50
El suelo recién encerado brillaba bajo la luz de los tubos fluorescentes.
-Tendremos que caminar un poco por la alcantarilla -dijo el doctor Fischer andando rápidamente delante de él a través del paso sin ventanas que enseguida se dividió en un cruce.
-¿Adónde vamos? -preguntó Daniel asombrado.
-A mi despacho.
-¿Pero no estábamos en su despacho hace un momento? ¿En la planta médica?
El doctor parecía tener mucha prisa de repente y Daniel casi tenía que correr para no perderlo. Debajo de ellos se reflejaban sus imágenes en el suelo brillante como fantasmas borrosos.
-Tengo otro despacho. Vamos a tomar un atajo. Ahora estamos debajo del parque. Si vas hacia la derecha -señaló Fischer sin detenerse en el cruce-, llegas a la biblioteca. Se puede acceder a los edificios de la clínica por el alcantarillado. Siempre que tengas los códigos de las puertas, claro. En invierno resulta muy práctico. Pero más que nada es por nuestra seguridad, como comprenderás.
Eso explicaba que a los médicos rara vez se los viera fuera.
Siguieron por el pasadizo que de vez en cuando se bifurcaba. Aquí y allá había escaleras y puertas de acero señaladas con letras y números. Daniel supuso que alguno de los pasillos unía la zona de viviendas de los médicos con la clínica. Solo en una ocasión, una mañana soleada, los había visto caminando en grupo por el parque hacia su trabajo. Por lo visto, nunca utilizaban otro camino.
-Hemos llegado -dijo el doctor Fischer de pronto, tecleando un código en el cuadro numérico de la puerta de acero. Dentro había un pequeño espacio y luego otra puerta más que el doctor abrió con una llave común.
-¿Puedo invitarte a una taza de té? -preguntó.
Varias lámparas pequeñas se encendieron a la vez en distintos sitios. Estaban en una habitación bastante grande, con muchos muebles y alfombras orientales. Las paredes estaban llenas de estanterías y cuadros y en un rincón había una cama estrecha con una colcha de color rojo oscuro. La habitación era tan acogedora y la iluminación tan agradable que no daba la sensación de no tener ventanas ni de estar bajo tierra. Daniel pasó la mirada por la cómoda de taracea, la cama bien hecha y la chaqueta de punto con coderas que colgaba del respaldo de una silla. No había ninguna duda: esa era la casa de Karl Fischer.
Pero también había un despacho. Un amplio escritorio con un ordenador delante de una pared con estantes llenos de carpetas y revistas. Eso explicaba por qué el doctor se comportaba de modo tan frío e impersonal en la planta médica, ya que la utilizaba en raras ocasiones, cuando recibía a sus pacientes. Su trabajo principal lo llevaba a cabo en la guarida subterránea.
El doctor fue hacia el escritorio y encendió el ordenador. Mientras se ponía en marcha entró en una pequeña cocina. Daniel oyó que dejaba correr el agua.
-Tengo un té indio muy recomendable -gritó Fischer-. Siempre suelo tomarme un par de tazas cuando necesito relajarme. ¿Quieres el té con leche?
-No, gracias.
El hervidor empezó a pitar y el doctor Fischer trajinaba con tarros y tazas mientras silbaba una melodía. Era evidente que allí se sentía en su casa.
Daniel estaba en el centro de la habitación y dejó que su mirada vagara por los lomos de los libros de psiquiatría y neurología, los grabados con edificios antiguos y un par de fotografías enmarcadas. Estas últimas despertaron su interés y se acercó a verlas.
Una de ellas era una foto del equipo de investigadores de Himmelstal. Si es que trabajaban como grupo. Daniel tenía la sensación de que lo que tenían en común era el individualismo. De todos modos, ahí estaban todos, codo con codo, con el doctor Fischer en el centro, frente al edificio principal y sonriendo victoriosos. Gisela Obermann tenía un aspecto asombrosamente fresco y alegre.
La segunda foto enmarcada era también de un grupo. Estaba tomada en el interior y en ella se veía a seis hombres y dos mujeres, la mayoría jóvenes, colocados como un equipo de fútbol. Ninguno sonreía. Parecían decididos y concentrados. Excepto uno de ellos, un hombre joven de cabello rubio. Él no miraba a la cámara, sino a una de las mujeres y en su rostro había una expresión de ternura. Daniel no lo había visto nunca, pero a la mujer la reconoció. Era Corinne. También le eran conocidos algunos de los hombres, ya que los había visto en el pueblo, en la cervecería y en el comedor. El doctor Pierce estaba al lado de ellos, como si fuera el profesor o entrenador.
-Ya está -dijo Karl Fischer saliendo de la cocina con dos tazas humeantes. Le ofreció una a Daniel.
-He echado un poco de leche. Solo una pizca. De lo contrario, esta variedad suele amargar -dijo. Luego giró la cabeza hacia las fotos y comentó-: El doctor Pierce y sus grillos recién nacidos.
-¿Quién es ese?
Daniel señaló al hombre rubio que miraba a Corinne. Parecía que no podía dejar de mirarla. O tal vez simplemente había girado la cabeza para decirle algo en el momento que hicieron la foto.
-Es Mattias Block. Un muchacho con estilo, ¿no le parece?
Daniel miró ese rostro tierno y suave, y, de repente, se acordó del mensaje de M en el teléfono de Corinne: Soy feliz cada vez que te veo. Cuídate.
-Esos pobres no sabían lo que les esperaba -dijo el doctor con una fría sonrisa-. Dos meses de intenso entrenamiento físico y psíquico en la cuarta planta. Sin salir. Luego hubo que implantarles sus instrumentos, como residentes recién llegados al valle, y ellos mismos tuvieron que establecer contacto con sus objetos. Hombres y mujeres valientes, ¿no cree?
-¿Qué clase de personas son? -preguntó Daniel.
-Un grupo variopinto -dijo el doctor. Luego se puso a señalar uno a uno-. Un espía desertor, un genio de la publicidad, un seductor, un hipnotizador, un comunicador con los animales. Y una actriz. A los otros dos no los recuerdo.
-¿Qué hace un comunicador con los animales? -preguntó Daniel. El doctor había señalado a Mattias Block.
-Habla con animales. Al parecer estaba dotado de esa facultad. Hablaba con los perros de la gente y con animales de compañía sobre los problemas que tenían. El doctor Pierce consideró que esa cualidad era muy valiosa en este contexto. Él escogió a estas personas con mucho cuidado.
Fischer suspiró y sacudió la cabeza y con ello parecía que daba por finalizado el asunto.
-Pero siéntate, por favor. Se supone que íbamos a mirar tu cerebro.
Daniel se sentó vacilante en uno de los sillones. El doctor se instaló en su escritorio, se ajustó las gafas y se puso a buscar en los archivos del ordenador.
-Aquí lo tenemos -dijo satisfecho girando la pantalla del ordenador para que Daniel pudiera verla-. Hermoso, ¿no?
Un cerebro dividido en dos partes girando alrededor de su eje, brillando sobre un fondo azul como el globo terrestre en el espacio.
-¿Es el mío? -dijo Daniel.
-Tu propio cerebro -confirmó el doctor Fischer.
Volvió a girar la pantalla y utilizando el ratón y el teclado marcó unos límites y extrajo una parte del cerebro. Amplió la imagen, la puso del revés, la torció y la amplió más todavía. Daniel, fascinado, seguía los movimientos del doctor por encima de su hombro.
Parecía que Karl Fischer estuviera jugando con su cerebro. Lo dejó dar volteretas y rodar como una bola de un lado a otro. Lo cortó en rodajas como de sandía. Hizo las rebanadas más delgadas aún, les dio la vuelta como a las cartas de una baraja, las levantó una a una y las observó para finalmente unirlas hasta formar su estructura original.
El cerebro de Daniel desapareció de la pantalla y el doctor se sentó en uno de los sillones mientras movía en silencio la cucharilla en su taza de té.
-¿Ha encontrado algún chip, doctor Fischer? -preguntó Daniel con cautela.
-No -respondió el doctor después de tomar un sorbo de té caliente y dejar la taza en el plato-. Ni lo esperaba.
-¿No? Pero usted estaba convencido hasta hace poco. ¿Entonces considera que es imposible que yo sea Max?
El doctor asintió.
-Siempre lo he sabido.