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Vino del Mosela. Frío, delicioso, como si procediera de un manantial en las profundidades de la tierra.
Gisela Obermann hubiera querido beberlo en sus copas de cristal de bohemia que un día heredó, y no en las tristes y vulgares producidas en serie de la residencia. Pero había donado las suyas a una organización benéfica que a su vez las había vendido en su feria. Lo había donado todo cuando le ofrecieron la posibilidad de trabajar en Himmelstal. Se había deshecho de su acogedor apartamento y había roto una relación larga y destructiva. Solo se quedó con unas prendas de vestir de buena calidad, algunos libros de psicología y su gato Copo de nieve.
«He quemado las naves», se dijo a sí misma.
Le encantaba esa expresión. Antiguamente, el capitán quemaba las naves para que ningún hombre pudiera tener la tentación de volver a casa cuando el combate era demasiado duro. Podía ver las naves ardiendo ante ella, las llamas reflejándose en el agua. Una imagen hermosa y aterradora.
Gisela se echó sobre la cama, se acurrucó junto al gato de pelo largo y percibió su olor limpio y sutil. Los gatos siempre olían bien, a diferencia de los perros. A ella le gustaría tener un perfume de gato.
El gato se dio la vuelta y ella notó en el rostro cómo vibraba su piel blanca y suave.
La ventana estaba abierta, afuera se oía el canto de un mirlo. Oyó voces y chirridos de metal contra el empedrado. Poco después le llegó el olor a carbón quemado. Otra fiesta del personal. Ella no iba a salir.
Cerró los ojos, dejó que la piel suave del gato le acariciara la mejilla y se imaginó que era la mano del doctor Kalpak.
Al doctor Kalpak no lo encontraría en ninguna fiesta del personal. Él no participaba en fiestas. Ella había sentido su mano cuando lo saludó recién llegada a la clínica. Nunca había olvidado esa mano. Delgada y bronceada y con los dedos más largos que había visto nunca. No parecía una mano, sino más bien algo de naturaleza independiente. Como una especie de animal. Un animal ágil, suave y sedoso. Un hurón tal vez.
Su acento cantarín encajaba muy bien en las montañas, suave y ascendente, como el de los austriacos y noruegos, pero su verdadero lenguaje eran sus manos, que cuando las veías casi te olvidabas de lo que decía.
Gisela Obermann había perdido la mayor parte de sus sueños. Uno a uno había ido dejándolos volar y perderse en el fuerte viento de la vida. Pero mantenía el sueño de sentir alguna vez las manos del doctor Kalpak por su cuerpo desnudo y lo evocaba cuando estaba sola.
Cerró los ojos y sintió que el vino hacía remolinos en su cerebro. Recordó que Max tenía visita de su hermano ese día. Max era el único paciente que aún le aportaba un resquicio de esperanza. ¿Cómo le afectaría la visita?
El gato daba vueltas cada vez más rápidamente.
«Me encantan los animales porque están vivos sin ser humanos.» ¿Quién había dicho eso? ¿Maiakovski? ¿Dostoiesvski?
Gisela volvió a pensar en las manos del doctor Kalpak. Dos hurones de seda moviéndose con sigilo por su cuerpo. Uno por sus pechos y el otro por su vientre, bajando entre sus muslos.