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Daniel se puso unos pantalones limpios y una camiseta que encontró en uno de los dos armarios. Los zapatos de deporte color marrón claro que Max había dejado junto a la puerta eran del número cuarenta y dos, su misma talla. Se los calzó también.

Lo que más le fastidiaba era que Max se había llevado sus gafas. Las gafas eran una prolongación de sus ojos, una parte de él. Sin ellas, la existencia era difusa y carecía de interés, y le resultaba imposible leer.

Encontró un envase con lentillas de un solo uso en el cuarto de baño. De niños tenían el mismo defecto de visión y aparentemente seguían teniéndolo aún, pues cuando Daniel logró colocárselas después de media hora, vio con la misma nitidez que con sus propias gafas.

Enseguida mejoró todo. A través de una de las pequeñas ventanas de la cabaña vio la zona de la clínica y la pendiente. La carretera que recorría la montaña por el otro lado parecía estar sorprendentemente cerca. La clínica debía estar en una parte muy estrecha del valle.

Pasaría aquí tres días, tal vez cuatro. Le daba rabia que Max se hubiera marchado tan deprisa. Seguramente temía que se arrepintiera. Sus temores eran justificados. Daniel se había arrepentido. No estaba dispuesto a hacer lo que Max le proponía. ¿Había dicho que sí en algún momento? No podía recordarlo. Tampoco podía recordar haber dicho claramente que no. Pero estaba completamente convencido de que el plan demencial de Max iba a fracasar y de que el personal se reiría de su barba postiza y su gorro de lana.

¿Debería bajar al edificio principal y revelarle el engaño a la azafata de la recepción? Entonces perseguirían a Max, lo atraparían y lo acusarían de engaño. Tal vez incluso hubiera consecuencias para él mismo. Decidió desistir.

A pesar de todo se trataba de unos días. Él tenía su propia cabaña y no necesitaba tener trato con los pacientes. Si se sentía solo podía bajar al pueblo y tomar una cerveza en Cervecería Hannelore. ¿Estaría Corinne allí, cantando con los ojos en blanco y tocando su cencerro? Iría a ver si la mujer real tenía algo que ver con la del sueño. De repente sintió que le resultaría más fácil soportar esos días si pudiera ver a Corinne por las noches.

Pero quedaba mucho hasta la noche. ¿Qué iba a hacer hasta entonces? Empezó por desayunar. Había huevos y unas salchichas en el frigorífico. Café instantáneo. Nada de pan.

Eran las diez cuando terminó el desayuno. Abrió la puerta de la cabaña y miró hacia fuera. Hacía calor. Un hombre grueso de edad indeterminada estaba sentado junto a la cabaña contigua. Tenía la cabeza apoyada en la pared, los ojos cerrados y la boca entreabierta. Las mejillas colgaban directamente sobre un par de hombros anchos, sin cuello alguno. Parecía que estaba durmiendo, pero cuando Daniel iba a cerrar la puerta, dijo él:

-Morning.

La voz era tan clara que resultaba difícil creer que procediera de un cuerpo tan enorme. El hombre seguía con los ojos cerrados. Daniel miró a lo largo de la fila de cabañas, pero no había nadie más afuera.

-Buenos días. Hace un tiempo estupendo, calor incluso -dijo Daniel sin obtener ninguna reacción por parte del hombre.

No sabía qué tipo de relación tenía Max con su vecino, pero si se limitaba a eso se las arreglaría bien. Daniel recordó que había visto una piscina más abajo, en la zona de la clínica. Buscó un bañador, unas gafas de sol y una toalla, lo metió en una bolsa de plástico junto con el libro de bolsillo que había empezado a leer la noche anterior, y salió. Sintió el aire del exterior como una caricia que cosquilleaba sus mejillas recién afeitadas.

Se detuvo antes de llegar a la piscina para controlar la situación. No tenía ninguna gana de encontrarse con alguien que conociera a Max y se viera obligado a entrar en una especie de juego de rol.

Al lado de la piscina había una zona con losas de piedra en las que una decena de personas estaban sentadas en tumbonas de plástico. Algunos habían llevado sus sillas a la sombra de los árboles que había por allí.

Daniel no sabía aún qué clase de clínica era esta. Max la había descrito como clínica de rehabilitación para personas que padecían agotamiento y también para ricos. Un lugar de reposo donde los ejecutivos del mundo de las finanzas pudieran recuperar las fuerzas con aire alpino y buena comida.

¿Pero hasta qué punto estaban enfermos los pacientes? Miró a su alrededor. Las personas que había en torno a la piscina parecían completamente normales. Ningún tic, ningún ataque ni risa histérica.

Dos hombres jugaban a las cartas con un taburete como mesa. Los demás tomaban el sol. Se oyó un leve chapoteo cuando alguien se metió en la piscina y se puso a nadar un rato tranquilamente. Era como cualquier otro hotel de vacaciones.

Daniel fue hacia la zona de la piscina, saludó a los demás educadamente pero con discreción, cogió una tumbona vacía y la puso a la sombra, sobre el césped. Colocó la hamaca en posición correcta, extendió la toalla de baño sobre ella, sacó su libro y estaba a punto de tumbarse cuando notó que lo estaban mirando. Las personas que estaban junto a la piscina, que según pudo apreciar eran todos hombres, se habían girado hacia él y lo miraban con curiosidad.

Daniel se quedó de pie. ¿Habría hecho algo mal? ¿Se habría comportado de algún modo que Max no solía? ¿Tal vez simplemente Max no iba nunca a la zona de la piscina?

Se hundió lentamente en la tumbona, se acomodó y empezó a leer. Miró de reojo por el borde del libro. Los otros seguían observándolo.

Los hombres que jugaban a las cartas se habían levantado y estaban unos junto a otros mirándolo. Uno de ellos, muy delgado y con un bañador ridículamente estrecho, se apartó del grupo y fue en silencio hacia él por el césped.

El hombre se quedó mirando a Daniel, que estaba tumbado en su hamaca. Estaba tan cerca que Daniel podía ver el contorno de sus genitales bajo la ajustada tela de nailon y las costillas que se perfilaban bajo la piel seca y sin vello.

Daniel dejó el libro y lo miró inquisitivamente. El hombre guardó silencio. «Ha descubierto que no soy Max», pensó Daniel. Dudó si continuar el juego o darle al hombre la posibilidad de desvelarlo él. Sin duda, lo último sería lo más sencillo.

-Has cogido una tumbona equivocada -dijo el hombre.

Daniel miró las tumbonas que estaban junto a la piscina y las que se habían llevado al césped. Eran exactamente iguales a la suya.

-Disculpa -dijo-. Creía que estaba libre.

El hombre no dijo nada, pero empezó a frotarse un hombro con movimientos nerviosos. Parecía que estuviera masajeándose a sí mismo.

-Volveré a dejarla donde estaba -dijo Daniel con amabilidad.

El hombre seguía sin decir nada. Sus masajes habían pasado a ser una especie de palmaditas en el hombro y el brazo. Parecía que se tranquilizaba como se hace con un caballo nervioso. Daniel no creía que el hombre formara parte de los ejecutivos quemados por el estrés de los que Max le había hablado.

Volvió a llevar la hamaca al borde de la piscina.

-¿Está bien así? -preguntó.

El hombre delgado se frotaba cada vez con más rapidez el hombro y detrás del cuello.

Su compañero señaló una de las losas de piedra. Tenía el cuerpo cubierto de un vello grueso color gris acero y llevaba en el dedo un llamativo anillo con una piedra de color rojo oscuro.

-Ahí -dijo el hombre.

Daniel no vio nada especial donde señalaba.

El hombre levantó levemente la mano sobre la hamaca e hizo un gesto como si limpiara migajas en el aire, y luego dirigió de nuevo el dedo hacia la losa de piedra.

Daniel llevó la hamaca al sitio donde parecía indicar. El hombre delgado dejó de frotarse y todos los que estaban alrededor de la piscina parecieron aliviados.

Los hombres se sentaron y volvieron a hablar unos con otros sin hacer caso a Daniel. Los que estaban alrededor de la piscina siguieron tomando el sol.

El cambio fue tan evidente que Daniel no se percató de la tensión hasta que pasó. Como cuando un gran carnívoro se aleja y los pájaros vuelven a gorjear.

No se atrevió a utilizar ninguna tumbona, sino que se sentó en su toalla extendida junto a un tronco y sacó el libro. El sol calentaba y pensó que era agradable haberse afeitado y cortado el pelo.

Un hombre alto, mayor y algo encorvado que llevaba un traje de lino apareció en la piscina, caminando con paso firme como un propietario que visita sus propiedades, saludando a derecha e izquierda. Los pacientes se levantaban a saludarlo.

-Buenos días, doctor Fischer -se oyó decir en las tumbonas.

-Buenos días, amigos. Buen día a todos -contestó el doctor.

Se detuvo delante de Daniel y se quedó mirándolo.

-Buenos días, Max.

Daniel se protegió del sol con la mano pero el doctor pasó antes de que le diera tiempo a contestar.

Sobre la una del mediodía empezaron a retirarse de la zona de la piscina. Daniel oyó que algunos hablaban del almuerzo. Él también tenía hambre. ¿Dónde se comía en la clínica? Seguramente no lo harían en el elegante restaurante donde estuvo con Max la primera noche. No podía preguntarle a nadie porque entonces se darían cuenta de que acababa de llegar. Decidió seguir a los demás.