejaba en el parqué de madera de haya y en las paredes blancas. (Sin duda sorprendente, ya que él no había notado ningún resplandor al pasar por el parque de la clínica, tal vez solo llegaba a las plantas superiores del edificio). Cuando los ojos se habituaron, vio que la habitación era grande y parecía más el despacho de un director de una gran multinacional que el consultorio de un médico.

Gisela Obermann y los otros médicos se encontraban en la quinta planta, la parte superior del moderno edificio, detrás del edificio principal. Daniel había tenido que pasar por dos puertas y un guardia de seguridad que hizo una llamada de control a la doctora Obermann antes de permitirle que entrara en el ascensor de cristal. Los médicos estaban bien protegidos.

Gisela Obermann se levantó de su escritorio.

-Bienvenido. Me alegro de que hayas cambiado de idea. Tu aportación es importante para la investigación.

Él no supo determinar si ella hablaba en serio o era irónica.

-¿En qué consiste mi aportación? -preguntó él mientras seguía de pie en medio de la sala.

-En estar aquí. En acudir a las reuniones cuando se te cita y en hablar lo más honestamente que puedas sobre ti mismo. Esa es tu aportación -explicó la doctora Obermann con tranquilidad mientras iba hacia a un conjunto de sillones, cuadrados y juntos, como bloques.

Ella se sentó en uno de los sillones y pidió a Daniel que se sentara en el otro. Entonces, cuando se sentó de espaldas a la luz, pudo verla bien. Tendría unos cuarenta años, era alta y esbelta, piernas bonitas pero una cara corriente. Su melena era abundante, de color rubio oscuro y peinada con raya a un lado, de modo que caía en diagonal sobre su frente y mejilla.

-Déjame que te lo diga de nuevo: aprecio que estés aquí, Max. Como sabes, tienes todas las de ganar viniendo aquí. Y todas las de perder si no lo haces. Y no creo que sea demasiado esfuerzo. Solo un momento de charla.

Ella sonrió y Daniel hizo un esfuerzo por devolverle la sonrisa. ¿No había advertido nada? Samantha le había dicho que la doctora Obermann notaría la diferencia inmediatamente.

-Vamos a empezar. Como es habitual, grabaremos la conversación. -Se echó hacia atrás y cruzó las piernas.

Daniel miró a su alrededor. En un soporte en la pared, descubrió dos pequeñas cámaras que sobresalían como globos oculares. Una de ellas enfocada hacia él; la otra, hacia la doctora.

-¿Estás bien? Pareces un poco desconcentrado.

-Estoy bien.

-Vale.

La doctora Obermann hojeó unos papeles que tenía encima de las rodillas. Daniel notó con sorpresa que ella tenía todas las uñas mordidas. Eso hacía que sus manos parecieran infantiles y dañadas, como si fueran de otra persona. Ella frunció el ceño mientras leía y luego levantó la vista.

-He oído que has estado preocupado los últimos días. ¿Ha ocurrido algo desde que hablamos la última vez? -Al no recibir respuesta, añadió con amabilidad-: Ha venido tu hermano a visitarte, ¿no?

Daniel respiró hondo.

-Nosotros no hemos hablado nunca, doctora Obermann. Me confunde con mi hermano, como pretendíamos. Les hemos engañado.

«Ahora se dará cuenta», pensó Daniel. «Ahora se dará cuenta.»

-¿Qué quieres decir? -preguntó la doctora Obermann en un tono de voz normal.

-Se dará cuenta de que yo no soy Max, aunque somos muy parecidos. Me llamo Daniel Brant y llegué la semana pasada para visitar a Max, que es mi hermano gemelo. Él estaba en un aprieto y necesitaba salir de la clínica unos días para arreglar algo. Como no tenía permiso para salir, acepté ocupar su lugar. Bueno, no estoy seguro de si lo acepté en realidad, pero por lo visto Max lo interpretó así. Como somos gemelos monocigóticos, él pensó que podríamos engañar al personal de la clínica intercambiando nuestras identidades. Lo que, evidentemente, hemos logrado.

-Espera -gritó Gisela Obermann inclinándose hacia delante con interés-. Tú no eres Max, sino su hermano gemelo, ¿estás diciendo eso?

Daniel asintió y sonrió a modo de disculpa.

-Si me mira con detenimiento, lo verá. Max dijo que vendría el viernes pasado lo más tardar y estamos a martes. No he sabido nada de él. ¿Se ha comunicado con usted, doctora Obermann? ¿O con alguna otra persona de la clínica?

En vez de contestar, la doctora Obermann hizo una anotación en sus papeles y dijo:

-¿Podrías contarme algo más de cómo se realizó ese intercambio?

Daniel se lo contó y la doctora Obermann escuchó con atención.

-Espera un momento -interrumpió ella de repente-. ¿Por qué me llamas doctora Obermann? Sueles llamarme Gisela.

-Pero yo no la había visto a usted anteriormente. Si prefiere que la llame Gisela puedo hacerlo. Si prefiere hablar en alemán, que creo es su idioma materno, también puede hacerlo. Yo hablo alemán bastante bien. He sido intérprete.

La doctora Obermann suspiró y miró hacia arriba.

-Sí, has sido muchas cosas. Pero, como sabes, aquí hablamos inglés ante todo. Es más fácil para todos. Tú puedes llamarme como quieras, pero yo seguiré llamándote Max. Por lo que se ve hoy quieres jugar algún tipo de juego de rol, sé que te gustan las bromas, pero yo no estoy de humor para juegos.

-A mi hermano le gustan las bromas. A mí, no -dijo Daniel enfadado golpeando con la palma de la mano el apoyabrazos del sillón-.Yo solo quiero solucionar esto y marcharme de aquí. Me llamo Daniel Brant, lo que no puedo demostrar porque Max se llevó mi documentación. Tendrá que creer lo que digo, simplemente.

-Pero no te creo.

Ella ladeó la cabeza y sonrió con dulzura, casi con ternura.

-¿Por qué no? -preguntó sorprendido.

-Porque eres un mitómano. Mentir y manipular a los demás forma parte de tu personalidad.

-Forma parte de la personalidad de mi hermano.

Gisela Obermann se puso en pie y fue hacia su escritorio. Escribió algo en el teclado y observó el monitor en silencio.

-Aquí veo que tu hermano llegó el domingo 5 de julio. Se marchó el martes 7 de julio -dijo ella.

-Yo llegué aquí el 5 de julio. Max se marchó el 7 de julio. Se puso una barba postiza del teatro y yo me la afeité. Increíblemente sencillo, como en una opereta, ¿verdad? Nunca hubiera creído que iba a funcionar. Pero como somos gemelos monocigóticos...

-No sois gemelos en absoluto -interrumpió Gisela Obermann girando su silla de escritorio de modo que estaban frente a frente-. Daniel nació dos años antes que Max.

-Eso es lo más estúpido que he oído. La información que usted tiene es errónea.

-La fecha de nacimiento de Daniel es... -Se volvió hacia la pantalla-. 28 de octubre de 1975, aquí lo pone.

-Correcto.

-Y la de Max... Aquí está: 2 de febrero de 1977.

-No, no -dijo Daniel-. Eso no es correcto. Nacimos el mismo día, naturalmente.

Gisela Obermann le lanzó una mirada larga e inescrutable. Se levantó, fue hacia los sillones y se quedó mirando por la ventana panorámica en silencio. De pronto, bajo la fuerte luz del sol se la vio vieja y cansada.

-¿A qué estás jugando, Max? Aquí lo sabemos todo de ti. Fuera tal vez podrías engañar a la gente, pero no tiene sentido que lo intentes conmigo, ¿no crees? ¿Qué esperas ganar con esto?

-Solo espero que crea lo que digo y que me ayude a salir de aquí -dijo Daniel con impaciencia-. Los datos que tiene en ese ordenador son erróneos. Es evidente que Max mintió cuando se registró al llegar aquí. Se le da muy bien. Pero no pienso dedicar más tiempo a esta conversación. Usted puede pensar lo que quiera, pero yo me voy de aquí. No tiene ningún derecho a retenerme.

Se levantó y fue rápidamente hacia la puerta.

-Un momento -gritó la doctora Obermann.

Se dio la vuelta. Hasta ese momento no había reparado en las vistas del valle y las cumbres nevadas a lo lejos. La doctora Obermann seguía sentada en el sillón. Cómodamente recostada y con una leve sonrisa agregó:

-¿Qué quieres decir exactamente con «de aquí»?

-Que me voy de la clínica, naturalmente. Y de este endemoniado valle -contestó él enfadado mientras agarraba la manilla de la puerta.

La puerta estaba cerrada. No había ni cerradura ni forma de abrirla.

-¿De Himmelstal? -dijo la doctora Obermann desde su sillón.

Él se volvió hacia ella.

-Sí. Sé que las comunicaciones son pésimas y que los habitantes del pueblo no colaboran mucho. Han recibido instrucciones de ustedes, ¿verdad? Pero ahora me marcho y, en el peor de los casos, tendré que hacerlo a pie.

Ella soltó una risita jadeante.

-Eres muy convincente. Si no lo supiera, te creería.

Daniel volvió a tirar de la manilla de la puerta, a pesar de que sabía que era inútil. No iba a salir de allí hasta que ella le dejara. La gabardina de la doctora colgaba de una percha que había junto a la puerta. Él esperó con la mano en la manilla mientras examinaba esa gabardina y el perchero. Gisela permanecía en silencio en su sillón.

-¿No puedo marcharme cuando quiera? -gritó él enfadado-. ¿Encierran a sus pacientes?

-No encerramos a nadie. Puedes irte cuando quieras. Solo cierro por fuera para que no nos molesten mientras hablamos. Y no hemos terminado aún, Max. Para ser sincera, hoy me estás desconcertando un poco.

-¿Desconcertando? -Daniel se dio la vuelta-. Uno de sus pacientes ha huido. Usted debería preocuparse por él. Buscarlo. Puede haberle ocurrido algo, ¿ha pensado en ello? Se comporta de modo irresponsable, es todo lo que puedo decir. ¿Quiere dejarme salir, por favor?

-Claro que sí. Espero que podamos continuar la conversación otro día. Tal vez esto nos lleve a algún sitio.

Ella se fue hacia su escritorio.

Había algo extraño en ese perchero. Era de madera basta y no se ajustaba a la decoración minimalista. Cuando Daniel lo miró de cerca, pudo distinguir dos figuras delgadas talladas en la madera que estaban una junto a la otra, espalda contra espalda. Las figuras tenían los brazos doblados presionados contra el cuerpo, pero sus dedos sobresalían como ganchos y uno de ellos sostenía el abrigo de la doctora Obermann. Encima se veían dos caras alargadas, talladas en la barra y cada una vuelta hacia un lado. Una de las caras dormía con los ojos y la boca cerrados, la otra estaba despierta con la boca abierta, como si gritara.

Cuando iba a hacer un comentario sobre el extraño perchero, se oyó un clic en la cerradura y, al intentar bajar la manilla, la puerta se abrió.

-Hasta luego, Max -dijo Gisela Obermann desde su escritorio.- Puedes volver cuando quieras.

Daniel entró en el ascensor y se puso de espaldas al espejo, apoyando la frente en la fresca pared de cristal. Parecía que el suelo de piedra de la entrada y las plantas de interior se abalanzaban sobre él. ¿Por qué había dado Max una fecha de nacimiento incorrecta? ¿Se había ido de la clínica para siempre?

De repente recordó el relato del hermano sobre el hombre que llevaba la barcaza al infierno. Había dejado los remos a cargo de otra persona.

La Cervecería Hannelore estaba concurrida esa tarde. Daniel tuvo que sentarse en una mesa grande donde había otras personas.

Corinne había empezado ya su actuación. En esa ocasión no llevaba el traje regional ni tenía cencerro. Iba vestida de marinero. Llevaba unos anchos pantalones de marinero, chaqueta con galones azules en el cuello y gorra marinera con un pequeño pompón. Su acompañante con el acordeón iba vestido de capitán con gorra de visera y uniforme blanco. Interpretaban canciones marineras alemanas y el espectáculo era igual de teatral, de tan mal gusto y a la vez tan encantador como el número del cencerro.

Daniel cambió de mesa, esta vez buscó la misma que la primera vez que fue con Max. En la esquina del fondo. Estaba tomándose la segunda jarra de cerveza, la gente alborotaba en el oscuro local y las pequeñas hojas de cristal color amarillo y rojo de los portavelas resplandecían como hojas otoñales. Tenía que conseguir que alguien lo sacara de allí lo antes posible y sin que lo supieran en la clínica.

Los ojos de Corinne se movían de un lado a otro bajo el flequillo castaño y a él le recordó a esas tarjetas para gastar bromas en las que las figuras giran los ojos. Con paso vacilante, como si estuviera en un barco en medio de una tormenta, ella se acercó a la mesa de Daniel y pareció que cantaba solo para él. Con la tenue luz de las velas vio el maquillaje de ella: sombra de ojos azul claro hasta las cejas.

Hipnotizado, él estiró la mano y le tocó suavemente el brazo. Ella le guiñó un ojo y volvió a su sitio, junto al acompañante.

¿Hasta qué punto conocería ella a Max? ¿Le ayudaría a salir de allí si le explicara su situación?

Continuó sentado al acabar la actuación, esperando que Corinne volviera. Pero había desaparecido por la zona privada y no volvió a salir.

Cuando el cuco del reloj anunció las once y media se originó un ambiente de partida. Daniel salió de la cervecería y fue a paso ligero hacia la clínica bajo la lluvia fría. Se dio cuenta de que la mayoría de los clientes iban en la misma dirección.

Cuando abrió la puerta de la cabaña, una voz a su izquierda salió de la oscuridad.

-Te gusta estar fuera hasta tarde, ¿eh?

Tras el ascua roja del cigarrillo imaginó a su vecino como una gran sombra, una parte oscura más de la oscuridad.

-Me alegro de que hayas vuelto, Marko. ¿Estás bien? -dijo Daniel.

Al no obtener respuesta, prosiguió:

-Solo he bajado al pueblo a tomarme una cerveza.

Marko respiraba con dificultad, resoplando por la nariz. Sonaba más como un perro viejo que como una persona. El alero del tejado le protegía de la lluvia, que caía silenciosa e invisible.

-Haz lo que quieras -susurró él-.Yo no voy a ninguna parte después del anochecer. No quiero arriesgarme.

-Tal vez sea prudente. Buenas noches.

«Me pregunto si va voluntariamente a algún sitio», pensó Daniel. «Parece que forme parte de la pared de la cabaña.»

Daniel encendió el ordenador, abrió el correo electrónico con el mensaje de Corinne de la semana anterior y escribió una respuesta:

Me ha gustado mucho tu actuación de esta noche. Estabas genial como marinera.

¿Sigue en pie tu propuesta de invitarme a un picnic? En tal caso me gustaría que fuera lo antes posible.

Disculpa mi tardanza en contestar. Las cosas están algo complicadas. Ya te lo contaré.

Después de un momento de duda acerca de cómo firmar, se decidió por: Max.

En cuanto lo envió entró una azafata por la puerta.

-¿Todo tranquilo, Max?

-Ya le he dicho a tu compañera que yo soy el hermano de Max. ¿No te lo ha dicho nadie? -dijo Daniel con enfado.

-No que yo recuerde -dijo la azafata en tono alegre-. ¿Quieres algo para dormir?

Ella abrió el bolso que llevaba colgado al hombro y miró dentro.

-No, gracias.

El ordenador emitió un pitido y cuando se volvió hacia la pantalla vio que ya había una respuesta de Corinne.

Daniel abrió el correo.

Mañana por la mañana a las nueve en la fuente.

Eso era todo.