9
Fuera había anochecido. Las dispersas luces exteriores iluminaban los senderos del parque de la clínica. Max y Daniel bajaron la pendiente hacia el pueblo.
-Según parece, entras y sales de la clínica a tu antojo -observó Daniel.
-Por supuesto. Los clientes de aquí no aceptarían nunca otra cosa. En principio puedo hacer lo que quiera durante el día siempre que cumpla la obligación de dormir en mi cama cada noche.
Bajaron la colina y llegaron a un camino estrecho y empedrado muy iluminado, como si se tratara de una pista para hacer ejercicio. Un curioso y diminuto coche eléctrico de un brillante color amarillo pasó muy cerca emitiendo un zumbido suave. El conductor saludó al pasar. Llevaba una especie de uniforme, como de guardián o portero de hotel, y compartía la estrecha cabina con otro hombre que vestía de forma similar. Daniel supuso que formaban parte del personal de la clínica. Max, algo distraído, respondió al saludo sin hacer ningún tipo de comentario y se apresuró a cruzar el camino.
Pasaron por delante de unas casas, doblaron una esquina y de repente, sin que Daniel supiera bien cómo, estaban en el centro del pueblo.
Había casas con balcones floridos alrededor de una plaza pequeña con una fuente en medio. Tras los cristales de colores de las ventanas brillaban cálidas luces y, en alguna parte, se oían voces y ladridos de perros que resonaban entre las paredes de roca del valle angosto. Era difícil imaginar que hubiera gente viviendo su vida cotidiana en ese mundo de fantasía.
Max dobló por una callejuela y se detuvo delante de una casa marrón que tenía un jardín pequeño con árboles de los que colgaban farolillos de colores.
-Cervecería Hannelore -explicó redundante, ya que el nombre estaba escrito en letras blancas y sinuosas, a modo de bloques de hielo, sobre la puerta de entrada.
-Creía que era la casita de chocolate de la bruja -dijo Daniel.
-¿Quién sabe? -dijo Max-. ¿Te atreves a entrar?
-Me muero de ganas de tomarme una cerveza. Creo que vamos a olvidar lo del café y la copa. Lo que me apetece de verdad es una gran jarra de cerveza alemana bien fría. Vamos a entrar. Parece un sitio agradable.
-Eso dijeron también Hansel y Gretel. Pero como quieras -dijo Max, indicándole a Daniel que pasara en primer lugar.
Sin embargo, parecía que Max fuera habitual de aquella casita de chocolate porque, una vez dentro, se sentó en un rincón del oscuro local y mirando hacia la barra, levantó dos dedos en el aire y pidió sin decir una palabra una cerveza para cada uno. Una mujer mayor y corpulenta recibió su pedido con un gesto de asentimiento y poco después se dirigió hacia ellos con una enorme jarra para cada uno. Las puso sobre la mesa con resolución. Sus brazos eran fuertes como los de un leñador y sus mandíbulas, como las de un bulldog.
-¿Qué te he dicho? -le dijo Daniel al oído estremeciéndose-. ¿Crees que quiere comernos?
Max se encogió de hombros.
-Me voy salvando por el momento. Creo que está esperando hasta que yo tenga una buena barriga cervecera. Suele darme pellizcos en la cintura para ver cómo progresa. ¡Salud, hermano! ¡Me encanta que estés aquí!
Levantaron sus jarras.
-A mí también. Más de lo que esperaba... -dijo Daniel, pero fue interrumpido por el asombroso sonido de un gran reloj de cuco, que había en una pared, justo al lado de ellos. Era como una pequeña puesta en escena que se movía por obra de la relojería. Además del cuco que salía de su puerta, había un anciano cortando leña y una anciana que intentaba ordeñar una cabra. Pero la cabra daba coces con las patas y volcaba el diminuto cubo, por lo que la señora tenía que volver a ponerlo en pie una y otra vez.
-Santo cielo -dijo Daniel emocionado cuando terminó el espectáculo y el cuco volvió a desaparecer detrás de su puerta.
Max parecía no inmutarse. Bebió su cerveza con avidez, derramando un poco de espuma sobre la mesa. Un hombre menudo y delgado, con delantal y pelo escaso peinado hacia atrás, apareció en silencio como un fantasma en la oscuridad y limpió la espuma con una bayeta. Cuando el hombre se inclinó sobre la vela, Daniel vio sus pómulos hundidos como los de un esqueleto.
-Supongo que ese era Hans -dijo una vez que el hombre se había retirado tras hacer una reverencia en silencio.
-Hay también una Gretel. No sé si está hoy aquí -dijo Max, mirando a su alrededor-. Tal vez ya se la hayan comido. No me extrañaría. Está bastante apetitosa. Si no hubiera tenido a mi pequeña Giulietta, yo mismo habría probado gustoso un pedacito.
-¿Quién es Giulietta? ¿Tú última conquista?
-La última, única y definitiva. Una muchacha magnífica de veintidós años, hija de un oleicultor de Calabria. Vive todavía en casa de sus padres, pero estamos prometidos.
-¡Una muchacha de veintidós años! Tú tienes trece años más -objetó Daniel.
-Eso en Calabria es normal. Sus padres están encantados conmigo. Soy una persona madura, con experiencia, de buena posición.
-Y quemado. Ingresado en una clínica de rehabilitación. ¿O es que no se lo has dicho a ellos?
-No, les he dicho que estoy en Suecia por negocios.
-¿Y Giulietta? ¿Está ella también encantada contigo?
-Está loca por mí.
-¿Y cree también que estás en Suecia atendiendo tus negocios?
-Sí, pero a partir de ahora me lo tomaré con más calma. Cuando abandone Himmelstal vamos a casarnos y nos iremos a vivir a Calabria. Conseguiremos nuestro propio olivar. Tendremos hijos. Siete u ocho.
Asintió satisfecho, como si hubiera tomado la decisión en ese mismo momento. Luego levantó la vista y preguntó:
-Tú no tienes hijos, ¿verdad?
-Ya sabes que no. Emma quería esperar y después nos divorciamos.
Max le puso una mano sobre el hombro para tranquilizarlo.
-No pasa nada. Los hombres tenemos mucho tiempo. Para las mujeres es distinto. ¿Pedimos otra cerveza?
-Aún no me he terminado esta. Pero pide una más para ti. Yo pago.
-No vas a pagar nada. Eres mi invitado -dijo Max pidiendo con un movimiento de la mano otra jarra a la mujer bulldog.
La sala estaba llena en esos momentos y el ruido era demasiado alto. La mayoría de clientes eran hombres, pero era difícil hacerse una idea de qué tipo de personas eran, ya que la iluminación era escasa. Aparte de unos pocos puntos de luz en la barra, solo había candelabros bajos con velas encima de las mesas.
-La estancia aquí parece haberte hecho bien -dijo Daniel-. La verdad es que me preocupé un poco al recibir tu carta.
-Ya te he dicho que esta es la mejor clínica de Europa en lo referente al síndrome de fatiga crónica. Tendrías que haberme visto cuando llegué aquí.
Max inclinó la cabeza hacia un lado, con la lengua colgando fuera de la boca y cruzando la vista.
-El síndrome de fatiga crónica -repitió Daniel-. Nunca te habían diagnosticado eso antes.
-No, aunque parezca extraño. Porque si lo piensas bien, todas mis recaídas se produjeron después de un periodo de trabajo excesivo. La última vez que estuve ingresado trabajaba día y noche. No dormía nunca. ¿Cómo no iba a estar agotado?
-Sin embargo -objetó Daniel-, esa hiperactividad es un síntoma de tu enfermedad. No la causa.
-¿Estás seguro? Tal vez se hayan confundido en eso. Tal vez no hayan entendido qué es el huevo y qué la gallina. Tal vez siempre me hayan diagnosticado mal. Cuanto más lo pienso, más probable me parece que simplemente se tratara de un síndrome recurrente de fatiga crónica. La fatiga puede manifestarse de formas diferentes.
-¿Ah, sí? -dijo Daniel bostezando-. Pues si no nos vamos ya a casa a dormir, seré yo quien tenga síndrome de fatiga crónica.
Pero justo cuando acababa de decirlo irrumpieron unos cuantos tonos largos de acordeón que atravesaron el murmullo del local, y, poco después, se oyó la voz rítmica y grave de una mujer. Daniel, sorprendido, giró la cabeza.
Bajo el reflejo de una lámpara que acababan de encender en el otro extremo de la habitación, estaba cantando una mujer que llevaba algo parecido a un traje típico nacional con cintas y una blusa de mangas de farol. La acompañaba al acordeón un hombre de mediana edad vestido con un chaleco floreado, ajustados pantalones hasta la rodilla y un sombrero plano y ridículo con algunas flores pegadas en el ala.
-Entretenimiento para turistas, por lo que se ve -exclamó Daniel-. Creía que estábamos lejos de la zona turística, pero si es así cabe la posibilidad de que encuentre un hotel por aquí cerca.
-Bueno, yo no lo llamaría así -dijo Max con indiferencia-. Más bien diría que se trata de habitantes de la localidad que entretienen a otros vecinos. Vienen aquí un par de noches a la semana. ¿Quieres quedarte a oírlo o nos marchamos?
-No podemos marcharnos, acaba de empezar. Vamos a esperar un poco -sugirió Daniel.
La mujer cantaba articulando excesivamente, reforzándolo con movimientos de la mano y de los ojos como si fuera una canción infantil. Pero Daniel no entendía prácticamente nada de su mezcla de suizo y alemán. De vez en cuando sonaba un cencerro. Se trataba de una canción larga cuyo texto -por lo que pudo entenderera una narración divertida, y después de unos versos ya podía predecir en qué momento iba a sonar el cencerro.
-Esto no se acaba nunca. Es mejor que nos marchemos -le dijo Max al oído, pero Daniel sacudió la cabeza.
Había algo en la cantante que le fascinaba. Tenía los ojos marrones y pequeños, los labios pintados de rojo y una nariz pequeña y chata con indicios de pecas. Su pelo, cortado al estilo paje, era de color marrón chocolate con un flequillo tan recto que parecía hecho con una regla.
Daniel la miró intentando comprender en qué consistía su belleza, pero no era nada obvio. Era encantadoramente bonita, como una muñeca, pero bajo esa dulzura había otro rostro completamente distinto de rasgos fuertes, toscos, que era visible solo en ciertos ángulos. Daniel podía imaginarse el aspecto de sus parientes mayores que ella, y cuál sería el suyo en un futuro. Era emocionante ver que ese armazón robusto bajo la dulzura no le restaba a ella nada de atractivo.
Aunque en realidad lo que la hacía bella eran los ojos, como él pudo percibir. Brillaban como estrellas titilantes, y cuando ella mantenía la cabeza erguida y movía los ojos de un lado a otro parecía que el brillo rebosaba y salpicaba al público.
Su voz no era nada especial y toda la actuación era en cierto modo ridícula. Exagerada. Absurda. Los ojos muy abiertos que se movían de derecha a izquierda como los de un muñeco. Los gestos inoportunos, los brazos cruzados, la cabeza ladeada y las manos en las caderas. Los labios tensos como si fueran elásticos.
¿Y no sería una especie de broma ese hombre pequeño y regordete con sus mejillas sonrosadas, su acordeón y su ridículo sombrero? Tal vez una parodia de la peor versión de la cultura alpina.
Lo paradójico consistía que la representación era totalmente incomprensible, a pesar de su obviedad y simpleza. Trataba de vacas, por lo poco que podía entender él. Vacas y amor. ¡Una locura! Una locura de mal gusto y a la vez profundamente fascinante, reconoció Daniel con asombro y continuó sentado, como hechizado, sin poder apartar la vista de la muchacha.
Ella acabó de cantar y recibió los débiles aplausos haciendo reverencias y recogiéndose la falda con coquetería. A Daniel le pareció que el público era tacaño y se puso a aplaudir con fuerza. La muchacha miró hacia ellos y le guiñó un ojo. ¿O tal vez fue a Max?
-Vamos a aprovechar antes de que empiecen de nuevo -dijo Max levantándose.
Se dirigió rápidamente a la salida. Daniel fue tras él andando hacia atrás, sin cesar de aplaudir y con los ojos puestos en la cantante.
Cuando llegaron a la puerta, el acordeonista apretó el instrumento, que emitió un tono largo y absorbente como inicio de un dueto, pero Max ya lo había llevado al jardín, donde filas de farolillos rojos y verdes se balanceaban entre las hojas de los árboles, hasta llegar a la callejuela.
-Lamento tener que meterte prisa, pero lo más tarde que podemos estar en nuestras habitaciones y cabañas es a las doce. Es la única regla de la clínica.
-¿Quién es ella? -preguntó Daniel.
-¿La que cantaba? Se llama Corinne. Está casi todas las noches en la Cervecería Hannelore. A veces canta, a veces sirve las mesas -respondió Max.
Torcieron por la carretera del pueblo y entraron en el sendero que llevaba al hospital a través del bosque de abetos. Todo se oscureció cuando dejaron atrás las luces del pueblo y el olor a pino era intenso. Daniel se sintió muy cansado de repente.
-¿Crees que la clínica puede ayudarme a pedir un taxi mañana por la mañana? -preguntó-. Es para que me lleve a la estación de trenes más próxima.
-¿Vas a irte mañana mismo? Pero si acabas de llegar -exclamó Max con decepción a la vez que se detenía-. La mayoría de los familiares se quedan una semana.
-Sí, pero yo solo había previsto...
-¿Qué habías previsto? ¿Unas vacaciones gratuitas en los Alpes a expensas mías? Una hora en una sala de visitas con tu hermano loco y después volver de nuevo a tus placeres.
-No. Es decir..., no lo sé.
Daniel estaba tan cansado que no podía pensar con lucidez. No sabía cómo iba a ser capaz de subir la pendiente hasta la cabaña de Max. Notaba las piernas blandas, como si fueran de gelatina. Y se sentía culpable del tono de voz de su hermano. Era cierto, Max le había pagado el viaje.
-Haz lo que quieras. Pero me haría ilusión que te quedaras un día más. Hay muchas cosas que quiero enseñarte -dijo Max, adquiriendo de repente un tono de voz suave y suplicante. Siguieron andando por el sendero empinado. Entre los abetos pudieron distinguir uno de los edificios modernos de la clínica hecho de acero y cristal. Solo estaban iluminadas las plantas superiores, lo que le daba el aspecto de una nave espacial flotante.
-Esto es realmente agradable -dijo Daniel-. Cuando recibí tu carta pensé que venía del infierno. Me confundí al ver el sello.
Max lanzó una sonora carcajada, como si Daniel hubiera dicho algo muy ingenioso. Tomaron un atajo entre los abetos y Daniel estuvo a punto de tropezar con una raíz, pero Max le sujetó sin parar de reír.
-¡Maravilloso! ¡Totalmente maravilloso! ¿Conoces la historia del hombre que llevó el barco al infierno?
-No.
-Anna solía contármela cuando era pequeño. Era un hombre que estaba condenado a llevar en su barcaza a los muertos al otro lado del río. Tenía que ir de un lado al otro eternamente. Estaba infinitamente cansado de hacerlo, pero no sabía cómo podía liberarse. Hasta que un día se le ocurrió un ardid. ¿Sabes cuál?
-No.
-Dejarle los remos a otra persona. ¿Lo entiendes? Fue muy sencillo. Solo tuvo que pedirle a algún pasajero que remara un momento. Y así se liberó y pudo salir de allí mientras que el otro tuvo que remar durante toda la eternidad.
Max no podía dejar de reírse de su propia historia.
Habían llegado al parque. Las polillas volaban alrededor de las lámparas. Un faro los deslumbró e inmediatamente después se acercó por el camino uno de los curiosos cochecillos eléctricos. Un hombre joven se asomó y les gritó en tono jovial al pasar:
-Vais muy tranquilos, por lo que veo. La ronda nocturna es dentro de veinte minutos, no lo olvides, Max.
-Cielo santo, tenemos que darnos prisa -murmuró Max.
Cinco minutos más tarde entraban exhaustos en la pequeña cabaña, que estaba en la parte superior de la ladera.
Daniel se tiró en el banco fijado a la pared que Max le había señalado como sitio donde dormir sin quitarse previamente la ropa, ducharse ni cepillarse los dientes. Se sentía desfallecer. Max le lanzó una manta y una almohada.
-Tendrás que disculparme, ha sido un día largo -masculló Daniel, a punto de quedarse dormido.
Le sobresaltó el ruido de unos golpes en la puerta.
-Ya voy -gritó Max, que estaba en el cuarto de baño cepillándose los dientes.
Fue hacia la puerta en calzoncillos y con el cepillo en la boca.
-La ronda nocturna -explicó al pasar con la boca llena de espuma.
Daniel vio bajo sus párpados entrecerrados a una mujer que llevaba un traje azul claro, una azafata tal vez, y un hombre con uniforme de auxiliar de vuelo azul claro, un coordinador, entrar en la habitación y quedarse de pie, sonriendo y saludando con amabilidad. Echaron una rápida mirada por la habitación y al ver a Daniel debajo de la manta el hombre susurró:
-¿Se ha dormido ya tu hermano? Pues que descanses tú también, Max, y que lo paséis bien mañana.
Max, con el cepillo en la boca, contestó algo inentendible.
El hombre y la mujer salieron rápidamente. Daniel los oyó llamar a la puerta de la cabaña siguiente e intercambiar unas palabras con quien vivía allí. Y luego otro golpeteo un poco más allá.
Cerró los ojos. Todo lo que había experimentado durante ese día largo y extraño se precipitaba por su cabeza sin orden ni concierto. Voces, impresiones, pequeñas cosas a las que él no sabía que hubiera prestado atención.
En la frontera con el sueño apareció un recuerdo claro y con todo detalle: los hombres uniformados que los detuvieron en la carretera. Sus caras bajo las viseras de las gorras. El detector de metales. El camino desolado, tenebroso. La pared de la montaña con sus helechos, las pequeñas cascadas de agua y el olor a piedra y humedad. Su mente estuvo por un momento completamente despierta y llena de un temor que él no había sentido al vivir la situación.
Y entonces se quedó profundamente dormido. Sus sueños, como era de esperar, fueron desordenados y confusos. Solo uno de ellos se le quedó grabado hasta la mañana siguiente: Corinne, vestida con su corsé de encaje, estaba de pie en medio del camino solitario próximo a la montaña y le indicaba que parara, agitando el cencerro por encima de su cabeza. Él detuvo el coche -iba conduciendo, no había ningún conductor en el sueño- y salió.
Ella tocó el cencerro y la montaña devolvió el eco. Luego se dirigió a él y pasó el cencerro por encima de su cuerpo, primero por la parte de atrás, después por la de delante, mientras jugaba y reía. Cuando la llevó a la altura del pecho de él se puso seria de repente, como si hubiera descubierto algo. Fue acercando el cencerro despacio. (Ahora él llevaba el torso desnudo, o tal vez lo había llevado así todo el tiempo.) Ella oprimió la piel de él con el cencerro justo a la altura del corazón, arrugó el rostro en un gesto de concentración tal que sus ojos se volvieron dos líneas delgadas y pareció escuchar, o tal vez sentir, las vibraciones de algo.
Él sabía qué era lo que ella había sentido, y entonces pudo oírlo él mismo: el corazón de él latía tan fuerte y a tal velocidad que estaba a punto de estallar.
«Lo ha descubierto. Ahora todo está perdido», pensó él, como si su corazón fuera un polizón que él intentaba esconder y que le había traicionado.
Pero en el sueño la mujer no se llamaba Corinne, sino Corinte. Algo que él sabía aunque ninguno de los dos había pronunciado una sola palabra. Tenía que ver con los ojos de ella.