19

-Buenos días. De nuevo jueves -dijo la azafata vestida de azul dejando una bolsa de papel en el suelo.

-¿Eso es para mí? -preguntó Daniel aún adormilado.

La azafata se rio. Era la bajita de pelo oscuro, la que le había alumbrado con la linterna la otra noche.

-Hoy es jueves, Max. Hay que lavar la ropa. ¿Tienes algo para nosotros?

Él echó una ojeada al interior de la bolsa. Contenía un montón de ropa limpia, cuidadosamente doblada.

-¿Tienes algo? -preguntó ella impaciente.

-La bolsa de la lavandería -aclaró la otra azafata cuando Daniel pareció no entender-. Ella señaló hacia el armario donde al parecer estaba la bolsa de la ropa sucia.

-¡Ah, sí! Un momento.

Él sacó la bolsa con la ropa sucia y se la dio a ellas. La bajita de pelo oscuro levantó la bolsa para tantear el peso. Su frente de porcelana se frunció.

-¿Las sábanas? ¿Están aquí dentro?

-Sí, claro, las sábanas.

Daniel fue al dormitorio, retiró rápidamente las sábanas y las metió en la bolsa.

-Se te había olvidado que hoy es jueves, ¿verdad? -dijo la azafata sonriendo.

No, no lo había olvidado, pero no era en la ropa sucia en lo primero que pensaba.

Cuando salieron, sacó la ropa limpia de la bolsa de papel. Era ropa de Max y al fondo había un juego de sábanas planchadas.

Mientras hacía la cama en la estrecha habitación, se dio cuenta de que algo había caído al suelo al quitar las sábanas sucias. Lo recogió y vio que era la foto que Max le había enseñado la noche anterior de marcharse. La chica que tenía la cara desfigurada por los golpes. La hija de un traidor. Víctima de la mafia. Por lo visto, Max había guardado la foto bajo el colchón.

Daniel levantó el colchón para ver si estaba allí también la carta amenazadora. Pero no había nada más.

Volvió a dejar la foto donde estaba y terminó de hacer la cama. Era típico de Max que volviera justo el jueves, que era cuando se repartía la ropa limpia. Así podría dormir en sábanas frescas y recién planchadas mientras él había tenido que dormir en las que Max había usado.

Pasó la mayor parte del día en la cabaña. Hacia las siete salió y fue cuesta abajo, pasando por los modernos edificios de cristal hacia el antiguo edificio principal.

Estaba nublado, pero aún hacía calor. El valle parecía cargado de aire rancio, como una habitación que no se ventila nunca. De vez en cuando caía alguna gota de lluvia y a lo lejos podía oírse el sordo golpeteo de las pelotas de tenis. Subió la escalinata y fue a la recepción en el vestíbulo.

-Disculpa -le dijo a la azafata que estaba sentada frente a la pantalla del ordenador.

Se volvió hacia él y le sonrió con amabilidad.

-Hola, Max. ¿En qué puedo ayudarte?

-Me gustaría saber si ha llegado mi hermano. Creo que lo he perdido. -Unas voces estridentes ahogaron su pregunta y tuvo que repetirla. A través de las puertas abiertas del salón pudo distinguir al hombre delgado que vio en la piscina, que estaba con una mujer bastante mayor pero muy vital. Parecía que estaban jugando a algo.

-¿Tu hermano? -dijo la azafata-. ¿El que vino a verte el otro día?

-Sí, exacto.

-¿Iba a regresar? Creía que iba a volver a Suecia.

-No, está haciendo un pequeño recorrido. Quería viajar por Suiza.

-Entiendo. Himmelstal es bonito, pero algo... limitado.

Ella se rio, traviesa y casi avergonzada, como si hubiera dicho algo atrevido y temiera la reacción de él.

-Se pasará por aquí para verme antes de volver a Suecia -aclaró Daniel-. Solo quería saber si había llegado.

La mujer mayor que estaba en el salón soltó una gran carcajada y se echó hacia atrás en el sillón, mientras el hombre golpeaba con furia el tablero con una pieza del juego.

-Yo no lo he visto -dijo la azafata con gesto serio.

-De acuerdo, solo quería saber eso.

Daniel volvió a la cabaña. Las nubes de lluvia parecían haberse retirado.

Esperó una hora y media antes de volver a la recepción.

-Lo siento, Max -dijo la azafata antes de que él dijera nada-. Tu hermano no ha llegado todavía.

Daniel salió. Dio unas vueltas por el edificio principal mirando hacia la carretera por la que él había llegado en minibús pocos días atrás. Se hizo de noche. Esperó hasta las diez y después regresó a la cabaña. Max había dicho el jueves, como mucho el viernes. Así que sería el viernes.

Estaba sentado escuchando el grupo holandés de jazz cuando llegó la ronda nocturna. Y la noche del jueves fue Daniel y no Max el que se metió en las limpias y algo rígidas sábanas. Esperó hasta la una del día siguiente. Luego subió de nuevo a recepción.

Había otra azafata. Una chica pelirroja con gafas de montura oscura demasiado grandes para su cara. Parecía que se las había pedido prestadas a su padre.

-¿Tu hermano? ¿Iba a volver aquí?

Tuvo que contarle todo de nuevo. El viaje de su hermano por los Alpes y su última visita a Himmelstal antes de regresar a casa.

-No sabía nada de eso.

-Temo haberlo perdido. He estado fuera un momento, tal vez nos hayamos cruzado.

-Miraré en el registro.

Ella sacó el gran libro con tapas de tela verde en el que Daniel había escrito sus datos días antes.

-Vamos a ver. Daniel Brant. Llegó a las 18:20 el 5 de julio. Salió a las 5:50 el 7 de julio. No ha vuelto a registrarse. Ni ha pasado por el control. Lo siento. ¿Iba a venir hoy?

-Sí, hoy lo más tarde.

Antes de que ella cerrara el registro, Daniel pudo ver su firma y, debajo de ella, junto a la fecha de salida, otra firma, también con su nombre. Pero no la había escrito él. Lo había hecho Max como confirmación de su salida. No se había imaginado nunca que alguien pudiera firmar de modo tan similar.

La muchacha tecleaba en el ordenador y sacudía la cabeza afligida.

-No tienes ningún aviso de visita hoy ni ningún otro día. Ni nadie que haya aparecido por recepción. ¿Y si lo has interpretado mal? ¿Estás seguro de que iba a volver?

-¡Sí!, completamente.

-Bueno -dijo la muchacha-. Tal vez él... Sí, yo estaba en recepción la mañana en que él se marchó y parecía estar algo nervioso. Tenía ganas de irse. ¿Os habíais peleado?

-En absoluto.

-Mmm -dijo ella arrugando la frente de un modo algo afectado-.Ya sabes, algunos no se encuentran bien aquí. Quieren irse tan pronto como puedan. Tengo la sensación de que tu hermano es de esos.

-Pero me dijo que volvería. El jueves, lo más tardar, el viernes -protestó Daniel con furia.

-A lo mejor no se atrevió a decir otra cosa para que no te enfadaras. Tal vez le avergonzaba haberse quedado tan poco tiempo.

-Si viniera, ¿tendrías la amabilidad de decirle que estoy en la cabaña?

-Naturalmente.

Daniel llevaba aproximadamente veinte minutos en la cabaña cuando sonó un teléfono móvil. Un sonido elegante que en una película sobre la naturaleza podría haber acompañado a una imagen de flores abriendo sus pétalos.

¡Max se había dejado olvidado su móvil! Daniel trató de localizar el sonido. Parecía venir de algún sitio más allá de la puerta de entrada.

Lo encontró en uno de los muchos bolsillos del chaleco de pescar de Max que estaba colgado en un gancho.

Dejó de sonar en el mismo instante en que él lo sacó del bolsillo. Daniel se quedó con el teléfono en la mano.

Max se había llevado el móvil de Daniel al marcharse. Así que podría hacer costosas llamadas al extranjero que, lógicamente, irían a parar a la factura de Daniel.

Daniel marcó su propio número de teléfono. Tenía bastantes preguntas que hacerle a su hermano y habría llamado antes de haber sabido que había un móvil en la cabaña.

Nadie contestó, como era de esperar. Después de varios tonos se oyó la grabación de una voz femenina que informaba de que el número al que había llamado no existía. Volvió a llamar a su número, lenta y cuidadosamente, con el mismo resultado. Al parecer, Max se encontraba en un país donde no podía ser localizado con este operador.

Miró la pantalla del móvil para ver qué operador utilizaba Max. No se había fijado bien cuando marcó el número. Ahora descubrió que representaba unas cumbres alpinas cubiertas de nieve con un claro cielo azul de fondo. En la esquina se veía la hora, el nivel de batería y la intensidad de la señal. Y en el lugar donde suele estar el nombre del operador se leía el nombre «Himmelstal» sobre el fondo azul y en letras brillantes, como si estas, igual que las cumbres alpinas que había un poco más abajo, reflejaran la luz del sol con fuerza. Se quedó mirando con asombro la pantalla del móvil, que fue desvaneciéndose poco a poco hasta apagarse.

Estaba a punto de que se le cayera el teléfono al suelo del susto cuando de pronto empezó a emitir zumbidos y a vibrar en su mano, como un gran insecto. La pantalla se iluminó de nuevo y apareció el nombre «Himmelstal» de modo intermitente al ritmo de las vibraciones. Un segundo después se oyó la señal.

Daniel pulsó la tecla de respuesta con un dedo sudoroso y se llevó el teléfono al oído.

-¿Sí? -logró decir-. ¿Eres tú? ¿Dónde estás?

-Hola, Max -dijo una voz de mujer-. Es de la recepción.

-¡Oh! ¿Ha llegado?

-No. Pero tengo un mensaje de la doctora Obermann. Quiere verte hoy a las 16:30.

Gisela Obermann, la psiquiatra de Max. Max le había hablado de ella, recordó Daniel.

-A las 16:30 -dijo él después de un instante-. Lo siento. Me es imposible a esa hora.

Él mismo oyó lo estúpido que sonaba. Un paciente psiquiátrico con la agenda completa.

-¿Podrías proponer otra hora? -preguntó ella.

-Preferiría no ir -dijo en el tono más amable que pudo-. No estoy motivado. La doctora Obermann conoce mi postura.

Se hizo un silencio.

Daniel contuvo la respiración. «Solo hay que decir que no», había dicho Max. «¿Podía confiar en él? Seguramente no era tan fácil. ¿Se lo llevarían por la fuerza y le pondrían un supositorio si les llevaba la contraria?»

-¿Quieres que se lo transmita a la doctora Obermann? -preguntó la muchacha.

-Sí, se lo agradecería.

-Llama a la doctora Obermann si cambias de idea. Seguramente ella podrá encontrar un momento adecuado.

-Naturalmente. ¿Cuál es su número de teléfono? -preguntó Daniel con cortesía.

-Tú ya tienes el número -dijo la recepcionista y luego colgó.

Daniel abrió la lista de contactos del teléfono. Había muchos nombres. La mayoría sin apellido. Algunos con y sin apellido. Otros solo llevaban el apellido y el título doctor delante. Estaba el de la doctora Obermann. Los otros nombres eran desconocidos para él, excepto uno: Corinne.