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La biblioteca estaba en silencio y desierta. No se veía a nadie, a excepción del bibliotecario. Daniel se acercó al mostrador.
-Quisiera leer algo sobre halcones -dijo él.
El hombre calvo y de poca estatura se puso bien las gafas y lo acompañó hasta uno de los estantes.
-Aquí está. El mundo de las aves rapaces -dijo el bibliotecario entregándole una encuadernación con un águila real en la portada-. ¿Algo más?
-Gracias, es suficiente. Esto es exactamente lo que buscaba. Gracias por su ayuda -dijo Daniel dándose la vuelta para marcharse.
-¿Nada sobre la Segunda Guerra Mundial? Tenemos cosas muy interesantes.
Daniel se detuvo. La Segunda Guerra Mundial era una especie de pasión para el bibliotecario. En su piso del pueblo, tenía mapas donde marcaba con alfileres las posiciones de alemanes y aliados, seguía con detenimiento toda la literatura que se publicaba sobre ese tema y se encargaba de que la biblioteca de Himmelstal estuviera en ese aspecto tan bien surtida como la de una universidad.
Daniel también sabía que el hombre calvo tenía otra pasión: estrangular a personas inocentes con una cuerda de nailon. Se decía que era muy hábil en ese difícil arte y al equipo para matar podía accederse con facilidad en la tienda de artículos de pesca del pueblo.
-La Segunda Guerra Mundial siempre resulta interesante -contestó Daniel intentando ser complaciente-. ¿Usted, qué me recomienda?
-Bueno, hay mucho para elegir. Venga conmigo y lo verá -contestó el bibliotecario riéndose entre dientes. Se encogió de hombros y guiñó uno de sus ojos en un gesto travieso que hizo saltar sus gafas con montura de acero.
Daniel lo siguió vacilante por entre los estantes mientras miraba hacia la entrada por encima del hombro. ¿Cuánto tiempo estarían solos allí dentro?
El bibliotecario hablaba sobre su tema preferido, pero su voz se ahogó de repente por el sonido de una sirena seguido de un ruido sordo que hizo temblar las estanterías. El mismo temblor que Daniel había notado hacía un momento en el fondo del valle, pero mucho más fuerte.
-¿Qué ha sido eso? -preguntó.
-Hacen explosiones -dijo el bibliotecario con tranquilidad mientras buscaba con el dedo por los lomos de los libros-. Para la nueva construcción.
-¿Se va a construir algo nuevo?
El bibliotecario asintió.
-Un edificio de viviendas. En la parte superior de la ladera. De seis plantas. Apartamentos de una y dos habitaciones. Balcón y vistas al valle. Estoy planteándome solicitar uno. No me siento bien en el pueblo. ¿Vive usted en el pueblo?
-No -dijo Daniel, y para evitar decir dónde vivía, agregó-: ¿Cuándo estará terminado el edificio?
-El próximo verano. Pero tal vez sea solo para los recién llegados. El año próximo van a venir doscientos.
El bibliotecario se subió a un taburete y forzó la vista tras sus gafas de lectura para ver mejor la fila superior de libros.
-¿Doscientos?
-Así es. Himmelstal se expande. ¿Ha leído esto del Servicio de Inteligencia inglés?
Se bajó del taburete con el libro en la mano. Daniel solo quería coger el libro y marcharse, pero el bibliotecario empezó a describirle el contenido y luego estaba tan entusiasmado que parecía que fuera a vendérselo a Daniel en vez de prestárselo. Su despejada cabeza brillaba con el sudor de la emoción. Daniel se arrepintió de haber despertado esa pasión y le preocupaba que si adquiría la fuerza suficiente pudiera encender otros deseos del bibliotecario.
No se tranquilizó hasta que vio llegar a Pablo, un ex asesino a sueldo del submundo de Madrid, que se sentó confiado con unas revistas de motos. Pablo era conocido por su brutalidad, pero de todos modos era un testigo y el bibliotecario le temía tanto como Daniel. La llegada del español actuó como un cubo de agua fría sobre los sentidos excitados del hombrecillo, su voz se transformó en susurro y su mirada se volvió incierta y vacilante.
Daniel respiró. «El mundo de las aves rapaces», pensó. «El gorrión se alegra cuando el águila espanta al halcón.»
-Muchas gracias. Ahora iré a casa a leer -dijo Daniel precipitadamente-. Por cierto, usted parece estar bien informado. He visto a unos vigilantes en el río. Parecía que estaban buscando algo.
-Sí -dijo el bibliotecario en tono grave.
-Es que... ¿ha desaparecido algún residente?
-No, en absoluto -dijo el bibliotecario sonriendo-. Los vigilantes no salen en busca de los residentes.
Echó un vistazo al español y bajó la voz hasta el susurro:
-Es una de las azafatas.
-¿La bajita de pelo oscuro?
Hacía tiempo que Daniel no la veía y se preguntaba dónde habría ido.
El bibliotecario asintió de modo casi imperceptible. No quería hablar de ello.
-Gracias una vez más por su ayuda -dijo Daniel-. Devolveré los libros en cuanto los haya leído.
-Puede quedárselos el tiempo que necesite -dijo el bibliotecario-. Iré a su casa en caso de que alguien los pidiera. Usted vive en una de las cabañas, ¿no es así?
Daniel masculló algo que podía significar tanto sí como no.
-Tengo que saber dónde viven mis amigos -dijo el bibliotecario sonriendo-. Me refiero a esos -dijo señalando los libros que llevaba Daniel bajo el brazo.
Esa noche, Daniel soñó con los ángeles blancos del padre Dennis que volaban sobre Himmelstal. Estaba entre ellos y era tan leve y libre como ellos. El valle estaba debajo de él, verde y fresco, con el río sinuoso y el pequeño pueblo. Las campanas de la iglesia sonaban y sus sonidos parecían más frágiles y claros en el aire.
Entonces notó de repente que los ángeles ya no eran blancos, sino oscuros. Se habían transformado en grandes aves de rapiña que daban vueltas y vueltas en círculo mientras miraban al fondo del valle. En vez de agua corría pus amarilla y lenta y las aves rapaces no buscaban ratones o pajarillos, sino los enormes gusanos blancos que reptaban por la hierba.
«Claro, así era, naturalmente», pensó Daniel en sueños. Se sintió extrañamente tranquilo, como si eso tan desagradable que veía no le molestara, sino que, por el contrario, confirmara a sus sospechas.
Y las campanas frágiles no eran las de la iglesia, ¿cómo podía haberlo pensado?, sino que procedían de los cascabeles que llevaban las aves atadas con correas de cuero alrededor de sus patas.
En ese mismo momento entendió algo más y ese descubrimiento fue tan fuerte que lo expulsó del sueño.
Encendió la lámpara de su pequeño dormitorio, cogió el teléfono que estaba en el estante de la pared y le escribió un mensaje de texto a Corinne.