25
El aire era fresco y limpio y tenía un olor que Daniel recordaba de su infancia pero no podía identificar. Cuando los recuerdos se abrieron paso finalmente, se dio cuenta de por qué el olor era tan confuso. Olía a nieve, lo que era totalmente inusual en julio. La hierba era de color verde brillante con tréboles y campánulas.
Pero cuando miró la montaña con las figuras oscuras al otro lado del valle, lo que él llamaba La Pared, descubrió que su cresta de abetos ya no era verde, sino blanca. Y cuando su mirada subió por la ladera vio que el monte de Grustag no tenía ya un aspecto tan lúgubre y similar a una gravera como antes, y brillaba como si hubieran esparcido azúcar por sus picos más altos.
La lluvia del día anterior había sido nieve allí arriba. Era bello y sorprendente.
Siguieron la pendiente a lo largo de un pequeño sendero que Corinne conocía. Ella llevaba un suéter grueso y el pelo sujeto con pasadores. Él apenas la había reconocido en la fuente. Ella le había saludado con una leve inclinación de cabeza y luego habían empezado a andar sin decir una palabra. Él se había puesto a su lado y la había seguido hasta las afueras del pueblo.
-¿Qué es esto? -preguntó él.
Corinne miró hacia la ladera.
-Esto es lo que lo que los campesinos llamamos vacas.
-No, no me refiero a las vacas. Allí abajo -dijo Daniel señalando algo que parecía un pequeño templo griego.
-Es el Cementerio de los Leprosos. ¿No lo habías visto antes? Vamos a visitarlo.
Al acercarse, Daniel pudo ver cruces ennegrecidas e inclinadas, rodeadas de vallas de hierro forjado. Justo encima estaba el pequeño templo de piedra que había visto desde lejos. Era algo más pequeño que su cabaña alpina, con columnas y unas escaleras impresionantes, su parte posterior parecía desaparecer en la ladera. La parte delantera consistía en una pared lisa.
-Qué magnífica tumba. Un mausoleo realmente pequeño. ¿Quién está enterrado ahí?
-No tengo ni idea. Alguien rico y de la nobleza. Supongo que ellos también podían tener lepra -dijo Corinne-. El cementerio pertenecía al monasterio. Los habitantes del pueblo tenían el suyo abajo, junto a la iglesia. No querían mezclar a sus muertos con los leprosos.
Corinne se quitó el suéter, lo dejó sobre la húmeda escalera y se sentó en él. Sacó pan, queso y sidra de su mochila. Daniel se sentó sobre su chaqueta junto a ella.
-Un buen sitio para un picnic -dijo ella sirviéndole sidra en un vaso de plástico-. Al principio de llegar al valle venía aquí con frecuencia y me sentaba en esta escalera a pensar. Ahora no quiero venir sola. Pero contigo, sí.
Se apoyó en el pilar de piedra, cerró los ojos y aspiró el aire fresco.
Daniel la miró. Era evidente que ella conocía a Max. ¿Hasta qué punto y de qué manera lo conocería? Probablemente no especialmente bien, pues nadie conocía bien a Max. ¿Se habrían acostado? ¿Cómo reaccionaría ella si él le pusiera la mano sobre el muslo?
Pensó en la muchacha de Londres. La había visto otra vez poco antes de marcharse de allí, cuando compraba leche en un supermercado. Al reconocerlo, su rostro se había quedado blanco como la tiza, había dejado su cesta de la compra en el suelo y había salido rápidamente.
El sol calentaba y el olor a nieve seguía aún en el aire.
Las vacas pastaban en la ladera con las altas montañas al fondo, como en el anuncio de una tableta de chocolate. Daniel cerró los ojos y escuchó sonar sus cencerros. Era un sonido gracioso, imprevisible, sin dirección ni propósito. Un leve tolón aquí, un talán allí.
-Suena tan relajante -dijo él.
-Sí, desde lejos. Pero un cencerro de esos hace un ruido tremendo -dijo Corinne-. Por eso yo toco el cencerro con tanto cuidado cuando actúo. Suelo pensar en esas pobres vacas que tienen ese ruido pegado a las orejas.
-Es auténtico maltrato animal -dijo él coincidiendo con ella.
Corinne cortó una loncha de queso.
-Probablemente estén ya todas sordas -dijo ella.
-O tendrán unos zumbidos tremendos en los oídos.
Ella le ofreció el cuchillo con la loncha de queso.
-Pruébalo. Procede de esas vacas. De la leche de Himmelstal. Es cara, pero ¿qué vamos a hacer? Es la única lechería que hay en el valle. No tienen competencia.
Él se metió la loncha de queso en la boca, pero antes de que le diera tiempo a elogiar el sabor, ella añadió, como para sí misma:
-A veces estoy harta de este valle.
-Entonces, ¿por qué estás aquí?
Ella lo miró.
-Yo no te pregunto a ti por qué estás tú aquí.
-Puedes preguntármelo si quieres.
-No quiero hacerlo.
Una de las vacas había bajado hasta llegar al cementerio y estaba frotándose los cuernos contra la verja de hierro, de modo que el cencerro que llevaba al cuello sonaba con tal fuerza que él tuvo que elevar la voz.
-¿Dónde te gustaría estar si no estuvieras aquí, en Himmelstal?
-¿Hipotéticamente?
-Sí.
Ella miró hacia el cielo, respiró profundamente y dijo:
-En alguna ciudad grande de Europa donde pueda trabajar en un teatro pequeño y hacer mis cosas. Poner en escena mis propias obras. Dirigir. Soy actriz profesional.
Él asintió con la cabeza.
-Me he dado cuenta.
Él quería añadir: te acompaño allí, Corinne. Puedo mantenerte hasta que encuentres tu teatro. Soy intérprete, puedo conseguir trabajo en todas partes.
Por un momento tuvo esa visión de futuro ante sí, nítida hasta en el más mínimo detalle, Corinne y él en un apartamento antiguo junto a un parque. Corinne en vaqueros y camiseta y con gafas, sentada en el suelo con las piernas cruzadas en medio de un verde rayo de sol que reflejaba el verdor de la calle, con un grueso guion en sus manos pecosas.
-Cenaste con Samantha la otra noche -dijo Corinne.
Daniel se sobresaltó. «Samantha.» La mujer que había pasado ocho años en la clínica. No había vuelto a verla desde aquella noche, y casi había conseguido convencerse a sí mismo de que su encuentro había sido un sueño, al menos la última parte.
-¿Cómo lo sabes? -preguntó él asombrado.
Corinne se encogió de hombros y cortó una loncha de queso para ella. La vaca había dejado de rascarse y los miraba interesada por encima de los tablones del cercado y la hilera de cruces algo inclinadas. Su cencerro estaba totalmente en silencio.
-Los habitantes del pueblo tenéis mucho contacto con la clínica, por lo que parece -dijo él-. La mayoría de los clientes de la cervecería son pacientes de allí, ¿no es así? Anoche vi allí a algunos de ellos.
-¿De verdad? -dijo ella con ironía.
-Clientes con poder adquisitivo que no tenían demasiadas diversiones para elegir.
-Tienes toda la razón. ¿Qué quieres decir?
-Supongo que los comerciantes del pueblo viven de los pacientes de la clínica. Es una clínica muy grande. Seguramente hay más personas allí que en el pueblo. Y supongo que una parte de los habitantes del pueblo trabajan en la clínica, ¿no? En la cocina, con la limpieza y esas cosas.
-Sí, claro. Sin duda.
-La dirección de la clínica es amable con vosotros y os deja utilizar el gimnasio, la biblioteca y la piscina. A cambio, vosotros sois amables con ellos y si alguien quiere escapar se lo decís. Y no lleváis en vuestros coches a nadie que quiera irse de aquí. ¿Tengo razón?
Ella se echó a reír y sacudió la cabeza mientras envolvía el queso en su papel encerado.
-La verdad es que no sé de qué hablas.
-Eres la primera persona amable que he conocido aquí -continuó diciendo Daniel-.Todos los demás han sido desagradables. Nadie ha querido ayudarme.
Ella estaba sentada con el queso envuelto en las manos y lo miró fijamente con expresión de total desconcierto. La vaca se había cansado de ellos y había empezado a pastar por la ladera.
-¿Ayudarte? ¿Con qué?
-Tú crees que estás hablando con Max, ¿verdad? ¿Lo conoces? ¿Recuerdas a su hermano, el muchacho barbudo de pelo largo que estaba sentado junto a Max en la cervecería la semana pasada?
Ella asintió dudosa. Parecía asustada.
-Te diré cómo son las cosas.
Y lo hizo.
Ella toqueteaba su reloj de pulsera y le miraba por el rabillo del ojo.
-¿Gemelos? -dijo ella.
Él asintió.
-¿Me crees?
-No lo sé. Eso podría explicar el motivo de que hables de una forma tan rara. Y de hecho, eres muy diferente. Me refiero al modo de ser.
-Tienes que ayudarme a salir de aquí, Corinne. Nadie me cree. ¿A qué distancia está la ciudad más próxima?
Ella se rio.
-Muy lejos.
-¿Tienes coche?
-No tengo ni siquiera carné de conducir.
-¿Conoces a alguien que tenga coche?
Ella lo miró desolada.
-No puede ser. Te ayudaría de buena gana, créeme. Pero solo los médicos pueden irse de aquí. Ellos son los que deciden.
-¿Deciden también por ti?
Ella se mordió el labio y no contestó.
Él se acercó a ella y repitió la pregunta.
-¿Deciden los médicos también por ti, Corinne?
Ella bajó la cabeza y dijo en voz baja:
-También por mí. Ellos deciden por todos.
Daniel quiso protestar, pero, antes de que le diera tiempo a hablar, un rugido terrible rasgó el aire fresco. Venía del bosque de abetos y era tan comprimido, brutal y estremecedor que no podía provenir de un ser humano.