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Lo primero que percibió al despertar a la mañana siguiente fue el olor a beicon frito. Abrió los ojos y vio que la cabaña estaba iluminada por un sol radiante. Max estaba cocinando.

Daniel miró de reojo su reloj de pulsera y le sorprendió comprobar que eran las nueve y veinte. Con despertador o sin él, siempre se levantaba a las siete menos cuarto, tanto los días de diario como los festivos. Era increíble que hubiera podido dormir con ese sol rebosante en la habitación y con Max trajinando en la cocina.

-Desayuno listo en cinco minutos -dijo Max en tono levemente apurado, haciendo tintinear unos platos y cerrando la puerta del armario de golpe.

Daniel fue deprisa al cuarto de baño, se duchó rápido y con la sensación de ir rezagado se sentó a la mesa donde Max ya estaba comiendo. A través de la ventana se podía ver el valle con la escarpada y sombría ladera de la montaña al sur.

-De todos modos, no hay nada malo que hayas dormido tanto -dijo Max mientras servía el café a Daniel-. De hecho, es conveniente que estés descansado, porque hoy vamos ir en busca de aventuras. Vamos a subir un tramo de la montaña en bicicleta para pescar en mi lugar favorito.

-¿En bicicleta?

-Sí, y no digas que no tienes bicicleta porque ya me he encargado yo de eso mientras dormías. También he dicho en la cocina que nos preparen una mochila con comida. Podría haberlo hecho yo, pero no tengo muchas reservas en el frigorífico y no quiero que perdamos el tiempo comprando en el pueblo. Prepararán algo rico y lo recogeremos antes de salir.

Daniel no recordaba que hubieran planeado hacer ninguna excursión ese día.

-Sabes que tengo que viajar hoy. Ya te lo he dicho -le recordó.

Y para no parecer desagradecido se apresuró a añadir:

-Ayer lo pasé muy bien. La cena fue espléndida. Y me gustó la cervecería. Pero no me gustó que pagaras tú.

Su hermano dijo con gesto desdeñoso:

-Creo que no tuvimos tiempo de relacionarnos correctamente. Y no has visto ni la mitad de todo lo que hay que ver por aquí. ¿Has pescado truchas alguna vez?

-No.

-Entonces te lo has perdido. Es sumamente emocionante. Absoluta concentración. Tendrías que probarlo, de verdad. Y ya he dicho que nos preparen la mochila y he preparado bicicletas para ambos. Me decepcionaría mucho que te marcharas.

Daniel se rindió.

-De acuerdo. Te acompañaré, ya que lo has preparado todo.

Fuera de la cabaña había dos bicicletas de montaña equipadas con unas alforjas de las que sobresalía una funda alargada, que Daniel supuso que contenía una caña de pescar.

Subieron con las bicicletas hasta el edificio principal de la clínica, donde Max se metió a escondidas en la cocina y poco después volvió con bolsas de plástico y botellas de cerveza que metió en las alforjas. Con Max a la cabeza bajaron la colina, giraron a la derecha y siguieron un camino estrecho que iba justo por encima del pueblo.

Enseguida pasaron los edificios y tuvieron el valle ante ellos, de un verde tan intenso que a Daniel le pareció irreal. Como si se tratara de un juego de ordenador.

La velocidad era también irreal. ¿Podía él pedalear tan rápido normalmente? Parecía que se tratara de una competición. Tal vez era porque las marchas de la bicicleta funcionaban de maravilla y eliminaban cualquier resistencia. Parecía que volaban.

Podía ser también algo relacionado con el aire. Todo a su alrededor era nítido y perceptible hasta el mínimo detalle, podía ver incluso cada una de las flores desde lejos.

Viajaban por un estrecho valle glaciar. En ese lado, la falda de la montaña estaba cubierta de hierba o de árboles. Más arriba era escarpada y desnuda, llena de pequeñas piedras producto de corrimientos, por lo que parecía una enorme gravera.

Al otro lado del valle no había descenso alguno. La montaña se elevaba ahí vertical como una pared de un modo muy extraño. Una carretera pasaba a lo largo del monte y Daniel pudo distinguir una camioneta a lo lejos. Por cierto que era el mismo sitio por el que él había viajado el día anterior. Era la pared de la montaña que estaba cubierta de musgo y helechos.

Max pedaleaba delante de él, inclinado sobre el manillar como un ciclista de competición. De vez en cuando miraba hacia atrás y sonreía. Su sonrisa era bonita, los dientes blancos y las mandíbulas fuertes y varoniles. Daniel pensó que tenía buen aspecto, y al instante se dio cuenta de que en tal caso él también debía tenerlo. Como gemelos idénticos tenían la posibilidad de verse a sí mismos por todas las partes y ángulos. Desde atrás, de perfil y montando en bicicleta. A pesar de todo era algo distinto a verse a sí mismo en el espejo al revés, con la derecha y la izquierda invertidas, siendo observado y observador al mismo tiempo.

«Así que ese es mi aspecto sin la barba», pensó Daniel, tomando la decisión de afeitarse en cuanto llegara a casa. Según una colega que hablaba sin rodeos, con barba aparentaba diez años más.

La barba tenía una historia propia. Había empezado a dejársela crecer cuando tenía diecinueve años, recordaba muy bien la ocasión y el motivo.

Había estado en Londres visitando a Max, que subarrendaba un apartamento en Camden. Su hermano lo recibió entusiasmado y se lo llevó al centro de la ciudad.

Allí compró Daniel una camiseta algo original y, antes de que le hubiera dado tiempo a pagarla, Max se había comprado ya una idéntica y la llevaba puesta. A Daniel eso le desagradó, y cuando Max quiso que ambos llevaran sus camisetas puestas él accedió de mala gana. Max caminaba junto a él con un brazo por encima de su hombro y se reía cuando la gente los miraba y los señalaba con el dedo. Daniel se sentía molesto, como si el parecido de ellos dos fuera un defecto físico.

Habían llegado a una calle en la que había cervecerías y restaurantes en hilera. Daniel quiso entrar en un sitio que parecía atractivo, pero Max lo llevó a un pub grande, lleno de humo y ruido, donde varios televisores ofrecían un partido de fútbol.

Mientras Daniel se abría paso a empujones hacia la barra del bar junto a Max y sus amigos, se fijó en una chica que estaba comiendo sola en una mesa. Tenía el pelo tan rubio que parecía blanco, era muy fino y casi transparente, como un cristal lechoso. Había algo en sus movimientos, en su modo de levantar el tenedor y mirar adelante sin fijar la mirada. Una especie de energía, de determinación, casi agresividad.

Max se había dado cuenta enseguida de que le interesaba.

-Me apuesto lo que quieras a que es sueca -dijo a Daniel en el oído. Era difícil hacerse oír en el local. Los televisores estaban a todo volumen y el público vociferaba y gritaba intercambiando comentarios sobre el partido.

-Aquí hay un montón de suecos y enseguida se nota quiénes son. Y apostaría algo a una cosa más -dijo acercándose tanto a él que sus narices casi se rozaban. Tenía los ojos vidriosos por el alcohol, la frente chorreando de sudor y muy mal aliento-: Ella es virgen.

Los amigos de Max quisieron ir a otro sitio después, pero Daniel se negó a acompañarlos.

-Iros vosotros -dijo a Max-. Yo me quedaré aquí un poco más.

Cuando se marcharon los demás, él se acercó a la mesa de la chica y le preguntó si podía sentarse con ella. Ella estaba comiendo fish and chips, que parecía lleno de grasa y poco apetitoso, pero se lo comía bocado tras bocado.

-¿De verdad te gusta eso? -preguntó Daniel en sueco.

-Oh, yes, I really... -empezó a decir ella algo tensa, pero luego se interrumpió-: ¡Eres sueco!

-Bueno, sí, no, no realmente. Pero lo intento.

Ella trabajaba como au pair en una familia que tenía tres hijos. Había terminado la escuela secundaria la primavera anterior en la especialidad de Ciencias Naturales, ya que quería ser ingeniera química. Pero antes pretendía adquirir experiencia y ver un poco de mundo. No se sentía nada a gusto y quería volver a casa. Libraba un día a la semana, pero era difícil hacer amigos, no sabía adónde ir. Para su desgracia, había descubierto también que era mala en inglés. En secundaria había obtenido las más altas calificaciones, pero aquí la gente hablaba de un modo que no tenía nada que ver con las series de la televisión británica y apenas entendía nada.

Daniel le preguntó por qué no volvía a casa si se sentía tan a disgusto. Entonces ella se puso derecha, levantó la barbilla y dijo que no pensaba rendirse. Nunca se rendía. Era hija única y sus padres estaban muy orgullosos de ella.

-Es difícil ser hija única -dijo-. A veces desearía haber tenido hermanos. ¿Tú tienes hermanos?

Daniel se sorprendió a sí mismo contestando que no. No sabía por qué, pero justo en ese momento no quería entrar en el tema de los gemelos. Era un asunto que siempre acaparaba la atención y dejaba lo demás en segundo plano.

-Entonces ya sabes lo que es -dijo ella.

Estuvieron hablando un buen rato, tal vez durante dos horas. La chica le contó que hacía meses que no hablaba tanto. Era evidente que estaba muy sola. No tenía novio ni amigas.

Tenía algo especial. Algo frágil y al mismo tiempo muy fuerte e indomable. «Una chica de cristal y acero», pensó Daniel. Tenía unas pestañas muy rubias que la mayoría de las chicas se hubieran oscurecido con rímel, pero ella iba totalmente sin maquillar. Tenía facilidad para enfadarse. Entonces, su pálido rostro se ponía rojo y sus pupilas se dilataban y revelaban una oscuridad que era a la vez fascinante y aterradora.

Daniel, con sorpresa, se dio cuenta de que se había enamorado. De una forma dolorosa, fatal y maravillosa que era nueva para él. Sentía un profundo respeto por esta muchacha, casi veneración, y a la vez una atracción que lo abrasaba.

Había bebido mucha cerveza durante toda tarde, y cuando, después de pedir disculpas, se levantó para ir al lavabo, pudo reflexionar sobre lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo podría hacerlo? ¿Sería conveniente que le pidiera su número de teléfono? ¿Mantendrían el contacto al regresar a Suecia? Tal vez él podría venirse a vivir aquí, estudiar en alguna universidad inglesa y trabajar fregando platos o lo que fuera. Las ideas daban vueltas en su cabeza mientras era empujado hacia delante y hacia atrás en la bulliciosa cola hacia el lavabo. Estaba preocupado por tener que esperar allí tanto tiempo. ¿Y si ella pensaba que había huido? ¿Se cansaría y se iría a casa?

Cuando al fin regresó a la sala, descubrió que su sitio junto a la mesa estaba ocupado. Max estaba sentado allí hablando con la muchacha. Había dejado a sus amigos y había vuelto. Probablemente se había quedado entre el bullicio de la barra observando desde allí a Daniel y a la chica. Y había aprovechado para reemplazarlo cuando él se levantó para ir al servicio.

La muchacha estaba totalmente absorta en la conversación y se reía a carcajadas. Daniel apenas la reconocía, de repente estaba mucho más guapa. Cayó en la cuenta de que no la había visto reírse antes. Durante su larga conversación con Daniel ella no se había reído ni una sola vez. Pero evidentemente Max le estaba contando algo muy divertido, porque su cara pálida y delgada se había transformado por la risa.

Y así, riendo sin cesar, se levantaron los dos y salieron juntos del pub, sin mirar ni una sola vez hacia Daniel.

Con el corazón palpitando por la humillación y la ira, pidió otra cerveza, se la bebió y después salió de allí y se dirigió hacia otra cervecería, a la primera que había querido ir y que tenía un aspecto antiguo y agradable. Pero un portero lo detuvo y con una gélida mirada le dijo:

-Después de lo que has hecho, no vas a volver a entrar aquí nunca más, ya lo sabes.

Daniel, desconcertado, lo intentó en otro pub, donde entró sin problemas. Bebió hasta emborracharse y muchas horas después cogió un taxi hasta el apartamento de Max. Pero cuando llamó a la puerta, nadie le abrió y Daniel tuvo que pasar la noche en un banco del parque.

Al día siguiente, Max lo dejó entrar y le dijo con una sonrisa triunfal:

-Tenía razón yo. Era sueca. Y virgen.

Daniel fue a la ducha y en el momento de usar la maquinilla de afeitar para arreglarse tras la juerga de la noche anterior, se arrepintió, y con un movimiento brusco retiró la espuma de afeitar de su rostro. No iba a afeitarse. Se dejaría crecer la barba. No quería que volvieran a confundirlo con su hermano nunca más.