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Daniel tomó las dos pastillas blancas que el vigilante le ofreció junto con un vaso de plástico con agua. Le dolía la cabeza y sentía la lengua áspera y desagradable como un objeto extraño en su boca. Esperaba que las pastillas aliviaran su malestar físico y redujeran el miedo y la claustrofobia que iban despertando lentamente en su interior.

Los efectos de las pastillas fueron los que él esperaba. Sus sentidos embotados lo llevaron a una suave indiferencia y cuando estaba a punto de dormirse volvió el vigilante y lo llevó a las duchas, donde pudo realizar su aseo matutino moviéndose a cámara lenta.

«No estamos bajo tierra, estamos bajo el agua», pensó cuando se deslizaba por el pasillo, recién duchado y vestido con la misma ropa de entrenamiento de color blanco y negro que llevaban los otros pacientes.

Parecía que tanto su cuerpo como su mente nadaban. Delante de él caminaba una figura delgada con la cabeza rapada a la que, igual que a Daniel, guiaba un vigilante. El hombre se movía de forma errática y se detenía una y otra vez y comentaba a su alrededor:

-Un lugar tranquilo y agradable. Pero hay poco espacio. Habría que ensancharlo un poco.

Se detuvo y se quedó mirando las paredes. El vigilante esperó pacientemente. Daniel y su escolta tuvieron que detenerse también, ya que el pasillo estaba bloqueado.

-Y a esas feas que están ahí dentro -bufó el hombre flaco señalando una de las ventanillas redondas en la que un rostro humano hacía muecas y una mano golpeaba el cristal sin que se oyera nada-. No soporto verlas más. Que pongan a gente más vistosa en su lugar. Mujeres bonitas. Eso estaría mejor. ¿A que sí?

Se volvió hacia Daniel. Era Tom, el violento tallador de madera. Esbozó una amplia sonrisa antes de que el vigilante se lo llevara.

Poco después, Daniel volvió a la celda y tras un rato que no recordaba cuánto duró, vio que había tres personas en la entrada a su celda. El doctor Fischer, el médico indio y un hombre vestido con pantalón vaquero y camisa, al que no reconoció porque no llevaba puesta su gorra de béisbol.

-Buenos días -dijo el doctor Fischer-. Espero que hayas dormido bien. Solo vamos a tomarte algunas muestras. Puedes seguir tumbado dónde estás. Súbete la manga, por favor. Apenas vas a notarlo, el doctor Kalpak es muy hábil. Yo volveré enseguida. Voy a acompañar al señor Jones hasta la salida.

El médico indio pasó las suaves yemas de sus dedos por el brazo izquierdo de Daniel antes de que la cánula se hundiera en la vena. Sintió calor y hormigueo al fluir la sangre que el doctor Kalpak capturó e introdujo en un pequeño tubo.

Antes de que el doctor Fischer regresara había tenido tiempo de llenar y colocar en un estante varios tubos de sangre oscura, casi negra. El médico indio tapó el tubo, puso un esparadrapo en el brazo de Daniel y se marchó haciendo una discreta reverencia.

-El doctor Kalpak es mi cirujano personal. Es increíblemente hábil con las manos. Su hermana es primera violinista en la London Symphony Orchestra -dijo el doctor Fischer.

-¿Quién era el otro hombre? -preguntó Daniel.

-¿Te refieres al señor Jones?

-Sí. ¿Es médico también?

-Es uno de los principales patrocinadores de Himmelstal.

Daniel se sentó. Estaba tranquilo y no tenía miedo gracias al efecto de las pastillas.

-Es norteamericano, ¿verdad? Se rumorea que es enviado de la CIA.

El doctor Fischer se encogió de hombros.

-En el valle se rumorean muchas cosas.

-Y por lo visto, la mayoría tienen una parte de verdad. ¿Qué lugar es este realmente? ¿Qué va a hacer usted con todas las personas que están encerradas aquí?

-Ayudarles.

-¿Ayudarles?

-Sí.Y no solo a las personas que hay aquí. Mi propósito es ayudar a todas las personas.

Daniel estuvo a punto de echarse a reír. El doctor Fischer estaba loco de verdad.

-¿Cómo?

-Te lo explicaré con mucho gusto, Daniel. Pero propongo que nos vayamos a mi pequeño estudio. Como el doctor Kalpak ya te ha hecho las pruebas puedes desayunar sin ningún impedimento. Yo tampoco he tenido tiempo de hacerlo todavía. ¿Qué te parece un poco de té con tostadas en mi casa?

Daniel aceptó la invitación. Hubiera dado cualquier cosa por poder salir de esa celda maloliente, aunque solo fuera un momento.

El doctor Fischer colocó la cortina de terciopelo que había delante de la puerta de acero y encendió una vela en el apartamento pequeño y acogedor. Enseguida, el pasillo con las celdas herméticamente cerradas le pareció irreal, pese a haber estado allí recientemente.

A petición del doctor, Daniel se sentó en el mismo sillón en el que se había sentado la noche anterior y, mientras el doctor tostaba el pan y preparaba la mesa, se intensificó su sensación de haber dormido en ese sillón y de que lo ocurrido por la noche y por la mañana había sido una pesadilla. Pero su chándal blanco y negro y la tirita en el brazo del análisis de sangre que le había hecho el doctor Kalpak le decían algo distinto. A pesar de las pastillas estaba alerta y tenso, y tuvo dificultades para ingerir la tostada con mermelada de ruibarbo que le había preparado el doctor.

-Me gusta invitar a mis pacientes a una taza de té y a una pequeña conversación. Bueno, no a todos, se entiende. A pacientes como tú, Daniel.

La mirada de Daniel buscaba la cortina que estaba en el lado izquierdo de la habitación y que, si recordaba bien, ocultaba la puerta por la que habían entrado la noche anterior, que conectaba con el sistema de alcantarillado oficial. ¿O no era así?

-Siempre valoro a un interlocutor inteligente. Come, amigo. ¿Te molesta algo? Ah, sí, esa puerta de allí. Para salir necesitas un código y una tarjeta con banda magnética y suele haber un vigilante muy cerca. Así que puedes olvidarte de esa idea. Si recuerdo bien, tomas el té sin leche, ¿verdad?

El doctor Fischer puso leche en su taza de té y lo removió.

-No lleva aditivos -dijo mirando la taza de té de Daniel, que no la había tocado-.Ya te han dado las pastillas que debes tomar. Espero que haya acertado. Equilibrado y armónico, pero con la mente lo suficientemente clara como para mantener una conversación inteligente.

Y como si fuera a confiarle un secreto a Daniel, se echó hacia delante y le dijo en voz baja:

-Mira, en realidad yo no estoy muy a favor de los psicotrópicos. Es algo primitivo y torpe. En un futuro vamos a utilizar recursos más adecuados.

Daniel probó el té con cautela.

Karl Fischer asintió con satisfacción, se aclaró la voz y dijo:

-Como habrás visto, en Himmelstal se están llevando a cabo numerosos proyectos de investigación. La idea es trabajar en un frente amplio hasta que encontremos a qué se debe la psicopatía y cuál es el mejor modo de curarla. Tú conoces uno de nuestros proyectos, basado en el modelo Pinocho del doctor Pierce, en el que el psicópata es visto como un muñeco de madera que es casi un ser humano, no del todo. Como seguramente imaginas, no comparto las teorías del doctor Pierce. ¿Sería el psicópata menos humano por carecer de conciencia? Bueno, eso depende, naturalmente, de cómo se defina el concepto «humano».

-¿En qué tipo de proyecto está trabajando usted ahí dentro? -interrumpió Daniel, a quien no le interesaban las definiciones.

El doctor Fischer se echó hacia atrás en su sillón y dijo con calma:

-¿Crees que me estoy poniendo demasiado filosófico? De hecho, la filosofía, la medicina y la psiquiatría están cada vez más cerca unas de otras. ¿Por qué la evolución ha provisto de conciencia al hombre?

Daniel no sabía si era una pregunta retórica o si esperaba contestación. Para acelerar el razonamiento eligió lo segundo.

-Para inhibir los impulsos agresivos y egoístas. Sin conciencia, nos mataríamos unos a otros y exterminaríamos a nuestra propia especie.

-¿Lo haríamos? -exclamó Karl Fischer con exagerado asombro-. ¿Tiene conciencia una rata? ¿O una serpiente?

Daniel optó por guardar silencio en esa ocasión.

-Es poco probable. La conciencia no es una característica necesaria para la supervivencia de una especie. Entonces ¿por qué la tenemos?

Daniel no contestó. A Karl Fischer no le interesaba lo más mínimo tener un compañero de conversación. Quería tener público.

-Probablemente -siguió diciendo el doctor, e hizo una pausa retórica que mantenía expectante a su interlocutor mientras él se bebía su té con tranquilidad-, probablemente surgió con el fin de que el más fuerte de la manada no se comiera la comida de los demás. La supervivencia del grupo era más importante que la del individuo y las miradas hambrientas y suplicantes se convirtieron en señales que provocaron comportamientos altruistas. En esa forma primitiva, la conciencia, naturalmente, no era mucho más importante que las reacciones de los animales ante los quejidos de sus cachorros. Una especie de instinto, una voz interior. Pero el ser humano, a diferencia de los animales, tiene la capacidad de actuar contra su voz interior. Y por ello está dotado también de un detalle que regula su comportamiento y que es el único que lo posee: la culpa. El termostato que se enciende cuando se ha alejado demasiado del programa. Probablemente funcionaba a la perfección en la Edad de Piedra. ¿Pero hoy en día? ¿Vivimos en manadas en regiones salvajes, Daniel? No, somos individuos que interactúan y compiten en un mercado. La conciencia y la culpa ya no son más necesarias para nuestra supervivencia que el apéndice. La verdad es que nos las arreglaríamos perfectamente, incluso mejor, sin ellas. Como especie, se entiende. Ciertos individuos se hundirían, por supuesto, es el precio de la evolución.

Sorbió un poco más de su té y Daniel aprovechó para hacer una observación:

-Espero haberlo entendido bien, doctor Fischer. Entonces ¿usted no está interesado en curar a los psicópatas? ¿Considera que la carencia de conciencia que tienen es un recurso?

-Yo no veo a los psicópatas del mismo modo que otros investigadores de Himmelstal, eso es cierto -reconoció el doctor Fischer, asintiendo con gravedad-. Si vamos a seguir hablando en términos evolutivos, el psicópata no es un retroceso a un estadio anterior más primitivo, como creen algunos. Por el contrario, la razón de que surja esa divergencia de vez en cuando es precisamente lo mismo que sucede con otras diferencias: la naturaleza prueba con nuevos modelos. Si son funcionales sobreviven y son el origen de otros modelos similares. El hecho es que el número de psicópatas diagnosticados en Europa aumenta año tras año. Cuando Himmelstal inició su actividad tuvimos que buscar material de aprendizaje activamente. En la actualidad estamos ahogados de solicitudes de todos los países europeos. No podemos recibir ni una mínima parte de todo lo que se quiere colocar aquí. Así que desde una perspectiva evolutiva, el modelo psicopatológico tiene éxito.

-No puedo ver ningún beneficio evolutivo en que el número de asesinos, violadores y ladrones vaya en aumento -protestó Daniel.

-No, no hay ningún beneficio en ello, tienes toda la razón. Himmelstal está inundado de violentos idiotas e impulsivos. La mayor parte de los psicópatas no solo carecen de conciencia. Lamentablemente también carecen de paciencia, perseverancia y autocontrol, lo que los hace aún más inútiles en la mayoría de los contextos. Por eso distintos capos de mafias y líderes terroristas muchas veces han tenido motivos de queja. Su sueño es el psicópata manejable, sin sentimientos, pero inquebrantablemente fiel a quien contrata sus servicios. Sin miedo, pero cauteloso si es necesario. Inteligente, pero carente de creatividad independiente. En resumen: un robot. Puedes imaginarte lo útil que sería un ser así en ciertas circunstancias.

Karl Fischer hizo una pausa y miró a Daniel con gesto interrogante, como si quisiera asegurarse de que seguía el razonamiento.

Daniel asintió con gravedad y dijo:

-¿Es posible crear un ser así?

Fischer mostró las palmas de sus manos.

-Tal vez.

-¿Por eso está aquí el señor Jones? ¿Trabaja usted para la CIA?

-Eso es lo que cree la CIA -dijo el doctor Fischer riéndose-. ¡Los estadounidenses! Se les ha ocurrido que yo creo misiles humanos que ellos pueden utilizar en alguna de las guerras que tienen en curso. Y mientras sigan bombeando dólares en Himmelstal no pienso sacarlos de su error. Nunca habríamos podido desarrollarnos hasta este nivel si no hubiéramos recibido su dinero. Mi propio departamento de investigación, por ejemplo -dijo señalando con un gesto la cortina por donde habían entrado-. Nunca hubiera existido sin las generosas donaciones del señor Jones. Por eso tengo que dejarle que se escabulla por los pasillos de aquí abajo como un conejo. Le dejo que participe en algunos experimentos y a veces le paso algunos informes clasificados de las investigaciones. En realidad, no entiende nada de lo que estoy haciendo. Cree que me dedico a domar bestias. Lo que no es del todo erróneo. Mi proyecto es mucho más amplio que eso.

-¿Cuál es su proyecto?

-La persona feliz. Un mundo sin sufrimiento -dijo el doctor Fischer encogiéndose de hombros con modestia.

-¡Vaya! ¿Y cómo va lograrlo?

-La desgracia de la mayor parte de la gente es que tienen más sentimientos de los que necesitan.

-¿Así que usted quiere reducir los sentimientos de la gente? -exclamó Daniel-. ¿Quiere convertirlos a todos en psicópatas? ¿Es ese el objetivo de su proyecto?

A pesar de las pastillas, estaba tan molesto que apenas podía quedarse quieto en el sillón.

Karl Fischer puso una mano firme en el hombro de Daniel y le dijo:

-Deja que termine de hablar. No quiero eliminarlos. Solo quiero bajar un poco el regulador.

Apretó levemente la mano de Daniel y sonrió tranquilizador antes de soltarla y añadir:

-Cuando hacía las prácticas durante mi época de estudiante en un consultorio psiquiátrico, me sorprendía ver toda la culpa que los pacientes tenían que soportar. A menudo era culpa inútil, por cosas que no se podían controlar. Culpa por algo por lo que ya no podía hacerse nada. Sentimientos dolorosos totalmente innecesarios. Cuanto más escuchaba a esos pacientes, más sorprendido estaba. Me interesaba mucho porque yo nunca había experimentado algo así. Toda esa angustia, ese sufrimiento. Personas con cuerpos sanos, que funcionaban bien, que podían sentirse perfectamente si no tuvieran esos sentimientos.

Escupió la palabra como si tuviera mal sabor.

-¿Pero no son los sentimientos los que nos hacen humanos? -protestó Daniel con un nudo en la garganta.

-¿Y quién ha decidido lo que es un ser humano? ¿Es algo que se produce siempre? El ser humano es un puente entre la bestia y el superhombre, según dijo el viejo Nietzsche.

Daniel abrió la boca para hacer un comentario, pero el doctor Fischer continuó atropelladamente:

-¿Hay una ley que diga que el ser humano debe sufrir? En mi consultorio prescribía medicamentos contra la ansiedad que producían alivio temporal. Es como poner esparadrapo sobre la herida. Pero yo no quiero poner nada encima. No quiero tapar la herida, quiero eliminar la enfermedad. Imagínate, Daniel, que pudiéramos eliminar el mal para siempre. ¿No sería fantástico?

-Sigo sin entender cómo... -intentó preguntar Daniel, pero Fischer no se dejó interrumpir y siguió en el mismo tono excitado de voz.

-¡Piensa en todo el mal que ha producido la culpa! Estás hablando con un alemán, no lo olvides -dijo moviendo el dedo índice con severidad-. Somos expertos en culpa. Después de la Primera Guerra Mundial nos destrozaron y humillaron. No fue suficiente que tuviéramos que pagar una enorme indemnización por daños y perjuicios, que cediéramos todas nuestras colonias y que nos quitaran nuestras fuerzas armadas. Lo más humillante fue que nos vimos obligados a suscribir una cláusula de responsabilidad en la que reconocíamos ser culpables de la guerra. ¡Así que éramos culpables de nuestro propio sufrimiento! Nadie puede cargar con esa culpa. Eso fue lo que causó la mayor amargura y despertó el deseo de reivindicación, es decir, de una nueva guerra. Si la culpa produce sufrimiento, el sufrimiento produce culpa. Es un círculo vicioso interminable. Y yo digo: ¡rómpelo! Elimina la culpa.

-De todos modos no creo que yo quisiera relacionarme con una persona que no sea capaz de sentirse culpable -dijo Daniel en voz baja.

-¿Pero y si todos son iguales? En mi mundo no hay ningún tiquismiquis como tú. No pongas esa cara de asombro. ¿Qué placer te ha producido tu sensibilidad? Tu depresión. ¿Te sentías bien cuando la tenías?

-¿Cómo sabe que he tenido una depresión? -exclamó Daniel asombrado. Karl Fischer ignoró la pregunta

-Si arrastras un alma de la Edad de Piedra en una sociedad de alta tecnología es tu problema, Daniel. El mundo necesita personas emprendedoras, competitivas y valientes. El sindicato y el Estado ya no se encargan de ti. Tienes que luchar por ti mismo. La mayoría no son capaces de hacerlo. Se convierten en desempleados, personas confusas que sustentan a psicólogos, productores de alcohol y a la industria farmacéutica. ¿Sabes una cosa, Daniel? Estoy enormemente cansado de todos los que ganan dinero con el sufrimiento. Psicoterapeutas, boticarios y curanderos. Curas, escritores y artistas. Todos los parásitos que se aprovechan de la conciencia sensible de las personas, del sufrimiento de sus almas.

Karl Fischer se había superado hasta llegar a un éxtasis furioso y Daniel quería protestar, pero se sentía extrañamente vacío. Sabía que Fischer estaba equivocado, pero de repente no encontró ningún argumento. Tal vez se debía a las pastillas que había tomado.

-De todos modos no estoy de acuerdo con usted -dijo débilmente.

El doctor Fischer sonrió con amabilidad y se tranquilizó.

-Claro que no. Tú formas parte de todo ello y no puedes verlo desde fuera como yo. Pero créeme: el exceso de sensibilidad de las personas es un vestigio de un estadio de desarrollo anterior. Como el vello corporal. Ya no lo necesitamos y por lo tanto es libre para quitárselo.

Del bolsillo de la camisa del doctor Fischer surgieron los brillantes sonidos del Quinteto de La Trucha. Interrumpió la conversación y contestó la llamada.

-Excelente -dijo, y se volvió a meter el teléfono en el bolsillo-. Era el doctor Kalpak. Tus análisis demuestran que tus valores son excelentes y que estás completamente sano. Nada impide que empecemos el tratamiento lo antes posible.

-¿El tratamiento? ¿Qué tratamiento? -preguntó Daniel preocupado.

-Llevaría mucho tiempo explicarlo ahora. En resumen puede decirse que es como el proyecto Pinocho, pero al revés.

Daniel contuvo la respiración y, con una voz que sonaba bastante más tranquila de lo que él se sentía, dijo:

-¿Entonces usted quiere convertir a una persona en un muñeco de madera?

-Tal vez yo no lo describiría así. Pero el simbolismo del muñeco aparentemente está de acuerdo contigo. Una marioneta que alguien mueve con las manos. ¿No era así como te describías a ti mismo?

Daniel se quedó helado.

-¿Dónde ha oído eso?

-Parece que es lo que le dijiste a tu psiquiatra. Buscaste ayuda por una depresión, ¿no? -dijo el doctor Fischer mientras iba hacia la biblioteca y buscaba algo en los lomos de los libros.

-No sé cómo ha podido tener acceso a esos datos.

-Tengo una amplia red de contactos. Y los médicos tenemos que compartir nuestro material para que la investigación siga avanzando.

Volvió con una carpeta y le hizo un hueco en la mesa, apartando las tazas y platos de té.

-Las historias médicas son confidenciales -protestó Daniel.

-A veces el bien público tiene prioridad sobre el individual -murmuró Fischer mientras hojeaba la carpeta-. Eso fue al menos lo que opinó tu psiquiatra desde que le dejé claro que yo conocía su relación sexual con una de sus pacientes femeninas. Una información que, en manos equivocadas, podría haber causado graves daños en su carrera y su matrimonio. De tu conversación con él se desprende que tú... aquí está: tienes una débil sensación de que toda tu vida te has sentido dominado por tu hermano. Sí, que te percibes como una pálida copia de él. Muy interesante. Has intentado encontrar tu propio rol en la vida, pero sin tu hermano te has sentido continuamente vacío y hueco, dispuesto a ser rellenado por la primera persona que se acerque a ti. Una marioneta. Exactamente eso.

Cerró la carpeta de un golpe con gesto de satisfacción.

-Cuando leí eso comprendí que ibas a ser de gran valor para mí. No eras el tipo de persona que esperaba, pero cumplías todos los requisitos para serlo.