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-Creo que sé cómo funciona -dijo Daniel en voz baja apoyándose en la mesa.

Estaban sentados en el restaurante en la segunda planta del edificio principal. Acababan de terminar la cena, un solomillo de venado con salsa de setas silvestres.

La camarera se acercó a su mesa con una bandeja. Les sirvió el café y puso un plato con galletas de chocolate, precisamente iguales a las que Gisela Obermann le ofreció en su despacho.

Cuando la camarera se dio la vuelta, le vino un recuerdo a la mente: Max dándole una palmada en su amplio trasero. Entonces, hacía algo más de un mes - ¡no, más!- Daniel creía aún que Himmelstal era una clínica de lujo y que la oronda camarera era una mujer de buena ley procedente de alguna aldea de los Alpes. Ahora sabía que era holandesa y que había engañado a su marido llevándolo a la habitación—refugio de la pareja, bloqueando la puerta y dejándolo morir de hambre allí mientras ella veía la televisión en el piso superior.

-¿Cómo lo hacen? ¿Quién pasa la droga? -preguntó Corinne cuando la camarera se metió en la cocina.

-Los que entran y salen del valle sin que les molesten las zonas electrificadas, los vigilantes o los perros antidrogas.

-¿Y quiénes son?

-Los halcones.

Ella lo miró incrédula mientras se limpiaba los labios con la servilleta.

-Los primeros días de estar aquí me encontré con un hombre que llevaba un halcón domesticado -dijo Daniel en voz baja.

-Adrian Keller -dijo Corinne mientras echaba leche en su taza.

-¿Sabes quién es?

Ella asintió.

-Vive en una cabaña apartada, en el valle. Ha sido matón para la mafia del narcotráfico colombiano. Es totalmente brutal. Parece que ha vivido varios años con una tribu india en la selva. Se mantiene apartado, nunca pone los pies en la aldea o en la zona de la clínica. Es muy peligroso acercarse a su cabaña. Tiene trampas colocadas alrededor. Solo van allí la furgoneta de reparto de la tienda y los vigilantes al hacer la ronda matutina y nocturna. Apenas se atreven a salir de los vehículos. Ya lo creo que tiene halcones. Caza con ellos. La administración de la clínica lo permite porque es muy importante para él. Está obsesionado con la caza. A veces hay que trabajar de ese modo, según dice Gisela. Canalizar el odio hacia una afición inofensiva.

-Tal vez una afición bastante lucrativa. La otra noche leía que los aliados utilizaban halcones durante la Segunda Guerra Mundial para eliminar las palomas mensajeras de los alemanes. No funcionó bien, ya que los halcones no diferenciaban entre las palomas mensajeras alemanas y las de los aliados, y mataban a todas sin distinción. Pero se me ocurrió que los halcones tal vez pudieran hacer de palomas mensajeras. Están adiestrados, siempre vuelven a su dueño. Supongamos que Keller tiene un contacto en el exterior y que los halcones sobrevuelan la montaña hasta ese contacto, que les ata en la pata un pequeño paquete antes de que regresen.

Daniel hablaba con convicción, pero Corinne sacudió la cabeza.

-La administración de la clínica ya ha considerado esa posibilidad. Han consultado a halconeros y ornitólogos. Todos dicen lo mismo: es imposible. Los halcones son totalmente inútiles como transmisores de mensajes y objetos. No funcionan como las palomas mensajeras. Son superiores a otras aves en lo que respecta a vista y velocidad de vuelo. Pero les falta el fantástico sentido de la orientación de las palomas.

-Bueno -dijo Daniel desilusionado-, era solo una idea. ¿Tienes alguna teoría mejor?

Corinne abrió la boca, pero se detuvo.

-Tenemos una agradable visita -dijo señalando con la cabeza hacia fuera del local.

Un grupo de cuatro personas acababa de llegar y la camarera los colocó en una mesa reservada junto a una ventana. Daniel reconoció al doctor Fischer, al doctor Pierce y al médico indio que se había mantenido en silencio durante la reunión. El cuarto hombre llevaba una gorra de béisbol y Daniel no recordaba haberlo visto antes.

-Probablemente sea un investigador visitante -dijo Corinne-. Hay varios aquí actualmente.

-¿Eran los que nos miraban desde el microbús cuando iban de safari?

Corinne asintió.

-Pero ese de ahí no está satisfecho. Quiere ver comer a los animales -dijo con amargura-. Siempre les resulta interesante. Es una pena para él que ya hayamos comido. Si hubiera llegado diez minutos antes, nos habría visto devorar un venado.

Daniel lanzó una mirada al hombre de la gorra de béisbol, que se puso a leer el menú con fervor.

-Sin duda está más interesado en comer él -dijo Daniel y añadió en voz baja-: ¿Qué preguntabas antes? ¿Cómo entraba la droga?

-Estamos en un hospital, ¿no? En un hospital hay medicinas que afectan la mente. Creo que la respuesta va por ahí.

-¿Del hospital? ¿Crees que el personal proporciona las drogas? ¿O que alguno de los residentes las roba?

Ella se encogió de hombros

-Puede ser el personal y también pueden ser los residentes. Puede ser una colaboración entre el personal y los residentes.

-Pero he oído que aquí se vende cocaína. Eso no es un medicamento psiquiátrico -objetó Daniel.

-Aquí siempre hay drogas legales. Si hay alguna droga ilegal entre ellas, es posible que no se note mucho.

-En tal caso debe de estar involucrado alguien del personal. ¿Sospechas de alguien en especial?

-No. Depende de los motivos que se tengan. El dinero es lo habitual. Pero puede haber otros motivos para que alguien quiera tener droga en el valle.

-¿Por ejemplo?

-Ambición académica. Brian Jenkins, el sociólogo pelirrojo, haría las maletas y se marcharía si en el valle no hubiera droga. Sus estudios de los efectos de los fármacos en la estructura social serían inútiles si se le retirara la subvención.

-Tal vez podría cambiar el tema un poco. ¿Himmelstal antes y después de la droga, por ejemplo? -propuso Daniel-. ¿Hay otros motivos?

-El amor -dijo Corinne-. Los psicópatas pueden ser muy atractivos. Podemos imaginarnos una relación entre un residente y una azafata, o una enfermera.

Al grupo de la ventana le habían servido las bebidas. Estaban brindando y el hombre de la gorra de béisbol, que aparentemente era americano, estaba contando una anécdota graciosa que hacía reír a los demás.

-Las azafatas trabajan siempre de dos en dos -señaló Daniel-. Precisamente para que no ocurra algo así. Las enfermeras tampoco están nunca a solas con un paciente.

-En teoría, claro. Pero no en la práctica, tú lo sabes. ¿A que te quedaste solo alguna vez con una enfermera cuando te curaban las quemaduras? ¿Y quién sabe qué hicisteis Gisela y tú en su sala de consulta?

Daniel sonrió.

-Tienes razón -dijo él-. Es una posibilidad.

Sin embargo, no olvidaba la imagen de los halcones que cruzaban volando las montañas de un lado a otro, en absoluta libertad y sin control.

En cuanto salieron, Daniel presintió que algo había ocurrido o iba a ocurrir.

El parque estaba inundado de esa atmósfera especial y vibrante que había aprendido a reconocer desde que llegó a Himmelstal. La gente se reunía en pequeños grupos en la oscuridad y hablaba en voz baja y con excitación. Un coche eléctrico frenó a lo lejos en el camino y el padre Dennis sacó la cabeza como un animal tímido pero curioso se asoma en su madriguera.

Luego se oyó el ruido del motor del coche en el camino. Los faros alumbraron a la multitud y una camioneta entró a gran velocidad en la zona de la clínica y se detuvo frente al edificio de la enfermería.

-Marchaos. Aquí no hay nada que ver -gritaban los vigilantes apartando a los residentes que se reunían en torno al coche.

Sacaron rápidamente una camilla y la llevaron a la entrada de la enfermería. Cuando pasaba por delante, Daniel tuvo tiempo de ver al que estaba en la camilla: un hombre joven y guapo que estaba inconsciente y tenía una gran herida en forma de cruz en la frente. Le cubría el cuerpo una manta con grandes manchas de sangre coagulada.

-Violado. Lo encontraron en el bosque -susurró alguien.

-Era un imbécil -refunfuñó alguien.

-¿Está vivo?

-Parece que sí.

El padre Dennis salió del coche eléctrico con sus vestiduras. Se detuvo a una distancia prudente de los demás, puso los brazos en cruz y dijo en voz baja una rápida oración. Con el alba que le llegaba a los tobillos aleteando alrededor de sus piernas, volvió deprisa al coche eléctrico y desapareció en dirección a la aldea.

Ya habían metido la camilla en el edificio del hospital y la camioneta se alejó. La gente se dispersó y cada uno siguió a lo suyo. El espectáculo había terminado.

-Cielo santo, era solo un muchacho. Un adolescente -dijo Daniel conmovido.

Corinne se encogió de hombros.

-La vida cotidiana de Himmelstal. Lo peor es que te acostumbras. Al principio me parecía terrible. Ahora solo me alegro de que no haya sido yo. Y también me preocupan las consecuencias y que alguien se vengue. Un hecho así puede desencadenar a veces una serie de actos de violencia. Pero este ha sido sin duda un ataque sexual común. No va a ocurrir nada más.

Daniel cerró un puño.

-Voy a marcharme de aquí -dijo con voz ronca-. Esto es peor que una casa de locos. Peor que una cárcel. Mañana hablaré con Karl Fischer.

-Puedes intentarlo. ¡Ah! Y gracias por la cena. Hacía tiempo que no comía en el restaurante. No es divertido ir sola y antes no tenía nadie con quien ir.

-Te acompañaré a casa -dijo Daniel.

-No es necesario.

-Claro que sí. No puedes bajar sola al pueblo de ningún modo.

-Si me acompañas a casa, luego tendrás que volver tú solo. Es mejor que me vaya yo ahora que la gente va hacia allí, así no iré sola. Buenas noches y gracias por todo.

Le dio un breve abrazo y se unió rápidamente a un grupo que bajaba por la colina. Después de seguirlos un rato, se detuvo y luego continuó algo más alejada hasta llegar al pueblo.

«Es asombrosamente valiente», pensó Daniel mientras la veía alejarse.

-¿Habéis comido en el restaurante? Muy listo.

Daniel se volvió y vio a Samantha, que estaba fumando junto a un seto. Probablemente llevaba mucho tiempo allí, pero había tantas personas alrededor que no se había dado cuenta. Ahora solo quedaba ella. No iba maquillada y llevaba unos amplios vaqueros y una chaqueta de poliéster con galones. Con el pelo corto parecía un muchacho de la calle esperando en una esquina que apareciera su pandilla.

-¿Qué has dicho?

-He dicho que has sido muy listo eligiendo el restaurante. Evitas ir a la cervecería, ¿verdad? Yo nunca me bebería una cerveza que hubiera servido ella.

-¿Quién?

Samantha dio una larga calada a su cigarrillo y le lanzó una mirada pícara a través del humo. Ladeó la cabeza, dobló el codo con afectación y dejó la mano colgando en el aire.

-Dingelingeling -dijo ella lentamente.

Corinne todavía hacía sus espectáculos como pastora, pero hacía unos días que Daniel no los veía. Pensó en su cuerpo agazapado, musculoso, y en sus rápidas reacciones para golpear el saco de entrenamiento. Esa parte fuerte que mantenía en secreto, lejos de la parodia despectiva de Samantha.

Dio la espalda a Samantha para irse a su cabaña, pero cambió de idea. Una curiosidad repentina, imposible de contener, hizo que preguntara:

-¿Por qué no te beberías la cerveza que ella sirviera?

-Por lo que hizo.

-¿Qué hizo?

-¿No lo sabes?

Samantha se apoyó en la farola, miró hacia la oscuridad y fingió pensar.

-No sé, tal vez no debería decírtelo. Tal vez estropeara tu imagen idílica de la pequeña pastorcilla.

Daniel sabía que ella tenía ganas de decirlo. Esperó.

-De acuerdo -dijo Samantha por fin-. Envenenaba bebés.

-Mientes.

-Era niñera. Echó algo en los biberones.

-No era niñera, sino actriz.

-Al principio, sí. Se quedó embarazada, pero tuvo un aborto y no pudo volver a quedarse embarazada. Se obsesionó con los niños. Trabajó en un centro de maternidad. Hacía horas extras. Tejía mantas y ropa para los bebés. Siempre estaba en el nido y no descansaba nunca. Cuando los bebés empezaron a morir como moscas, se abrió una investigación. Tuvo tiempo de quitarle la vida a nueve antes de que la atraparan.

Daniel tragó saliva. Pensó en lo que había dicho Corinne: lo que más echaba de menos en el valle era a los niños.

-Pero, bueno, ¿qué más da? -dijo Samantha encogiéndose de hombros-. ¿Qué suele escribir el padre Dennis en sus mensajes? No emitamos juicios. Exactamente. Tú no emites juicios, ¿verdad? Yo tampoco. Pero no me bebería una cerveza servida por ella. No es ningún juicio, es puro instinto de supervivencia.

Luego dio una última y ávida calada al cigarrillo, lo tiró entre los setos y cayó lentamente sobre el césped.