11
-Aquí -dijo Max jadeante-. Este es mi sitio favorito.
Él señalaba con la caña de pescar mientras se movía entre las piedras por una zona tranquila de la corriente de agua que parecía un estanque. A su alrededor, el agua se precipitaba en pequeñas cascadas y cornisas.
-Hay un pequeño hueco aquí detrás de la roca. Ahí suelen juntarse cinco o seis, se quedan totalmente inmóviles. Solo es cuestión de recogerlas. Este sitio no se lo he enseñado a nadie, solo a ti.
Durante las dos horas siguientes se mantuvieron totalmente ocupados con la pesca. Daniel era inexperto pero dócil y a la hora del almuerzo su técnica de lanzamiento era bastante aceptable. No tenía la menor idea de que su hermano practicara la pesca. Suponía que lo que más le atraía era su componente lúdico.
-¿Hay muchos turistas aquí? -preguntó Daniel, cuando ya estaban sentados sobre unos bloques planos de piedras y Max había traído la comida de las bicicletas, que estaban aparcadas junto a unos abetos.
-¿Turistas? ¿En Himmelstal?
Max le dio un sándwich de jamón y se rio como si Daniel hubiera dicho algo gracioso.
-A mí me parece que esto es muy bonito -añadió Daniel.
-No lo suficiente. El valle es estrecho y sombrío, y las colinas demasiado empinadas, tanto para el esquí como para el senderismo. No, a Himmelstal no se viene a ver, sino a que no te vean. Max abrió una botella de cerveza y mantuvo la chapa en su sitio para evitar que la espuma salpicara y se saliera. Este valle es un escondite.
-¿Un escondite?
Max bebió un largo trago de cerveza y luego se quedó sentado con una pierna estirada y la botella en la mano. Miró hacia la corriente de agua y dijo:
-Esto ha sido un escondite desde la Edad Media. Aquí había un monasterio donde cuidaban a los leprosos. Justo donde ahora está la clínica. El monasterio ha desaparecido, pero el antiguo cementerio existe aún en la parte inferior de la pendiente. Solo los leprosos podían enterrarse ahí, nadie más. Marginados hasta en la muerte. Impuros.
Cogió una piña del suelo y la lanzó a la corriente de agua con gesto airado, donde fue capturada por un remolino y empezó a girar una y otra vez.
-Una enfermedad asquerosa -asintió Daniel-. Me imagino que aquí también existía un sanatorio. La zona de los Alpes está llena de antiguos sanatorios que se han convertido en hoteles y clínicas privadas.
Max soltó un bufido.
-¡Ah, no! Los pacientes tuberculosos eran de una clase totalmente distinta. No podían ir a Himmelstal. Era un sitio demasiado inaccesible. No había ferrocarril. Ni tampoco carreteras hasta mediados del siglo XX.
-¿Cómo sabes todo eso? -preguntó Daniel impresionado.
-Recibí un folleto cuando me inscribí en la clínica. En el siglo XVIII el monasterio era un centro de atención para personas discapacitadas. Para disminuidos, enfermos mentales e inválidos. O sea, nuevos grupos de individuos no deseados que querían esconder. El personal vivía en el pueblo o en la misma institución, y eran prácticamente autosuficientes. Debe haber sido como un pequeño mundo propio. Luego todo ardió. Varios pacientes murieron. Parece que uno de ellos fue el que prendió fuego.
Hubo una pausa, en la que Max bebió un trago de su botella de cerveza y Daniel vio ante él una serie de imágenes desagradables. Para apartarlas rápidamente, dijo:
-¿No ha sido también una clínica de cirugía plástica? Me lo dijo el taxista que me trajo hasta aquí.
-Es cierto. El escondite perfecto para rostros recién operados. Sí, cielo santo, qué lugar. Vertedero para pobres infelices durante cientos de años. Yo creo que a veces se percibe en la zona de la clínica. Espantosas vibraciones. Por eso procuro alejarme de allí siempre que puedo. Bajo al pueblo o subo aquí, al río.
Un pez saltó del agua. Voló en una ola, como si hubieran lanzado un cuchillo brillante y afilado, y cayó en los remolinos de espuma en un nivel superior.
-¡Qué fuerza tienen! -exclamó Daniel.
Max sonrió.
-No llegarán muy lejos. Hay una rejilla allí arriba. Por eso se pesca tan bien aquí. Continuemos.
Max se levantó y cogió su caña de pescar.
Daniel podía arreglárselas ahora sin ayuda y Max se mudó a una piedra del río más alejada. Estaban a veinte metros de distancia uno del otro, pescando cada uno por su cuenta. De vez en cuando gritaban algunas palabras, se enseñaban las capturas cuando las conseguían y se felicitaban entre ellos. Por lo demás, permanecían callados, concentrados en la pesca y en sus propios pensamientos. El aire estaba impregnado de olor a agujas de abeto, y a Daniel le parecía escuchar el tintinear de unos cencerros a través del rumor de las corrientes de agua. Sonaban como el cencerro que tocaba la muchacha en la cervecería durante su actuación.
Los hermanos habían estado juntos casi un día completo y por el momento no había ocurrido nada. Ningún brote violento de ira, ninguna broma desagradable, ningún chiste de mal gusto. Max parecía equilibrado y feliz. Tal vez un poco inquieto, pero eso formaba parte de su personalidad.
Daniel descubrió también que él mismo era más tolerante con el modo de ser un tanto impertinente de su hermano, con su egocentrismo e incapacidad de escuchar. Ahora no se ofendía como cuando era más joven. Era evidente que Max se había alegrado de su visita, le había invitado a comer y se lo había llevado a pescar.
Eso era lo que Max tenía para dar y Daniel aprendió a valorar lo que le daba. Tal vez habían encontrado por fin una frecuencia donde poder tratarse como personas adultas e independientes.
El bramido monótono del torrente de agua, el susurrar de los abetos y el lejano sonido de los cencerros sumergieron a Daniel en un estado de meditación. No se dio cuenta de que Max había abandonado su roca y había empezado a limpiar pescado en la orilla. No despertó hasta que Max lo llamó a gritos para decirle que fuera a buscar leña para encender una fogata.
Había leña en un pequeño bosque de abetos, bajo un cobertizo hecho con ramas de abeto y una lona. Encima de los troncos amontonados alguien había escrito las letras T O M con pintura en aerosol color rosa fosforescente.
-Este montón está marcado. ¿No importa que cojamos leña de aquí? -gritó Daniel.
-No hay problema. Conozco al granjero -respondió Max desde abajo del torrente.
Al parecer, había hecho muchos contactos en la cervecería del pueblo.
Un momento después estaban sentados delante de una pequeña hoguera, y mientras esperaban a que se redujera en brasas, Max dijo:
-Quisiera pedirte un favor.
Lo dijo en tono bajo. Tal vez solo se trataba de que le diera algo que él no podía alcanzar, tal vez más leña. Pero esas palabras, dichas de modo tan suave y amistoso, golpearon a Daniel como un puñetazo. Se quedó sin aire y tuvo que inspirar profundamente varias veces antes de poder hablar de nuevo.
-¿Ah, sí? -dijo él simplemente.
Max atizó el fuego con un palo. Durante unos instantes pareció ocupado en eso, y luego agregó:
-Tengo algunos problemas.
-¿De qué se trata?
-He vivido en la clínica una temporada y los gastos se han disparado de un modo increíble. Entrenador personal, clases de tenis, entrenamiento mental, masajes, comida y vino. Nadie habla de dinero, todo se añade a la factura. Al final parece que fuera gratuito, aunque sabemos que cuesta un ojo de la cara.
-No puedes pagar la factura, ¿estás intentando decir eso?
-Una de las azafatas la dejó en un sobre azul claro durante la ronda de la noche. Discretamente, sonriente. Esperé a que se marchara para abrir el sobre. Estuve a punto de desmayarme.
Daniel se indignó. Le parecía que las prácticas de pago de la clínica eran raras, y en el caso de Max directamente inadecuadas. ¿No sabían el problema que tenía él? Pero se contuvo y dijo del modo más tranquilo que pudo:
-Yo no puedo sacarte de esta clínica, si eso es lo que esperabas. Trabajo como interino y en otoño me quedaré en el paro. No tengo ese dinero, simplemente.
Max hizo añicos unas brasas de leña con el palo.
-No pienso pedirte dinero -dijo de modo conciso-.Tengo dinero.
A Daniel la respuesta lo puso más nervioso aún.
-¿Entonces cuál es el problema?
-El problema es que no puedo acceder a mi dinero. No puedo dejar la clínica sin pagar la factura y no puedo pagar la factura sin dejar la clínica. Es una callejón sin salida.
-Pero acabas de dejar la clínica -objetó Daniel-. Entras y sales a tu antojo.
-Solo mientras esté en mi cabaña a las ocho de la mañana y a las doce de la noche. Las rondas de vigilancia patrullan diariamente. Por nuestra seguridad, como dicen ellos. Pero en realidad controlan que nadie se escape sin pagar.
-¿Y por qué tienes que dejar la clínica? Puedes hacer una transferencia por internet, ¿no?
Max sonrió con gesto compasivo por la ingenuidad de Daniel.
-El dinero no está en ninguna cuenta. Está en un sitio y tiene que ser llevado a otro sitio. Personalmente. No de modo digital. En efectivo. La mafia está algo anticuada en ese aspecto.
-Vaya -dijo Daniel con asombro-. No sé si he entendido bien. ¿Tienes negocios con la mafia, Max?
Max se encogió de hombros sin decir nada. Lejos se oyó el sonido caprichoso y tintineante que describía los movimientos de las vacas. A veces se oía solo un leve tañido, a veces un ruido persistente.
-No si puedo evitarlo. Pero en este caso me he visto obligado. No voy a aburrirte con la historia. Fuera tengo dinero. Es una inversión que he hecho que se podría decir que ha dado rendimientos. Como te imaginarás, no son negocios del todo legales.
En realidad Daniel no estaba especialmente asombrado. Max ya había estado involucrado en cosas así antes. Había habido demandas y juicios. Pero, por lo que sabía Daniel, eran de carácter civil. No había sido acusado de delitos directos. ¿O sí?
-Esta es la última vez que hago un negocio de este tipo, puedes estar seguro -dijo Max con tono grave-. No soporto a esos criminales. Carecen de moral. El problema es que tengo una deuda con uno de esos tipos repugnantes.
-¿Con la mafia?
Sentía que era algo irreal y un poco excitante el utilizar esa palabra en una conversación con su propio hermano.
-Sí, tuve que pedir prestado un fondo de inversión. Y habría devuelto hasta el último céntimo si no se hubieran complicado las cosas y no se hubieran retrasado las ganancias. No necesitas conocer los detalles -dijo Max rápidamente al ver que Daniel quería preguntarle algo-.Trabajaba veinticuatro horas al día para poder pagar mi deuda. Con esos acreedores no puedes saltarte una sola fecha de vencimiento. Les pedí una prórroga, pero ni siquiera querían hablar conmigo. Y entonces me vine abajo e ingresé aquí. Justo después de llegar recibí una carta del muchacho que me había prestado el dinero. No sé cómo consiguieron la dirección. Hay mucho secretismo alrededor de este tipo de clínicas, pero él sabía exactamente dónde estaba yo. Me dio una fecha nueva para pagar la deuda. Una fecha y una amenaza.
-¿Te amenazó? -dijo Daniel horrorizado.
Max sacudió la cabeza.
-A mí no. A Giulietta. En unas líneas dejó entrever que sabía que Giulietta era mi novia, a qué hora solía ir ella a la plaza y que esperaba que no le ocurriera nada desagradable.
-¡Cielo santo!
-Ahora he sabido que, aunque ha transcurrido el tiempo, mi inversión ha dado los dividendos que esperaba. Podría saldar la deuda en cualquier momento. El problema es que ahora también tengo una deuda aquí en la clínica y no quieren dejarme que salga a buscar el dinero. ¿Entiendes mi problema?
Daniel empezó a darse cuenta de lo que Max pensaba pedirle.
-Yo no puedo recoger el dinero por ti, Max. Me gustaría ayudarte, pero no quiero verme implicado en negocios ilegales. Ese es el límite de mi disposición a ayudar.
Max lo miró con gesto de asombro y luego se echó a reír.
-No, no, Daniel. Nunca te pediría eso. No serías capaz de hacerlo. Tratar con la mafia es toda una ciencia.
Para su propia sorpresa, Daniel se sintió herido. En algún lugar muy dentro de él, ya se había mentalizado para dejarse convencer -tal vez- para realizar esa misión, que iba a ser algo completamente nuevo en su vida.
-Pero dijiste que me ibas a pedir un favor -le recordó-. ¿Qué quieres que haga?
-En realidad, nada. Lo mismo que has hecho hoy y ayer. Tomarte una jarra en la Cervecería Hannelore. Subir hasta aquí en la bicicleta y pescar. Pasear por las laderas alpinas. Hacer lo que habías planeado para tu viaje en Suiza. Aunque te evitarás los gastos del hotel.
-Ahora no lo entiendo.
-¿No lo entiendes? Te pido simplemente que te quedes aquí mientras yo organizo mis asuntos. Tres días, cuatro como mucho. Que ocupes mi lugar.
Max se acercó más, miró a Daniel a los ojos y continuó:
-Yo salgo de aquí como Daniel. Tú te quedas como Max. Somos gemelos idénticos, ¿lo has olvidado?
Daniel suspiró y puso los ojos en blanco.
-¿Como nuestros juegos tontos de cambiarnos uno por otro cuando éramos niños? ¿O como cuando tú me quitaste a aquella chica en Londres? ¿Crees que es tan fácil? Además ya no somos tan iguales. ¿No te has fijado en que nadie ha señalado nuestro parecido durante el tiempo que llevo aquí? Ni en la clínica ni en la cervecería. Nada de miradas, cuchicheos ni comentarios del tipo «¡Ah, sois gemelos, qué divertido!». Ni siquiera han arqueado las cejas con asombro.
Max sonrió burlón.
-¿Pero cómo van a poder ver que somos iguales si llevas casi toda la cara tapada? -Al pronunciar las últimas palabras, se acercó a Daniel formando una pinza con los dedos pulgar e índice, en un intento de pellizcar la barba de Daniel.
Daniel se echó hacia atrás instintivamente mientras se cubría la mejilla con la mano en un gesto protector.
-Por eso te dejaste esa estúpida barba, ¿verdad? Para que no pareciéramos iguales. Tú querías tener un rostro completamente propio. La verdad es que funciona, yo también lo he notado. Pero debajo de esa capa de pelo eres igual que yo. Solo es cuestión de afeitártela, Daniel, y entonces seremos como dos gotas de agua.
-Vale, me afeitaré la barba y pareceré tú. ¿Y si te crece a ti la barba durante una noche y te pareces a mí? -dijo Daniel con ironía.
-Con lo poco que me crece la barba, tardaría varios meses en tenerla como tú.
-Si es auténtica, claro.
Daniel soltó una breve carcajada.
-¿Piensas ir por ahí con barba postiza? Sí, entonces se darán cuenta de que estás loco. Esto no es una de tus bromas estudiantiles. Una barba postiza barata, si es que puedes conseguirla aquí, que lo dudo, parecería ridícula. No engañarás a nadie.
Max cerró con cuidado la hoja de aluminio con las espinas del pescado en el interior. Se lamió los dedos y puso el paquete en la alforja de la bicicleta, que estaba junto a él.
-¿Quién habla de una barba postiza barata? -dijo con tranquilidad-. En la clínica Himmelstal no hay cosas baratas. Todo, desde el papel higiénico hasta las alfombras orientales de la recepción son de calidad suprema. Incluso las barbas postizas. ¿Estás preparado?
Señaló al paquete de aluminio de Daniel en el que quedaban restos de pescado y espinas. Daniel asintió y dijo:
-¿Y para qué tiene barbas postizas una clínica de rehabilitación?
-Tenemos un pequeño teatro -dijo Max mientras recogía el paquete de aluminio de Daniel con el mismo cuidado que el suyo-. Un verdadero teatro con escenario y camerinos. Se utiliza como sala de reuniones para conferencias, congresos médicos y demás. Pero también para funciones de teatro. Los clientes hacen representaciones ellos mismos, es una especie de terapia. Yo, por ejemplo, interpreté al aviador Yang Sun en La buena persona de Sezuan. Muy apreciado por el público.
-Me lo imagino -dijo Daniel mordaz-. ¿Llevabas barba postiza?
-No. Pero cuando vi la sección de barbas en el almacén del vestuario, me di cuenta de las posibilidades que hay. Es bastante impresionante. La azafata que está a cargo del guardarropa encarga el pelo a una empresa del Reino Unido. Ellos lo envían a todos los grandes teatros y óperas de Europa. Se llama pelo de crepé. Se fabrica con fibra de lana de ovejas escocesas y se entrega en trenzas de varios tonos. Se pone mechón a mechón con un pegamento especial y luego se corta hasta donde se quiera. Es una técnica especial que hay que aprender. Pero como miembro de la compañía de teatro, tengo la llave del guardarropa, así que he podido ir allí a practicar un poco. He adquirido cierta habilidad.
Señaló la barba de Daniel.
-Esos tonos castaño oscuro casi negros los tenemos en el almacén y sin duda podría lograr una barba como la tuya con bastante facilidad.
Daniel quiso protestar, pero Max continuó con tranquilidad:
-Claro que no es solo la barba la que nos hace iguales. También los movimientos. Te he estudiado a conciencia durante estos días y ahora creo que te conozco bastante bien. Esa rigidez que tenías en la juventud se ha reforzado. En vez de girar la cabeza es como si torcieras todo el cuerpo. ¿Te duelen las articulaciones? ¿Algo de tortícolis? No, sin duda te falta flexibilidad. Deberías entrenarte más. Y esos gestos que empiezan en las muñecas. Como si delimitaras lo que estás diciendo. Lo empaquetará. Lo encuadrará.
Max se lo indicaba con sus propias manos. Animado por su logrado intento se levantó y empezó a corretear por la arboleda, rígido y erguido, mientras gesticulaba y fingía hablar.
-Pues claro, así es, como ves. Sé cómo son las cosas. Todo está controlado. Control absoluto.
Juntó las palmas de las manos con elegancia e inclinó la cabeza.
-Y esto, se me estaba olvidando -gritó encantado.
Con mirada ansiosa, se llevó las manos a las mejillas y lloriqueó:
-¡No me toques la cara! ¡No me pegues!
Daniel se sobresaltó como si hubiera recibido una descarga eléctrica. La representación de Max era exagerada, pero tenía que admitir que era un retrato desagradable.
Daniel siempre había tenido habilidad para reproducir la pronunciación y el tono de voz de los otros, lo que le había sido de gran ayuda para aprender otros idiomas. Ahora se daba cuenta de que Max tenía también ese talento, pero mucho más desarrollado. La capacidad de imitación de los hermanos no se limitaba solo al habla, sino a todo el registro físico: mímica, miradas, andares, gestos. Era impresionante y aterrador. Daniel sintió alivio cuando Max volvió a su descuidado lenguaje corporal.
-¿Qué te ha parecido? -preguntó Max expectante mientras pisoteaba las cenizas del fuego consumido-. ¿Me ha faltado algo?
-No, has incluido casi todo -dijo Daniel de modo conciso.
-¡Fantástico! Elogios desde el nivel más alto. Bueno, tal vez sea hora de volver a casa. Y ahora sabes cómo se pescan truchas. Vas a arreglártelas de maravilla estos días.
-No seas tonto. Nunca funcionará.
-Ya veremos -dijo Max mientras ajustaba la alforja a la bicicleta-. Ya veremos.